Chile, el país del camuflaje eterno

Los militares patrullan las calles de Chile. Junto con ellos volvieron las balas. La periodista Alejandra Carmona describe qué sienten quienes vivieron la dictadura, y cómo esa historia de camuflajes –de personas y situaciones– parece repetirse en un dejavú de miedo.

Chile, el país del camuflaje eterno

Por Alejandra Carmona
23/10/2019

Las calles de Santiago huelen a pasado triste. A barricadas. A gas lacrimógeno. A sudor de varios días de marcha. A esperanza. Pero las calles de Santiago huelen, sobre todo, a miedo. Desde que el presidente Sebastián Piñera anunció que los militares saldrían a las calles, es inevitable pensar que a más de 40 años del Golpe de Estado, que dejó miles de casas huérfanas, aún hay quienes se sienten seguros si hombres y mujeres camufladas salen de sus regimientos para poner orden y pasar balas. Porque han pasado bala como si supieran que aunque le disparen a un chileno desarmado y quieto, no recibirán nada de vuelta. Es como si se hubiesen ido de viaje y regresaran a ser anfitriones impunes de una fiesta que dejaron inconclusa. 

Marchan flanqueados por tanquetas por La Alameda. Disparan a quemarropa a saqueadores de tiendas. Le disparan al “lumpen”, ese producto que el modelo económico chileno segregó y prefirió esconder en bolsones de precariedad en vez de educar. Esos grupos olvidados y pálidos en comparación a la luminosidad de las carreteras concesionadas a privados. Esos grupos olvidados en la periferia de Santiago y que incluso debieron alejarse de los parques donde el ABC1 se puede recostar sin problemas, porque en Santiago hasta las áreas verdes son para los más ricos. En algunas poblaciones casi no hay veredas para pasear a una guagua en coche o caminar sin esquivar a los automóviles de la calle.


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En muchas casas de Santiago, lo mismo que en el resto de Chile, la comida principal es el almuerzo y en la tarde solo se toma té con pan. Chile lidera el consumo de té en la región; una razón más para que todos nos sintiéramos los ingleses de Sudamérica, sin percatarnos que una tasa de té también puede camuflar el hambre. Porque Chile es el país del camuflaje: la dificultad para pagar la educación, donde un colegio privado promedio cuesta 600 dólares, se esconde bajo el lema de la meritocracia. Comprar un auto en 60 cuotas, es parte del esfuerzo de cualquier persona por tener lo suyo, aunque en esa casa nadie pueda dormir por temor a las deudas. Resistir ante una situación adversa, sin siquiatra ni sicólogo, se considera un logro del espíritu, aunque el suicidio sea la segunda causa de muerte de los adolescentes.

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Fotos: Víctor Cárdenas (@Vjotin)

Y en medio de ese camuflaje bulímico, donde cada cierto tiempo la gente vomita odio, los militares se mueven a sus anchas. Junto a los civiles de la dictadura, convirtieron a Chile en un lego de titanio que tenía fisuras pero ahora cruje. En los últimos años, hubo marchas en el país por el precio de los combustibles, por la salud, la educación y, en regiones, hasta por el olvido. Nadie escuchó. Los gobiernos estaban demasiado ocupados sacándole lustre a la punta del iceberg, mientras abajo todos nos ahogábamos.


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Ese modelo económico, que se ha movido tan poco desde su concepción original, es el que salieron a defender los militares, que regresaron a su fiesta. Pero no todos estamos invitados. 

No estaba invitado José Miguel Uribe, un joven de Curicó -una ciudad a pocos kilómetros al sur de Santiago- que recibió un balazo a pesar de que el lugar no estaba bajo Estado de Emergencia; una muerte que nos recordó a todos que los militares sólo parecen ser un río que busca siempre su cauce original. Despertar con la noticia fue volver a los años 80’. Como cuando era niña y oía los disparos que se amplificaban en el eco de la población de Estación Central donde vivía, en el surponiente de la capital. Fue como volver a sentir el temor de mis vecinos de la Villa Portales, que perdió a varios de los suyos en noches de ráfagas sin culpables. En esos momentos, los gritos de terror se coleccionaban en la garganta para no hacer ruido.

No sé cuántos vecinos perdí. Tampoco sé cuántos vecinos denunciaron al de al lado, pero en cualquier hito sangriento, están los militares. Como ese 31 de Enero de 1988, cerca de las 22:30 horas, cuando explotó el departamento 409 del Block 10 –yo vivía en el 7, a 500 metros– en un acto que nadie sabe hasta hoy si fue accidente o asesinato. Murieron tres jóvenes: Fernardo Nolberto Villalón Pérez, Claudio Andrés Paredes Tapia y Nelson Eric Garrido Cabrera. Un fiscal militar dijo que estaban manipulando explosivos dentro del departamento. Los niños de la población mirábamos desencajados, impactados, pero también acostumbrados. 

Víctor Cárdenas (@Vjotin)

Fotos:Víctor Cárdenas (@Vjotin)

Estas noches de toque queda, esas imágenes de balas, cuerpos sin nombre, extremidades sin dueño colgando de los árboles, son las que regresan una y otra vez. 

Piñera dijo que lo que estamos viviendo “es una guerra”. Pero esto no es una guerra. Es la construcción de un modelo cívico-militar que amparamos, alimentamos, votamos, aplaudimos, del que nos jactamos. Mientras caminábamos por los malls de Paullman, abajo hervía, como si fuera un volcán, la tristeza.

Lo peor de todo es lo lejano que se ve el final. Perfectamente se puede camuflar el fin de un estallido social con un par de bonos o medidas de emergencia con letra chica. Chile es un país donde todo se camufla.

Alejandra Carmona