Textos y fotos: Javier Méndez, Agustín Tirapegui y Fernando Hidalgo
El 18 de octubre a la noche, Claudio Chávez (23), estudiante de Enfermería de cuarto año de la Universidad de Los Andes, recibió una llamada. Una amiga necesitaba de su ayuda: había un herido con daño ocular en su casa. Al salir a la calle, el escenario lo impactó.
“Estaba dura la manifestación, mucha violencia en la calle”, recuerda. Aquella madrugada sólo tenía un botiquín con implementos que comúnmente ocupaba. Durante el trayecto desde el centro de Santiago supo que los heridos aumentarían con el correr del tiempo. Se prometió seguir ayudando: no podía quedarse en casa sentado viendo a gente perder ojos o con heridas de diversa consideración.
Hoy, tras unos 40 días de voluntariado, está de pie a las afueras de la sede de la Brigada Cruz Azul en la Galería Crowne Plaza, donde otros voluntarios pintan cruces anchas en el portón negro. Todo a escasos metros de un escenario que se ha convertido en un ícono central de las manifestaciones, extendidas durante poco más de dos meses: Plaza Baquedano (o como los protestantes la han rebautizado: “Plaza Dignidad”).
Así como la Brigada Cruz Azul (llamada así por el símbolo de su portón y para diferenciarse de la Cruz Roja) existen al menos una decena de grupos organizados. Cada brigada está compuesta por profesionales de la salud, estudiantes de enfermería, medicina, kinesiología y también por asistentes de áreas como turismo o tecnología. Todos llevan escudos fácilmente identificables, casos blancos, antiparras y respiradores. Son los que serpentean entre las multitudes y rescatan a los lesionados. Todo en el contexto de una crisis de heridos que comenzó tras aquel 18 de octubre. La misma que a la fecha ha dejado 29 muertos en total.
Según los últimos datos entregados por el Instituto Nacional de Derechos Humanos al 30 de diciembre de 2019, las cifras de heridos observadas en hospitales alcanzan los 3.583, de las cuales 359 están relacionadas con lesiones oculares. 2.050 de ellas han sido impactadas por algún tipo de disparo de balines, balas, perdigones o proyectiles no identificados. Es decir, 27 heridos por jornada en los 74 días de protesta durante 2019.
La pseudo calma posterior
Son las 18 de un martes de mediados de diciembre y Patricio Acosta (51) entra a la sede principal de la Cruz Roja en Avenida Santa María, comuna de Providencia. Se trata del presidente de la institución en Chile. Usando una polera polo blanca con una franja a lo largo del pecho y una cruz en la parte izquierda, es el mismo que en noviembre hizo eco en los medios de comunicación nacionales con un llamado urgente para pedir insumos médicos. Esto último ante una escasez de productos de primeros auxilios por la gran cantidad de heridos que los voluntarios asistieron durante las primeras semanas del estallido. También es quien dudó en su momento de lo correctas que fueran las cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos, alegando que “se quedaron cortos”, con el recuento de lesionados.
El rostro de aquel hijo de una madre docente y hermano menor de dos profesores (que le heredaron el compromiso social) se muestra cansado, en medio de una oficina enorme, con sillones en las esquinas y paredes de madera café impoluta, pero sigue teniendo ánimo y se siente con mayor tranquilidad. Todo porque la labor que ha hecho en las últimas dos semanas, como coordinador de los voluntarios que salen a la calle, ha sido más relajada. Si en el primer mes debían salir un grupo de 60 personas al epicentro, que queda a unos 300 metros por encima del Río Mapocho, hoy no salen más de 15 por jornada. Primero, porque su presencia es menos necesaria ante la retirada del uso de balines, y segundo, porque las temperaturas han incrementado y no quiere exponerlos innecesariamente. Para él la relación es directamente proporcional: a menos manifestantes en las calles, menor cantidad de afectados.
Acosta, un comunicador social que llegó a la Cruz Roja por acompañar a un amigo hace 22 años, aclara que la entidad autónoma no trabaja en conjunto con ninguna de las brigadas independientes que surgieron e imitaron el accionar de la institución tras las revueltas de los primeros días, pero sí han tenido comunicación con estas a través grupos en WhatsApp. Es básicamente todo. Muchos de los grupos suelen conversar entre ellos, intercambiar información, anécdotas útiles, pero no ejercen una labor colaborativa fuerte.
Los pequeños gigantes de la salud
Encima de unas mesas ubicadas en la parte trasera de una feria artesanal en Pío Nono, frente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, hay grandes bolsas blancas con gran cantidad de productos. Dentro tienen sueros, jeringas, gasas, guantes, pañales y apósitos. Son las donaciones que la misma gente ha ido a aportar a una de las brigadas más cercanas a la Plaza Baquedano. Una que en las primeras tres semanas atendió entre 70 y 150 personas por día. Y que hoy asiste de 20 a 25.
