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Melisa Marturano – Cosecha Roja.-

J. está sentado en una silla blanca en la plaza M. de Ramos Mejía. Es verano y la musculosa negra marca Zoo York que eligió ponerse esa tarde deja al descubierto sus brazos flacos y largos. La mano izquierda roza la pera y unos lentes de sol oscuros y de marco grueso le tapan buena parte de la cara. Aún así, dejan ver sus rasgos delicados y armónicos. El pelo castaño, que se adivina peinado con esmero para darle ese aspecto dejado pero con onda, cae con gracia sobre el lado derecho de la cara. Una cadena plateada y dos aros expansores terminan de pintar a este Justin Bieber vernáculo que despierta envidia en los pibes que no gozan de su popularidad. Las chicas suspiran cada vez que lo cruzan en las tardes y noches de la movida adolescente de ese barrio de clase media-alta que contradice al estereotipo construido en el imaginario sobre el Conurbano bonaerense.

J. sabe que es -y que se ve- lindo. Le sacan una foto y él la elige como su imagen de perfil de Facebook. Se gana 123 “likes”. La fama también lo alcanza en su cuenta de Twitter: más de 2.700 personas lo siguen y algunas lo convierten en tema de conversación.

Esa tarde, sentado en esa silla, J. no sabe que su popularidad va a llegar a su punto más alto cuando, un par de meses después, antes de cumplir 18 años, la muerte lo encuentre en esa misma plaza con una sobredosis de lanzaperfume. Tampoco sabe que se va a convertir en mito para sus amigos: algunos se la van a seguir “dando en la pera” y van a tatuar sus cuerpos como una especie de ritual para recordarlo. También será mito para quienes se quieren rescatar y para los padres y docentes preocupados porque su muerte los enfrentará con una realidad que muchas veces no ven.

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Si desde Capital Federal se llega a la zona Oeste del Conurbano bonaerense a través de la avenida Rivadavia, o en un tren de la línea Sarmiento, Ramos Mejía es algo así como la carta de presentación del partido de La Matanza. El municipio tiene 325,7 kilómetros cuadrados de extensión y sus 1.776.000 habitantes lo convirtieron en el más grande del país. “La quinta provincia” le dicen los políticos para resaltar su importancia y su peso electoral. A este distrito, en términos de población, sólo lo superan la misma provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza.

Como todo territorio de grandes dimensiones, La Matanza presenta fuertes contrastes. Hay zonas y barrios con asentamientos y villas y un sistema de servicios básicos en desarrollo -especialmente en el segundo y tercer cordón-, y otras con un importante crecimiento urbano y económico. En ese rompecabezas, Ramos Mejía es “la perla del Oeste”, como muchos de sus vecinos la llaman: su población es de clase media y media-alta, las calles están asfaltadas y la cobertura de servicios de cloacas, gas natural y agua potable es del cien por ciento. Más de una vez, especialmente en épocas electorales, resonó el pedido de separar a esta ciudad del territorio matancero. Es que muchos consideran injusto que sus altos impuestos municipales y provinciales se destinen a financiar obras para el resto del partido.

Si en el resto de La Matanza los últimos años de crecimiento económico y el fortalecimiento de las políticas públicas y sociales se cristalizaron en acceso a la salud y la educación y desarrollo de obras públicas e infraestructura, en Ramos Mejía la pujanza se vio en la explosión inmobiliaria y comercial. Los edificios y torres de categoría premium aparecieron en la zona céntrica, y el valor del metro cuadrado y los alquileres cotizan casi igual que en los barrios porteños de Caballito, Palermo o Belgrano.

Avenida de Mayo, la columna vertebral de la localidad que nace en Rivadavia, frente a la estación de trenes, y sus calles aledañas se poblaron de comercios, bares y restaurantes de grandes cadenas que siempre están repletos. Cuando un local se vacía, no suele pasar más de un mes para que vuelva a alquilarse.

