Por Rodolfo Palacios. El Guardián. Julio de 2011.
En esta pequeña pieza de inquilinato, que huele a productos de limpieza, caben pocas cosas: una mesa, tres sillas de plástico, una radio a pilas, una garrafa, un foquito, dos botellas de whisky nacional, cuatro vasos, dos platos, dos tenedores, dos cuchillos, tres cucharas, una cocinita, una heladera, una escoba, una pala, un catre. También hay dos estantes con 53 libros, cuatro perchas con dos camperas, un saco y cinco camisas planchadas, una caja con un par de zapatillas, dos pares de zapatos y tres cajones con más ropa. En esta pieza también cabe un viejo de 81 años, pobre, encorvado, panzón, petiso, calvo, que viste una camisa, dos pulóveres, un pantalón color caqui y zapatillas viejas. También caben tres carpetas llenas de expedientes, recortes de diarios, frases bíblicas, diez copias de los Diez Mandamientos, un poema de Almafuerte. Repartidas en los folios, como enigmas sin resolver, están las fotos de los enemigos del viejo. Él los querría ver muertos: pincha esas imágenes con alfileres y se acuesta pensando en ellos, con el deseo de despertarse al día siguiente y enterarse, por ejemplo, que murieron de un infarto, atropellados por un colectivo o en un intento de robo. Son treinta. Sus nombres aparecen en una lista. Cuando uno de ellos muere, el viejo lo tacha con una lapicera. Hasta ahora tachó a quince.
El viejo espera no morirse sin ver muertos a los otros quince. En el final de esta historia se sabrá quiénes encabezan ese listado. En el principio, se revelará el nombre del viejo: Arquímedes Rafael Puccio, contador, ex diplomático, abogado recién recibido, jubilado del PAMI, viejo verde para sus jóvenes vecinas cansadas de que él les mire el escote o les diga groserías. Ellas ignoran que ese viejo, en apariencia inofensivo, se hizo famoso en 1985 por liderar un clan familiar que secuestraba y mataba empresarios. El viejo pasó 23 años preso y ahora está libre. Vive en un inquilinato de General Pico, La Pampa, en una pieza dos veces más chica que el oscuro sótano de su caserón de San Isidro. En ese sótano –el más famoso de la historia del crimen argentino– sus víctimas clamaban por su vida mientras el viejo, afuera, silbaba un tango y barría la vereda. Como si nada.
***
Ahora también barre, pero más lento. Para el viejo, la mugre es un delito. Pasa la escoba por el patio de la pensión y renguea porque una araña lo picó en la pierna.
–La reputísima madre que lo parió, bicho de mierda. Mirá el agujero que me dejó –se queja mientras se arremanga el pantalón para mostrar la herida. Su tobillo parece una bola azulada con un punto rojo.
En La Pampa, donde vive desde que quedó libre hace cuatro años (primero se alojó en la casa de un pastor evangélico y ahora vive solo), Puccio volvió a ser noticia. Este año apareció en la tapa de los diarios locales. Pero esta vez no fue por un caso policial. Un conflicto vecinal lo llevó a la primera plana. El tema es así: el hombre que le alquila la pieza se quejó porque Puccio acostumbra a dejar la puerta abierta del inquilinato, pinta paredes sin su permiso, barre a cualquier hora, cambia los foquitos de 40 watts por otros de 150 y a veces se pasea por el patio en calzoncillos. Puccio denunció que el dueño le quiere aumentar el alquiler de 200 a 600 pesos y que lo amenazó de muerte. En lo que es una versión moderna de El conventillo de la Paloma, el propietario dice que es al revés: que Puccio lo amenazó. El viejo salió a decir que el dueño violaba a su hija. El hombre, que en la puerta de la pensión puso un cartel que dice “en este lugar no se permite la mala junta”, reconoció que pasó ocho años preso. Y lloró ante los medios.
–Cuesta imaginar que alguien se haya animado a amenazarlo a usted.
–Cualquiera que quiera joderme va a tener problemas –sentencia Puccio. Se levanta de la silla y va hacia un rincón. Vuelve con un machete.
–No te asustes con el ademán que voy a hacer. Pero si llegan a venir, les hago ¡zas! –dice Puccio mientras hace la zeta del zorro. Pese a sus amenazas, podría decirse que nunca mató a nadie. No se manchó las manos con sangre. Lo hicieron sus subordinados. A ellos les ordenaba matar.
