Luis Viale

El portón del edificio de Luis Viale 1269 tiene seis siluetas pintadas de amarillo sobre un fondo negro. En un costado de una máquina de coser, dibujadas con stencil, sale un bordado que dice: “Fischberg y Geiler responsables”. En ese lugar -uno de los 200 talleres clandestinos de la ciudad de Buenos Aires- murieron cinco niños y una embarazada. La causa fue caratulada como “incendio seguido de muerte” y, después de diez años, el 19 de abril comienza el proceso oral contra los capataces. Según contó a Cosecha Roja Myriam Carsen, abogada de los sobrevivientes, “esta causa hizo visible por primera vez la situación de los inmigrantes y podría sentar precedente para otros juicios”.

En 2001, el taller de Viale fue habilitado para cinco máquinas pero empezó a funcionar cuatro años después. Desde entonces no se hicieron inspecciones y las denuncias de los vecinos fueron cajoneadas. Durante 2006, trabajaban y dormían unas 64 personas detrás del portón. En el primer piso estaban las máquinas de coser, que sonaban entre las 7 y las 23. Había un entrepiso de madera donde estaban las habitaciones. Separadas por cartones y telas, dormían sobrinos, tíos y familias completas en colchones tirados sobre el piso. El tendido eléctrico era precario y alcanzaba para los televisores y tres ventiladores, únicos lujos de los costureros.

La jornada laboral era de quince horas: de lunes a viernes y los sábados a la mañana. Les pagaban un peso por cada prenda y las cuentan no alcanzaban para alquilar una habitación fuera del taller. La mayoría no tenía residencia legal en Argentina, a los demás el capaz les retenía el documento. “Los acusados dijeron que nadie los obligaba a vivir allí, pero estaban en situación de vulnerabilidad: sin papeles, sin dinero y reducidos a la servidumbre”, contó a Cosecha Roja Juan Vásquez de Simbiosis Cultural, un colectivo que surgió después del incendio.

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En la planta baja del edificio, el baño tenía una sola ducha sin agua caliente. Durante la investigación del primer fiscal que llevó la causa, Guillermo Freile, los sobrevivientes del incendio contaron que hervían en ollas el agua para bañar a los bebés. En el entrepiso vivían 26 niños y adolescentes, la mayoría hijos de los obreros. También había un chico de 15 que trabajaba en el taller. Los más chiquitos estaban de regreso de la escuela cuando comenzó el incendio, cerca de las tres de la tarde.

El foco comenzó con un cable que se calentó hasta prender fuego el entrepiso. Esa tarde, Juana Vilca, una embarazada de 25 años, había pedido un día de descanso porque estaba descompuesta. Cuando sintió el humo, Luis Fernando Rodríguez Palma reaccionó con rapidez, sabía que su hijo Harry miraba televisión en una de las habitaciones. Luis buscó un matafuego y subió por la escalera. Intentó accionarlo, pero estaba descargado. Agarró otro que tampoco funcionaba.

El entrepiso se cayó y los bomberos tardaron en llegar casi una hora. Cuando bajaron del camión hidrante, el incendio ya estaba apagado. Harry Rodríguez de 3 años (el hijo de Luis), Rodrigo Quispe Carabajal y Luis Quispe de 4, Elías Carabajal Quispe de 10, Wilfredo Quispe Mendoza de 15 y Juana Vilca, la chica embarazada: todos murieron carbonizados.

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La mayoría de los sobrevivientes fueron trasladados al Hospital Álvarez. Algunos sólo hablaban aymara, uno de ellos ni sabía contar. Habían perdido todas sus pertenencias, no tenían un lugar a dónde ir, ni trabajo. El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires les ofreció un subsidio de residencia por menos de 300 pesos que apenas servía para alquilar una habitación. El subsidio duró seis meses.

“Fue el primer caso que visibilizó la situación de los inmigrantes en los talleres clandestinos. En Bolivia tuvo un impacto enorme”, dijo Vásquez. Después del incendio, la causa adquirió un perfil binacional. Intervino el consulado de Bolivia, que pagó el viaje y los viáticos de los sobrevivientes, acompañó a los familias con el traslado de los cuerpos para ser velados del otro lado de la frontera.

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El edificio donde funcionaba el taller clandestino estaba a nombre de Damián Fischberg y Javier Geiler, dueños de una fábrica textil. La luz, el agua, el gas estaba a nombre de los empresarios. “Era el típico taller satélite: a nombre de un tercero, hijo de un obrero de confianza, con un alquiler trucho, que sólo trabajaba para la marca de Fischberg y Geiler”, contó a Cosecha Roja Jerónimo Montero, miembro de la Campaña Justicia Por las Víctimas del Taller Textil de Viale.

La Justicia nunca llamó a los empresarios para que declaren y los desvinculó de la causa. Los únicos acusados son Juan Manuel Correa y Luis Sillerico Condori, los capataces. “El primero de ellos era la persona que figuraba en el contrato de alquiler y el otro, el contacto con los inmigrantes de Bolivia”, contó Vasquez.

El expediente judicial pasó diez años entre los pasillos del Tribunal Oral Criminal Nº 5 de la Ciudad. Dos veces la fiscalía pidió ir a un juicio abreviado (para delitos con una pena menor a tres años) que fueron declarados nulos y una vez el tribunal declaró que el delito ya estaba prescrito. La Cámara de Apelaciones le dio la razón a los sobrevivientes. “Hubo un interés de la Justicia por ralentizar este caso”, dijo Carsen. Vásquez espera que después del 19 de abril, se investigue toda la cadena de contrataciones..

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Mientras la carátula sigue siendo “incendio seguido de muerte”, los abogados de las familias esperan que sea juzgado como un “homicidio culposo” para que no prescriba. De eso depende que los acusados no sean sobreseídos.

“El primer objetivo es que se condenen a los acusados. El segundo es que se abra una nueva causa que permita investigar a los empresarios vinculados. Es necesario avanzar hacia una estrategia de condena hacia toda la cadena del trabajo esclavo”, dijo Montero. Desde el colectivo Simbiosis Cultural esperan que la Justicia siente un precedente que permita investigar a los casi 200 talleres clandestinos en la ciudad de Buenos Aires.  

Fotos: Gustavo Pantano