Crímenes de odio. Un perfil sobre Quetzalcóatl Leija Herrera, activista gay asesinado en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero, en mayo de 2011.
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Morir apedreado por ser gay
Desde México, por David Espino. Exclusivo para Cosecha Roja. Septiembre de 2011.
La última vez que vi a Quetzalcóatl Leija Herrera fue en un cafetín del zócalo de Chilpancingo, capital del estado de Guerrero. La ciudad –que tiene menos de 300 mil habitantes asustados por la violencia desolladora de los narcotraficantes– estaba fría y húmeda. Quetza llegó puntual.
–Deme un negro americano– dijo, me miró con picardía y se echó a reír.
Ese activista de 34 años, muy delgado y de anteojos, líder de la comunidad gay en mi estado, parecía un ombudsman con ese pantalón de gabardina oscuro, esa camisa blanca de manga larga y el chaleco recién salido de la tintorería. Todo siempre en su sitio. Ni un cabello fuera de lugar, jamás la tela arrugada, nunca un calzado sucio. Quetza era además un buen conversador, siempre atento a sus interlocutores. Hablaba cuando tenía que hablar. Leija Herrera sabía escuchar.
Seis años atrás, él mismo había fundado Ceprodehi –Centro de Estudios y Proyectos para el Desarrollo Humano Integral–. Y en ese rol también era mi fuente, en el reportaje que estaba escribiendo sobre crímenes de odio. Para él, la homofobia era un cáncer criminal que causaba estragos indecibles. Tolerante, amigable, con aspecto también de monaguillo, defendía el derecho que cada persona tiene para elegir.
Mientras tomábamos el café me dijo que en 2007 había documentado 24 asesinatos por homofobia; 30 en 2008; 20 en 2009; otra vez 30 en 2010. En total: 104. O al menos esos eran los que conocía Ceprodehi. Seguro habría más: a menudo pasan estos casos en las comunidades rurales, allí el machismo está más arraigado aún y vive el 70 por ciento de la población de Guerrero.
Estaba convencido de que la saña con que matan a los homosexuales es la marca de odio que dejan los criminales sobre sus víctimas.
–Por eso los destrozan, incluso las entrañas.
En los primeros cinco meses de 2011 se registraron 22 crímenes de odio. Pero estos últimos datos ya nos los alcanzó a dar Quetzalcóatl porque pasó a formar parte de las estadísticas a cuya investigación le dedicó los últimos años de su vida.
Quetzalcóatl era de esas personas de las que se piensa envejecerían junto con todas las cosas.
–Sabemos que con nuestro esfuerzo alcanzaremos a ver la luz de un nuevo día y con ello obtener la libertad. Libertad de ser, para hacer y para amar –decía.
El no llegó a ver la luz del 4 de mayo de este año. Esa madrugada murió apedreado en el centro de Chilpancingo, el lugar más vigilado de la ciudad, con la cara desfigurada por los golpes que le dieron con una roca.
Lo mató Manuel Alonso Sandoval Reyes: El Ángel. Aunque la fiscalía dice que el asesinato fue sólo un lío entre homosexuales, se sabe que fue más que eso. El Ángel había dicho una noche que “le quería romper su madre al pinche puto de Quetzalcóatl”.
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Quetza –así le decían sus amigos– nació en 1978. A los 27 creó su propia organización. Era respetado en la comunidad lésbico, gay, bisexual y transgénero de Guerrero. En 2008 presionó a los diputados locales para que legislaran la convivencia entre personas del mismo sexo. Hasta los diputados de izquierda del Partido de la Revolución Democrática cabildearon como los puristas del Partido Acción Nacional para que la ley se mantuviera congelada.
Así permanece desde entonces. En cambio, unos meses después, en 2009, logró que fuera aprobada la Ley para Prevenir y Eliminar la Discriminación y se suprimió la homosexualidad como un delito que el Código Penal estatal y el Bando de Policía y Gobierno municipal equiparaban con el pandillerismo, la corrupción de menores, la drogadicción y la prostitución.