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San Isidro. 23 de agosto de 1985. Un grupo de policías armados con pistolas y ametralladoras irrumpe en el caserón de Martín y Omar 544. El jefe del operativo decidió ignorar la amenaza de Arquímedes Puccio, el líder de la banda detenido en Parque Patricios, cerca de la cancha de Huracán, donde planeaba cobrar un rescate de 250 mil dólares.
–¡Ustedes creen que soy un pelotudo! Mi casa está llena de dinamita. Si entran, van a volar en pedazos –les dijo Puccio. Pero fue un ardid: los policías derribaron la puerta y fueron al sótano de hormigón, cuya entrada estaba tapada por un ropero. Bajaron los 18 escalones de madera, pasaron por una bodega con 500 vinos y se encontraron con una celda casera: sobre un catre, entre cuatro paredes cubiertas de papel de diario, la empresaria Nélida Bollini del Prado sobrevivía encadenada desde hacía un mes. Al lado había un ventilador y un fardo con paja. Sus secuestradores querían hacerle creer que estaba en un campo. Arquímedes fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel “Maguila” y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas. Sus vecinos creían que la familia era inocente. No podía ser que el señor Arquímedes Puccio, que los domingos iba a misa vestido de traje, hubiera arrastrado a los suyos al delito. Sintieron horror cuando se comprobó que entre 1982 y 1985, los Puccio habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.
La casona de la familia se convirtió en la mansión del terror. A algunos de los secuestrados los tenían atrapados en la bañera. Antes de convertirse en pionero de la industria del secuestro, Puccio fue diplomático. Hijo de Juan Puccio, jefe de prensa del canciller Juan Atilio Bramuglia, en 1949 comenzó a trabajar en la Cancillería. Tenía 19 años, un dato que no pasó inadvertido para Perón, quien lo condecoró por ser el diplomático más joven. Tiempo después, Arquímedes fue correo diplomático en Madrid hasta que fue echado por un presunto contrabando de armas desde Italia. Al poco tiempo militó en la fracción ultraderechista Tacuara. Se cree que su primer secuestro fue el del ejecutivo de Bonafide, Enrique Pels, ocurrido en 1973.
El clan seducía a las víctimas. La mayoría eran conocidos o amigos del barrio. La cordialidad era el señuelo mortal. En esa mansión de dos plantas y 200 metros cuadrados, Puccio coleccionaba platería y obras de arte. Sus vecinos le decían el loco porque barría a toda hora. “Hay que mantener San Isidro limpio”, decía. Barría y hablaba solo. Lo hacía para controlar los movimientos. También le decían Bernardo, por su parecido con el mudo de El Zorro, y “Cucú”, porque cada cinco minutos se asomaba por uno de los ventanales de su casa.
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En su piecita, el viejo no tiene ventanas para mirar hacia fuera. Su refugio pampeano no tiene platería ni cuadros. Sólo tres platitos floreados de plástico, sus títulos universitarios y cajas forradas con papeles de revistas y diarios. Y libros: desde Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, hasta Volver a matar, del Tata Yofre. Tampoco tiene bañera. Hay un baño compartido con otro vecino que tiene una ducha y un inodoro. Puccio no pierde la cordialidad. Es un buen anfitrión. Dice que se levantó a las tres de la mañana para limpiar su pieza y cocinar las empanadas con las que agasajará a El Guardián. La radio está sintonizada en un programa de tango que homenajea a Edmundo Rivero. Puccio rellena las empanadas con carne picada, cebolla y aceitunas.
–Gordito, te vas a hacer una panzada –me dice Puccio como si él fuera flaco.
Habla sin parar. De su pasado diplomático, de las doctrinas de Perón, de mujeres. No está solo. En General Pico tiene amigos. Uno es su colaborador: le hace los mandados, lo lleva a cobrar, a veces le cocina. Es un hombre fornido y de pocas palabras. “El abuelo es un tipazo”, me dice cuando vamos en su Dodge destartalado a comprar la carne para el asado. A la vuelta, cuando intenté bajar las bolsas del mercado, me golpeé la cabeza con un fierro oxidado de la puerta de atrás y se me hizo un corte. Volví a la pieza de Puccio con sangre en la frente.