La única manera de poder subsistir siendo independiente es con la ayuda externa, dice Matías Feliú (21), uno de los tres líderes de la Brigada UST, la que está más expuesta afuera del CEAC de la Universidad de Chile. Esta misma brigada guarda muchos de sus implementos en un departamento de una vecina del mismo edificio que les sirve como pared para cubrirse las espaldas.
Los brigadistas se ayudan entre sí. Ya sea para surtir de insumos a los médicos lobos solitarios o dar un poco de comida a un grupo que así lo necesite.
Si bien tratan de hacer llevadera la labor apoyándose en lo posible y buscando ayuda en personas y rifas varias, todos los brigadistas en Plaza Baquedano y calles cercanas están de acuerdo en una problemática que los afecta: los carabineros no tienen criterio y aprovechan jornadas de represión intensa para violentar también a la ayuda.
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Reprime bien, sin mirar a quien
La semana del ocho de diciembre el puesto de la brigada Colectivo Inquieto, ubicado en un chamuscado rincón de un Banco Santander en Irene Morales, que sucumbió ante la ira de encapuchados, fue atacada por el guanaco sin motivo aparente. Antes de eso, funcionarios de Carabineros se habían acercado a ellos durante una tarde a preguntar si tenían gasolina para armar cócteles molotov. Los bidones en cuestión estaban rellenos de agua, asegura Melissa León (24), estudiante de Turismo de Aventura y brigadista del Colectivo Inquieto.
“En un principio se nos confundía mucho con las labores de la Cruz Roja”, comenta el líder de Pío Nono, Sebastián. Pero cuando esa diferencia se fue acrecentando y los funcionarios notaron que no eran los mismos, cambió el trato. Ahora la relación es como aquella que establecen con cualquier manifestante. E incluso, han entrado carabineros para detener a los heridos.
Lo anterior se suma a otra compleja situación para ejercer labores de voluntariado: las zonas que ocupan como puestos son improvisadas, a veces tienen moscas, mal olor y sus pisos no son precisamente comparables con los de un pabellón esterilizado. Aquella es la situación que enfrenta la Brigada Cruz Azul, en algo así como diez metros cuadrados. Y son también el Colectivo Inquieto, quienes en su rincón poseen grafitis que indican en letras grandes “no orinar”. Pese a todo, tienen que limpiar regularmente.
Un mes atrás aquella Avenida Libertador Bernardo O’Higgins donde está la Cruz Azul era un escenario completamente diferente: no pasaban micros y estaba repleta de gente en ambas calzadas. “La guerra se formaba acá al lado”, dice Claudio mientras apunta con su mano en dirección a Ramón Corvalán. Donde en aquel instante no hay precisamente una guerra, pero sí chiflidos y epítetos fuertes por parte de manifestantes a miembros de las Fuerzas Especiales que se paran junto a un retén móvil cubierto por manchas de pintura blanca. De ahí en más, la situación se pondría más tensa.
Claudio pareciera complicarse al mencionar que asiste a una universidad privada ubicada en Las Condes. La misma institución que no tuvo clases durante la primera semana de la crisis, pero que de ahí en adelante retomó las actividades casi de manera forzosa, según comenta. Una suerte de contradicción de escenarios, entre la comuna donde tiene clases, que no ha visto perturbada en gran medida su paz, y el punto de tensión donde se encuentra prestando ayuda. “En lo personal, no sentí el apoyo de la Facultad de Enfermería a los estudiantes que queríamos manifestarnos, siendo que podíamos haber ayudado mucho durante las jornadas intensas”, en general eran minoría y eventualmente muchos de los compañeros de él que participaron, dejaron de ir.
Los voluntarios son generalmente jóvenes, comprometidos con causas sociales, de poblaciones vulnerables o de universidades privadas estigmatizadas por lo mismo. Algunos de ellos profesionales de la salud y otros carpinteros o mecánicos. En tiempos de crisis parece que todo eso sirve, ya sea para ser escudero y proteger en un operativo a los rescatistas o bien paramédicos, para extraer perdigones y aplicar gasas.
La mayoría tiene una vocación por servir o dicen estar allí defiendo también los ideales de los mismos manifestantes. Una labor de día a día, de jornadas maratónicas y sin paga.
Son las ocho de la noche y los voluntarios se alistan, cierran y se van. Mañana deberán volver y así también lo harán hasta que los ánimos del estallido, que en un principio fue masivamente violento, se calmen.