Ceprodehi siguió con especial interés el desarrollo de las investigaciones de la muerte de Eduardo Pino. Desde que se asumió transexual apenas pisó la pubertad el pequeño Eduardo se hizo llamar Jessica Pino. Tenía 16 años cuando el 27 de julio de 2010 fue hallada muerta en un camino que conduce a la zona rural de Chilpancingo. Su asesinato fue brutal, producido por los golpes que le dieron en la cara y en la cabeza hasta desfigurarla, al parecer, con una roca. El mismo modo en que matarían a Quetza.
Jessica se prostituía en el bulevar de la capital guerrerense. En el lugar donde yacía su cuerpo había un condón usado. La había matado alguien quien contrató sus servicios callejeros. Después de tener sexo con ella el cliente la llevó a una área despoblada y la asesinó a golpes.
El caso podría haber sido uno más. No lo fue para Quetzalcóatl. Aunque no se ha sabido a casi un año de su muerte quién fue el homicida y nunca hubo una averiguación ministerial seria, de no haber sido por el Ceprodehi, los restos de Jessica hubiesen ido a dar la fosa común. El padre, un hombre cuarentón de nombre Ciro Pino Cruz, se trasladó de Acapulco a Chilpancingo y asesorado por Quetza, acudió al ministerio público para presentar una demanda por homicidio y a reclamar el cuerpo en los frigoríficos del servicio médico forense.
–El hombre se veía más bien avergonzado de andar en busca de un hijo que era homosexual, que había muerto así –me dijo Quetza esa tarde en el café, y mientras hablaba del padre de Jessica reflejaba una conmoción propia. Quizás con el dolor de estar hablando de su propio padre. Machista, oscuro, fanático religioso, no pudo dulcificar con la fe la relación con él y Paulina, sus únicos dos hijos.
Después del crimen de Jessica, Ceprodehi empezó a documentar los casos. “A unos los apuñalan. 10, 20 puñaladas en la cara, en los huevos. A otros los desfiguran, los lapidan. Ha habido casos en que se encuentran objetos en el culo: botellas, dildos, chacos. Hace unos años un profesor murió luego que su agresor lo violó con el palo de una escoba. ¡Así de abominable!”. Quetza quería subir la información a la ONU y presionar en el Congreso local para que los crímenes de odio se tipifiquen como delitos graves en el Código Penal de Guerrero.
–Por eso se debe demostrar que en efecto existen los crímenes contra un sector específico de la población, mujeres u homosexuales, y que no se trata de ningún invento de organizaciones pro gay o feministas, como me han dicho algunos funcionarios del poder Judicial.
–¿Quienes? –le pregunté.
–Funcionarios. Magistrados, jueces. Nombres no. ¡Me matan! –lo dijo con desparpajo, en metáfora.
La muerte nos parece tan abstracta, tan lejana. Una metáfora en efecto. Y sin embargo…
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Nadie echó de menos que la noche del 4 de mayo no llegara a casa. Vivía solo en un apartamento desde que tenía 18 años. La relación con su padre fue tormentosa. Por eso dejó su casa una vez que terminó la preparatoria. El recuerdo de su padre lo perseguía: aún veía con claridad su reacción agresiva cuando prefería jugar con las muñecas de su hermana Paulina, o cuando elegía vestir de rosa antes que de azul. Su madre, Guadalupe Herrera, profesora universitaria, le dio lugar a su marido y también reprimió las preferencias de Quetza.
La depresión y la soledad lo seguían como su sombra. Quizás de allí vino su obsesión de buscar a Dios, además de la influencia obstinada de su padre católico. Estudió desde primaria hasta la preparatoria en colegios religiosos como una estrategia de la familia que pensó que llevarlo por ese camino le corregiría su homosexualidad. “¡Como si fuera una enfermedad!”, diría después su amigo Lovoisire Luiquin Jiménez, molesto.