–¡No pensarás ir al hospital por ese corte! ¡Qué flojito que sos! Te voy a decir lo que te dicen en la cárcel: esperá que ahora viene el médico. ¡Qué va a venir! Yo me hice muchos cortes como el tuyo.
Es verdad. Basta con ver las revistas de la época: en una de ellas, Puccio aparece con un corte en la cabeza. Los medios dicen que intentó matarse. Él dirá que lo golpearon los guardias. En esas revistas también aparece su hijo Alejandro, un joven que pintaba para crack del deporte argentino. El delito terminó devorándolo: murió el 30 de junio de 2008. Había intentado suicidarse cuatro veces: metiendo los dedos en el enchufe, anudando sábanas, tragándose dos cartuchos de máquina de afeitar. Pero su intento más famoso ocurrió en 1985, cuando se tiró esposado del segundo piso de Tribunales. Milagrosamente, cayó sobre un puesto de la DGI y sobrevivió.
–¿Extraña a su hijo Alejandro?
–¡Cómo no lo voy a extrañar! –Los ojos se le ponen brillosos–. Murió por todo lo que le hicieron. Ya me las van a pagar. La última bala será para mí.
–¿Piensa vengarse?
–No, es una forma de decir. La sociedad nos condenó. Nos llamó el siniestro clan Puccio, la familia muerte y no sé qué mierda más.
–¿Usted no secuestró a los empresarios ni ordenó matarlos?
–¡No! No tengo nada que ver.
–¿Quien los mató entonces?
–¡Yo qué sé! Y a mí no me interesa. Qué carajo me importa. No me voy a estar ocupando de cosas que no me incumben. Hay cosas que hay que ver, oír y callar.
–La Justicia encontró pruebas suficientes. A usted lo detuvieron in fraganti queriendo cobrar un rescate. Además los testigos lo incriminaron.
–Mentira. Todo fue armado por el juez Piotti. De lo único que me hago cargo es del secuestro de Bollini del Prado. Pero no fue por plata. Fue un secuestro político. En la jerga nuestra, una detención. Lo hicimos porque ella tenía una funeraria y nosotros sospechábamos que había enterrado dos desaparecidos. Yo era montonero.
–¿Montonero? Si usted era de Tacuara y colaboró en la Triple A.
–¡Eso es falso! Me opuse a la dictadura.
–¿Qué les diría a los familiares de las víctimas?
–Que reconozco el dolor que tienen ellos, pero no tengo absolutamente nada que ver con lo que pasó.
–¿Sigue viendo a sus hijos?
–No quiero hablar de ese tema. Sufrimos mucho y quiero cuidarlos.
–¿Ahora va a decir que eran una familia muy normal?
–¡Claro que éramos una familia muy normal!
***
Por más que se le pregunte una y otra vez, Puccio negará las acusaciones, dirá que fue víctima de un complot y se enojará. En las calles tranquilas de General Pico, la mayoría no lo conoce. Algunos concejales quisieron declararlo persona no grata. Puccio se recibió de abogado hace un año, pero no lo dejan ejercer porque está en libertad condicional. Suele entregar una tarjeta que lo presenta como “contador y abogado que atiende urgencias las 24 horas”.
–¿Usted sabe quién soy? –le preguntó una vez al cajero de un mercado.
–Ni idea.
–Mejor, pibe. Mejor.
A una jubilada llegó a preguntarle:
–¿Me tiene miedo?
–¡Se decían muchas cosas de usted!
–Todo verso, señora. Igual quédese tranquila que no la voy a secuestrar porque no tiene un peso.
En Devoto, donde fue líder de pabellón, conoció al famoso parricida Sergio Schoklender, a quien define como “un sinvergüenza”.
–Con él formamos el centro universitario. Pero es un traidor. Nos jugó feo porque siempre operaba por atrás. Una vez, todo el pabellón gritó: ¡Muerte a Schoklender!, ¡muerte a Schoklender!
En prisión también compartió ranchada con Hugo “La Garza” Sosa, el ex líder de la superbanda. Puccio recuerda una escena que podría ser considerada memorable para el hampa argentina: una noche, su pabellón festejó con alcohol, drogas y música. Los presos hicieron una ronda y pidieron:
–¡Qué baile Puccio!, ¡qué baile Puccio!
El viejo fue al centro con La Garza Sosa. Los dos bailaron cumbia y fumaron porro. Luego hicieron un trencito. En esa época, su única defensa era una faca de 20 centímetros. Jura que nunca la usó, aunque varias veces tuvo que sacarla para intimidar.
