Carlos Jáuregui, el rey del activismo precario

El referente LGTB murió hace 25 años sin disfrutar de ninguno de los derechos por los que luchó. No lo hizo solo. Sus luchas fueron colectivas y se transformaron en conquistas sociales que hoy son leyes y derechos. Su amigo Gustavo Pecoraro recuerda los años de militancia frenética sin teorías ni libros.

Carlos Jáuregui, el rey del activismo precario

Por Gustavo Pecoraro
20/08/2021

Esta nota fue publicada el 19 de agosto de 2021

Carlos Jáuregui murió el 20 de agosto de 1996, doce días antes de mi cumpleaños número 31 y a diez días de la primera conquista del colectivo LGTB en la Argentina, la cláusula antidiscriminatoria de la ciudad de Buenos Aires que ayudó a pensar y redactar. De todos los derechos y leyes por los que luchó, Carlos no disfrutó de ninguno. 

Tenía apenas 38 años y con un grupo muy íntimo de sus afectos lo despedimos en una ceremonia pagana-espiritual que inmortalizaría ese contrato de amistad que se ponía fin por causas relacionadas al VIH sida.
Una ronda de amor entrelazó manos, abrazos, lágrimas; él dejó de respirar y se fue.

Desde que lo conocí -corría el invierno de 1984- su personalidad me encandiló, tanto que aún hoy siento que parte de mi rutina se debe a nuestra amistad y compañerismo, que duró hasta su último segundo.

Hoy a un cuarto de siglo de su fallecimiento, pienso bastante en qué es lo que pudo ser tan importante en él que transformó la catapulta emocional de mis tiernos 18 años, casi 19. Un pendejo crudito -podría decir- en aquella época de la Argentina de batallas inmensas por los derechos humanos, sindicales, estudiantiles, sociales. Sí, y a pesar de ya estar militando en el trotskismo, yo era un pendejo crudito que me ponía la camiseta y me le animaba a todo. Me recuerdo inconscientemente valiente. Decidido. Echado para adelante, como se dice.

En Carlos encontré alegría, inteligencia, fortaleza, decisión, estrategia y a un marica un poco borderline y bastante encantador. Lo que me (nos) llevó a coronarlo como la referencialidad que tanto necesitábamos. A la vez esas fueron las debilidades que nadie quiso (o no pudo) ver en los peores momentos de su deterioro físico. Cuando él necesitó. Cuando él, acostumbrado a dar, ni siquiera pidió. O, mejor dicho, pidió lo mínimo, que heroicamente significaría seguir dándolo todo aún a costa de la imposibilidad de reconocer sus requerimientos indispensables; bien básicos.

Una amiga nuestra, Marta, siempre decía que sentía asombro por lo poco que necesitaba Carlos: algo de comida, algo de ropa, algunos tragos y un lugar donde dormir.

A mi entender Carlos reinó en medio de ese activismo precario del que fui parte. Sin teorías ni libros; fáctico. De dos o tres reclamos, tan decisivos que sin ellos nada de lo posterior hubiera sido posible. Pusimos unos cuantos ladrillos; los que sostienen. Un aporte algo lejano que no se recuerda del todo por las urgencias de la contemporaneidad que corre a ríos de tuits inmediatos y de tendencias que cambian al minuto. Militancia sin red y sin redes. Tirándonos desde lo alto a un vacío desconocido. Que salió bien algunas veces, y mal muchas tantas otras. Sobre todo cuando empezamos a enterrar a nuestros novios, parejas, amigos, compañeros, amantes, conocidos. Cuando aprendimos a besar la frente helada de los cadáveres de aquellos con los que reíamos hasta hacía poco. O nos amaban, o nos deseaban, o compartían una bandera codo a codo. Cuando el pasillo del Muñiz o del Fernández se asemejaba a los pasillos de las comisarías donde nos llevaban detenidos y detenidas la Policía de la democracia.

Sí, éramos precarios. Sin teorías ni libros, atravesados por una realidad que había que acabar como fuese, echándonos de cabeza a la militancia ferviente y frenética de ideas que se iban acomodando mientras se nos destornillaban cada una de las estanterías de las emociones.

Militar cómo apelar una detención arbitraria fue igual que aprender que habría muchos que nunca comprenderían qué significaría la palabra vejez. Esas muertes jóvenes nos dejaron marcados a una edad en la cual no debe ser necesario tener que soportar tanto dolor e incertidumbre. Cuando sólo se deben tener ilusiones.

Sí, éramos precarios.

Pero teníamos a Carlos.

La política de la memoria histórica de la figura de Carlos Jáuregui excede a su persona. Es un ejercicio de genealogía donde otros nombres deben aparecer de los silencios de los corazones apretados que los nombran en susurros. El recuerdo de Carlos, cada año, a cada momento, es una cuestión política. Un regalo didáctico a la vanguardia del piberío LGTBIQ y no binario que hoy libra otras batallas, para que sepa que venimos de otras batallas, que antes fueron otras batallas y así siempre.

Somos un colectivo de lucha, incluso desde antes de nacer, cuando nos imponen que seremos lo que dicta el dispositivo tradicional celeste y rosa.

A 25 años de la muerte de Carlos, me enorgullezco de haber sostenido una política de su memoria histórica. La tarea no fue sencilla: tirar de un hilo para hacer resurgir su legado. Confieso un poco de obsesión en la tarea; la amistad tiene esos misterios contradictorios.

Quizás lo que él necesitó se lo estamos devolviendo en cada recuerdo, en cada pintada con su cara, cada vez que se lo nombra, o se lo estudia, incluso si se lo revisiona. Cada vez que se lo cuenta o se escribe sobre él. Documentales, libros, premios internacionales post mortem. ¡Hasta una plaza y una estación de subte de la ciudad de Buenos Aires llevan su nombre! Esa misma ciudad que Carlos se animó a desafiar y donde libró su enorme batalla: conquistar derechos y leyes para el colectivo LGTBI de los cuales no pudo disfrutar ni uno solo. Murió diez días antes de que se aprobara la primera conquista legal de nuestra comunidad, el Artículo 11 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires -que se conoce como “la cláusula antidiscriminatoria”. Carlos ayudó a pensarlo y redactarlo junto al equipo legal de Gays por los Derechos Civiles.

Alguna vez escribió “ya no hay muerte que nos venza, nunca”.

Su vida, deseo, imaginación y muerte no fueron en vano.

Recordarlo es concederle esa victoria triunfal que él encabeza orgulloso, montado sobre una yegua alada y del color del arcoíris.

Que así sea.

Gustavo Pecoraro