La autoridad del padre le pesó tanto que pensó seriamente en ser sacerdote, aunque luego Quetza aborreció al Catolicismo y buscó en otras religiones: Mormones, Testigos de Jehová, Musulmanes. Eso lo llevó a Europa. Regresó cuando iba a pasar a segundo año en la facultad de ciencias de la comunicación. Allí fue donde se conoció con Lovoisire, con quien tuvo primero una relación áspera. Paulina le había hablado de él como un tipo engreído, que se creía un genio y que era necesario tranquilizar. Pero aprendieron a quererse mucho.
El sábado 30 de abril fue la última vez que hablaron por teléfono. Acordaron platicar el jueves 5 de mayo para tomar unos tragos y afinar algunas cosas sobre el ciclo de marchas por el orgullo gay que encabezarían en cuatro ciudades de Guerrero: Acapulco, Chilpancingo, Zumpango y Chilapa. Lovoisire lo escuchó desanimado, amargado por la relación con Rodolfo, su ex novio. Ya no se volvieron a ver.
–O sí, lo vi en la plancha del forense.
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Quetza amaneció bebiendo la madrugada del miércoles 4 de mayo. Traía un pesar muy hondo. Tal vez por eso él y otros conocidos decidieron tomarse una noche larga y probar las cervezas de tres bares distintos. Iniciaron en el View, luego fueron a El Charco del Indio, regresaron al View y cerraron en el Apocalipsis. De allá venían cuando discutió con Manuel Alonso Sandoval Reyes, un chico lindo, color canela y de ojos verdes, labios gruesos, cejas pobladas y pelo ondulado. Dueño de una esbeltez de sus 20 años y de su apodo: El Ángel.
El Ángel traía sentimientos contrariados con Quetza, según testigos de la oficial Procuraduría General de Justicia que apresuró las investigaciones para responder a la presión de Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del Distrito Federal y del propio Ceprodehi. Esa noche El Ángel lo provocó, le recordó que Rodolfo, su ex pareja, lo había dejado por un transexual.
–Cállate pendejo –le respondió Quetza y se le fue encima.
Los rescoldos de su relación con Rodolfo aún estaban al rojo vivo. Como brasa recién retirada de las llamas. Primero todo fue bien. Hasta que se fue, se fue con un chico transgénero. Eso le dolió mucho, nunca se recuperó del todo y aunque regresó luego de unos meses, la vasija donde depositaron ambos su amor estaba rota y no volvió a quedar igual a pesar de los remiendos del perdón. Después Rodolfo empezó a pedirle dinero y Quetza le dijo que no. Volvió a irse.
Por eso no soportó la inquina. El Ángel, mucho más corpulento y alto que él, lo sometió fácilmente y cuando lo tuvo abajo, lo golpeó con una piedra de la jardinera de un restaurante contiguo hasta que le reventó la cara. Eran las cuatro de la mañana en el centro de Chilpancingo. El lugar estaba solo y oscuro, no llovía pero estaba nublado y sin luna.
Quetza agonizaba cuando El Ángel regresó al bar con su zapatos tenis y su celular manchados de sangre. Quizás no supo que lo había matado. Quizás sólo lo temió. Siguió bebiendo y bailó solo un largo rato junto a la barra, hasta que alterado como estaba, buscó pleito y en la calle unos policías que patrullaban el lugar se lo llevaron detenido. Unas cuantas parejas que comían en una taquería de enfrente serían testigos de cuando el escándalo llamó la atención de los agentes y lo subieron en vilo a la patrulla, prendido de la pretina de los jeans. La música quedó en el bar y el eco en la calle. Fue llevado a barandilla, una prisión provisional donde alcanzan el día los borrachitos que son arrestados durante la noche, casi siempre por lo mismo: escandalizar en lugares públicos.