***
Es la misma faca que muestra ahora, sentado en su catre. El filo está curvo.
–Cuando te abre las tripas, te entra aire. Está impregnado de ajo para que infecte.
Puccio se cree joven. Su mente va más rápido que su cuerpo. Dice que le duele la cintura porque todas las mañanas hace un ejercicio casero: llena un balde con agua y lo tira contra una pared, a diez metros de distancia.
–¿Cuánto creés que peso?
–¿85 kilos?
–No. 96. Tocá, tocá –pide y extiende su brazo.
Lo toco y debo reconocer que no está fláccido. Pero tampoco es el músculo de un deportista. Es algo raquítico. Toco una vez más, pongo cara de asombro (es lo que espera él, que sigue con el brazo estirado y con gesto de ganador) y digo:
–Bien.
–¡Viste! Tengo un físico bárbaro. Es una bendición que a los 81 años no necesite viagra. Si no me creés, vas a encontrar los forros en la biblioteca. Fijate.
Me fijo y, entre los libros, hay una caja de preservativos. Puccio se jacta de haber estado con más de 200 mujeres en su vida.
Sus manos no se parecen a las manos de un viejo. No están arrugadas, aunque tienen algunos lunares. Sus uñas son largas.
–No las tengo así por dejado. Me las dejo crecer porque hay una gordita atorranta que me pide que le rasguñe las lolas. Mirá cómo rasguño –dice Puccio y me pasa sus uñas afiladas por el brazo izquierdo mientras se ríe como un pícaro. Me deja una línea roja. Pienso en esa mujer que pide ser rasguñada por una de las leyendas negras del crimen argentino. Los imagino y me horrorizo: el viejo decrépito persiguiéndola con la lengua afuera, aullando como un lobo feroz, con los pantalones caqui caídos hasta los tobillos, las garras filosas, los colmillos salidos y la mirada extraviada de sátiro. Si hubo hombres que se enamoraron de la envenenadora Yiya Murano y mujeres que creen que Ricardo Barreda es dulce y melancólico, en este reino todo es posible.
***
La carne está lista. Puccio controla el vacío y las costillas en la parrilla del patio de la pensión. Pincha un chorizo y lo muerde como puede. Sólo le quedan cinco dientes. Recuerdo la teoría de Lombroso: decía que los criminales mataban porque comían mucha carne. Puccio habla de sus amoríos. Su relato da náuseas:
–Estoy conociendo a una pendejita que está por cumplir 15 años. Por ahí en un rato cae. Empezó a venderme alfajores y una cosa llevó a la otra. No tengo la culpa de esa incitación pecaminosa. Este hijo de puta que está acá y éste otro (señala a su “colaborador” y a otro amigo), me decían: “Pero entrale, boludo”. Yo la veía con ojos de padre. “Si no te la comés vos, se la va a comer otro”, me decían estos guachos. La ayudaba por evangélico, no por interés, pero mis amigos me daban manija. Y parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra. Es la teoría de la fruta madura. Qué va a hacer. Muchos me dirán pervertido.
–O violador y pedófilo…
–No es así. La edad de consentimiento en la Argentina es de 14 años. Otros, en cambio, dirán: qué viejo hijo de puta, mirá que pescadito que se ha comido, la puta que lo parió. La piba es agradable y linda. Un día le dije: “Decime una cosa, mocosa, qué berretín tenés de hacerte la señorita con los ancianos. Te pintás los labios, te marcás las cejas, te pintás las uñas, andás mostrando un poquito las tetas. ¿Te das cuenta del peligro qué corres?”. Se reía. Al otro día, vino con uñas postizas plateadas. ¡Ah! Tenía el pelo suelto. Entonces les conté a éstos. “Pero si estaba preciosa, qué carajo estás esperando, es una vergüenza lo que estás haciendo”, dijeron. Les dije que ellos me estaban incitando. Cuando les digo que todo esto voy a escribirlo en mis memorias, se cagan de risa. Siempre están esperando que les cuente qué pasó con la pendeja. El otro día, la pendeja vino y se puso a llorar. Qué te pasa, le dije. “Estoy mal, abuelo”, me dijo. “A mí no me decís más abuelo”, le contesté. Ahora me vas a decir Arqui. Y cuando estemos acá adentro, me vas a tutear. Afuera no. ¿Estamos? El otro día vino como a las nueve de la noche. “Qué haces tan tarde.” “Le traigo estas rosquitas. Necesitamos la plata porque nos cortaron el gas.” Le dije: “No llores, podemos conversar”. “Bueno, gracias abuelo.” Ya te dije que no soy más tu abuelo. “¿Por qué?” “Porque me gustas mucho, pendeja.” Y la agarré y le acaricié la cola. “Qué ganas de apretarte que tenía”, le dije. Después le pregunté cuánto era el asunto. “Son 28.” Le di 50. Y así quedaron las instancias. Como no tiene ropa fui a la feria a comprarle un saquito. Me salió 15 pesos. Una ganga.
Puccio muestra el saco: es pequeño. Preferiría que dejara de hablar. Pero sigue:
–No temo volver a la cárcel porque no le hice nada. No hago nada si no tengo el acuerdo de ella.
Después del almuerzo, Puccio camina hacia la casa de un amigo, donde guarda un Fitito que compró por dos mil pesos.
–Se parece a El Padrino –le digo al verlo con una boina.
–Me hubiese gustado ser un padrino de la mafia. Bue… mi abuelo, Salvatore Puccio, era mafioso en Sicilia. Antes de venir al país se cargó a un par. Qué lindo mi Fitito. ¡Voy a llevar a pasear a las chicas!
En su mejor momento, Puccio andaba en un Ford Falcon cero kilómetro. Pero eran otros tiempos.
***
Ya es de noche. Puccio sigue hablando. Dice que tuvo el placer de estrecharle la mano a Perón, a Franco y al mariscal Tito. Se pone de pie cuando menciona a Fidel Castro, “que hizo grande a una islita de mierda frente al poderío yanqui”. Enciende el horno y rompe un huevo para pintar las empanadas. Ofrece whisky Criadores. “No me pidan hielo porque es un quilombo esta heladera hija de remilputa y la puta que la parió, conchuda de mierda”, grita. Mientras comemos empanadas y él toma whisky, miro sus carpetas. Hay cartas en las que denuncia a los guardias por torturas, recortes de diarios y escritos religiosos. Entre ese material hay una foto recortada de una revista en la que aparece el periodista Facundo Pastor con su esposa. Pastor lo descubrió hace siete años violando el arresto domiciliario para comprar golosinas en un kiosco. La foto está pinchada.
–¿Tiene una foto de Pastor?
–Ah, sí, lo tengo ahí, sí.
–¿Se puede saber por qué?
–A ése le voy a dar. Ése me jodió la vida.
–¿Qué le va a dar?
–Un tiro en la nuca. Por hijo de puta.
–¿Lo dice de verdad?
–De verdad, de verdad.
–Lo que está diciendo es gravísimo.
–No lo voy a matar. Dios no permite eso. Pero a este tipo le gusta escrachar gente. Por su culpa perdí el arresto domiciliario. Los periodistas fueron a joder a mi esposa Epifanía. Me cagó la vida, ése.
–¿Quiénes son sus otros enemigos?
–Piotti, a quien una vez le pinché una foto. Tengo 30 enemigos. Quince han muerto. Los he sobrevivido. No moriré sin ver muertos a los que quedan. Sobrevivo porque soy un mago de las finanzas. Hago milagros. Me arreglo las zapatillas, me coso la ropa. Muchos dicen: la puta, este tipo no es nada fácil, lo mismo que estarás pensando vos. Me atrevo a pensar eso. A lo mejor estás asustado y no lo querés demostrar, che. Yo le pregunto a la gente si me tiene miedo.
–¿Y qué le dicen?
–Se cagan de risa.
–¿Si mi nota no le gusta también aparecerá una foto mía en su carpeta? –le pregunto.
Arquímedes no dice nada. Me mira callado, como si no le hubiese dicho nada.
–Si no le gusta lo que escribo, ¿pasaré a integrar su lista de enemigos?
–Quédese tranquilo. No pienso matar a nadie. Escriba lo que quiera. Cada uno es dueño de sus acciones y en este bendito país vivimos en libertad –responde. Luego sonríe, guiña un ojo, pide el último brindis (por la patria y el futuro) y vacía de un trago su vaso de whisky.
Foto de Nacho Sánchez, gentileza revista El Guardián.
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