En la comandancia los policías lo revisaron, le recogieron todo lo que llevaba consigo y lo metieron a una de las celdas de cuatro por cuatro metros, sin baño, oliendo a orines o a vómito. Vaginas y penes, penes y vaginas copulando están dibujados como graffiti en sus paredes. Estaría unas cinco horas, de las cinco a las diez de la mañana, no más. Pagó una fianza menor, mil pesos mexicanos –casi cien dólares–, le regresaron sus pertenencias y lo dejaron en libertad. No se dieron cuenta de la sangre de los tenis y el celular.
El Ángel salió en plena luz del día. La noticia de que Quetza había sido encontrado asesinado ya se conocía en muchos círculos, sobre todo en los policíacos y la policía tiene por rutina informar –“¿la tiene?”, me preguntó Lovoisire cuando le hice referencia de los detalles– de estos casos a las demás corporaciones para, en caso de ver a algún sospechoso, éste sea detenido. No fue el caso.
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Esa mañana, al tercer día de aquel café, un compañero de trabajo me dio la noticia. Quetza fue hallado a las seis de la mañana por los primeros transeúntes que corrían las prisas de llegar a sus empleos. La imagen que ilustró los diarios vespertinos de nota roja era elocuente: su cabeza aún encima de la roca con la que lo golpearon, su cara destrozada por los golpes que le dieron una y otra y otra vez.
El día en que Quetza fue velado en su casa un grupo de gays rodeaba el ataúd. Su padre irrumpió en la sala donde todo era llanto para lanzar un sermón al aire. Los invitó a arrepentirse del pecado, a aceptar a Dios en sus corazones. Lovoisire, se indignó.
–Callen a ese pendejo –dijo y salió dando un portazo.
Un mes y medio después del homicidio, y de acuerdo con declaraciones de testigos que aseguran haber escuchado aquella sentencia de muerte de El Ángel y haber visto sus prendas manchadas de sangre, la Procuraduría General de Justicia del estado considera probado que él mató a Quetza. Hasta tienen una fotografía suya. Y un video que fue tomado desde la cámara de seguridad de un banco que muestra la calle Morelos solitaria y luego la avenida Juárez. Se le ve a Quetza caminando, con la cabeza agachada, siguiendo a otro chico. Vienen del bar Apocalipsis. Quetza ahora alcanzando al chico en la esquina de Morelos, en el centro de la ciudad, la zona más vigilada. Discuten, incluso manotean. El aparato no capta el audio así que lo que mostró la Fiscalía fue una película muda y con mala calidad de imagen. No se identifica bien la cara del acompañante de Quetza. Aparece otra persona cuyas facciones tampoco se alcanzan a reconocer, aunque según la oficialidad está “plenamente identificada”. Los tres cruzan la calle, luego se pierden del radio de enfoque de la cámara. Desde que apareció ese video Manuel Alonso Sandoval Reyes, El Ángel, está prófugo por el homicidio.
Es todo, además de una sentencia sin juicio del procurador, repudiada por el Ceprodehi y en lo personal por lo Lovoisire. “La conclusión –decretó el fiscal llegado apenas en abril por un compromiso político con el también recién llegado gobernador– es que el asesinato se llevó a cabo por una animadversión personal entre miembros de la misma comunidad” homosexual.
–A la chingada con esto, yo ya no sigo- había dicho Lovoisire.
Y se inventó mil excusas para dejar Ceprodehi: que el trabajo, que su casa, que sus padres, cuando en realidad era pavor, y también se lo confesó a sus compañeros entre llantos. Ellos le respondieron que no, que si se disgregaban sería peor, que los iban a chingar más fácil. Decidieron que él sería el sucesor. Ya no tuvo tiempo de decir que no.
Se puso en los zapatos de Quetza. Es el actual Presidente de la organización. Ahora, en la marcha del orgullo gay, se vistió como él. A excepción de los jeans, la camisa a rayas de manga corta con tonos pastel y la corbata de arcoíris eran de Quetza; también un banderín y una pulsera con los colores que han identificado en el mundo al movimiento lésbico-gay. Todo se lo regaló su madre luego del entierro de donde regresaron juntos al apartamento para escoger algunas cosas. El resto las quemaron.
Ella, en una de las pocas entrevistas que concedió a un semanario local, dijo: “La muerte de mi hijo fue como una puñalada. Siento impotencia y coraje de que haya tanta impunidad en Guerrero. Se han cometido muchos asesinatos y la autoridad no investiga. Todo parece indicar que los casos los dejan ahí tirados. Sé que nadie me lo va a regresar con vida, pero es necesario que se detenga la violencia y la impunidad”.
Quetza decía que los crímenes de odio eran causados por una sociedad y una cultura que no supo respetar su derecho a la libertad. Libertad para amar de acuerdo con su personalidad. Estaba seguro de que sería posible construir una sociedad incluyente e igualitaria, “donde hombres y mujeres, indígenas y mestizos, homosexuales y heterosexuales, jóvenes y adultos mayores, todos, valgamos igual. Un mundo donde quepan muchos mundos”.
–De las cifras que sí me das Quetzalcóatl –le pregunté la vez que nos vimos en el café–, ¿cuántos asesinos han sido enjuiciados y encarcelados?
Quetza tomó el café y me miró por entre sus anteojos aún con la taza en los labios, la bebida humeante. La soltó sin prisa sobre el plato con un disco de almíbar en el fondo, tomó el cigarrillo que se consumía en sus últimas caladas y sin chuparlo me dijo:
–Ninguno.
Acá la muerte viaja más rápido que la información. El último asesinato fue apenas el 4 de julio, dos meses después de que mataran a Quetza. Javier Sánchez Juárez tenía 21 años. Apareció debajo de un puente, desnudo y con golpes en la cara, fuertes, reiterados, hasta matarlo.-
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FEMINICIDIOS
Guerrero está inmerso en una violencia rapaz e incontenible. ONG feministas han documentado que los crímenes contra mujeres van en ascenso. El Observatorio de Violencia Contra las Mujeres, Hanna Arendt, tiene cifras que lo muestran. En 2003 documentó 46 casos de feminicidios. En 2004, 55 crímenes; en 2005, 81 asesinadas; en 2006, 101 muertas; en 2007, 80 casos; en 2008, 91; y en 2009, 127 asesinatos de mujeres. En 2010, según lo dio a conocer la responsable de la oficial Secretaría de la Mujer, Rosario Herrera Ascencio, fueron 128 casos. Y en los primeros cinco meses de 2011, se han contado 46 asesinatos contra mujeres.
Un promedio de 95 muertas por año. Y no son sólo números. Se trata de 755 historias de vida atrás de la cifra de muertes. El Observatorio Hanna Arendt que dirige la doctora en ciencia política Rosa Icela Ojeda Rivera prepara un informe al que ha denominado Violencia de género, violencia extrema.
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La VOZ de QUETZA
Mensaje de Quetzalcóatl Leija Herrera en la octava marcha del orgullo gay realizada en Guerrero el 13 de junio de 2009.
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ACAPULCO
La ciudad de Acapulco también pertenece al estado de Guerrero. Está a 105 kilómetros de Chilpancingo. Es un destino turístico en decadencia. Sus gobernantes y los empresarios que se han enriquecido a costa de su deterioro sólo persiguen el viento con la añoranza de sus tiempos de gloria. Pero eso fue hace mucho, en los 70, aún incluso en los 80, pero no más. Ahora es de las ciudades más violentas del país junto con Culiacán, Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez. La lucha de los grupos del narcotráfico la desangran desde finales de 2005, año en que un análisis del Instituto Ciudadano de Estudios sobre Inseguridad colocó a este puerto entre las cinco urbes más inseguras. Sus pobladores, más de la mitad del casi millón de habitantes viven hacinados en barriadas y colonias sin servicios básico de agua entubada, luz eléctrica y drenaje que se yerguen en las laderas y las faldas del anfitreatro. Y tiene, además, uno de las bahías más contaminadas de los centros turísticos del mundo
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