Pero en este Palermo matancero, que intenta ser una postal del orden y el progreso, las cosas también pueden salir mal.

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Es la madrugada del 1 de abril de 2015 y J. decide salir con sus amigos. El plan es juntarse en la plaza para después terminar la noche en algún boliche de la avenida Gaona, ubicada a seis cuadras de la plaza, del otro lado de las vías del tren Sarmiento. Antes de irse de su casa, J.  escribe en su cuenta de Twitter un mensaje que se convierte en aviso.

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Al rato, vuelve a tuitear.

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Cuando llega a la plaza y se encuentra con sus amigos, la rutina es la de siempre. Trepan los dos escalones que los separan del escenario que está justo delante de la calesita  y arrancan una nueva ronda que mezcla tragos de alcohol y cigarrillos de marihuana. Juan saca su “frasquito” de lanzaperfume, un líquido de color claro, mezcla de éter, cloroformo, cloruro de etilo y una esencia perfumada, que se vende en pequeños frascos de vidrio por 50 pesos. Lo esparce en su manga y aspira para encontrarse con ese estado de euforia que dura unos pocos minutos después de cada inhalación.

La acción se repite sin pausa. Saca un segundo frasco. Se desvanece. Los pibes le tiran agua en la cara. Vuelve en sí. Está sobresaltado. No quiere parar.

– Rescatate, cortala acá-, le dice uno de los chicos del grupo. Juan no hace caso. Lo obliga a darle un par de cachetazos y a tomarlo del cuello para que entienda.

Pero no.

Al rato, J. empieza a convulsionar. Esta vez, los intentos de reanimación no tienen efecto. Cuando llega a la guardia del hospital San Juan de Dios, a cinco cuadras de la plaza, tiene dos paros cardíacos. La autopsia y las pericias que semanas después ordena la Unidad Fiscal de Instrucción de Homicidios de La Matanza para averiguar las circunstancias de su muerte confirman un paro cardiorespiratorio traumático provocado por una sobredosis de lanza.

En cuestión de días, 274 personas retuitean su último mensaje y 381 lo marcan como favorito. Y esa foto en la plaza que sigue apareciendo en su perfil de Facebook se reproduce como una catarata a través de las redes sociales, una suerte de in memoriam virtual. Esa identidad juvenil tan fuerte que había construido J. no se apagó con la muerte. Es más, su ausencia sólo parece haberla reforzado.

Ahora, en ese escenario en el que pasó su última madrugada, hay una pintada que sus amigos hicieron para recordarlo: “J. siempre presente 1997-2015”.

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En las clases medias urbanas, el consumo es complejo: comienza como una especie de moda, se potencia desde el grupo de pertenencia y es accesible por la disponibilidad de dinero para comprar las sustancias.

Marina tiene 16 años y va a una escuela privada en Ramos. No tiene un consumo problemático, no probó drogas ilegales, pero siempre que sale con sus amigos toma alcohol y a veces “se pasa”. Aún así, sabe que algunos de sus compañeros de escuela y de otros ámbitos en los que se mueve son su puerta de acceso directo para el día en que tenga ganas de probar por primera vez.

-“Por 200 pesos conseguís un 25 de prensado re piola”, me dijo un amigo ayer a la mañana. Yo sabía pero medio que me shockeó- dice.

Marina cuenta que la muerte de J.-“un pibe que todos conocíamos en Ramos porque era el típico chico lindo, copado y popular”- despertó un interés particular. “A partir de la muerte, muchos de mi curso probaron lanza porque querían ver qué onda”. El acceso al consumo es simple y es el mismo entorno el que puede habilitarlo. Ella lo ejemplifica con un chat que tiene con un amigo por Whatsapp.

Marina: Estás? Necesito hacerte una pregunta.
Tonga: Dígame.
Marina: ¿La lanza es fácil de conseguir? ¿Es como la marihuana en la plaza?
Tonga: ¿Para vos? Es re fácil de conseguir, es barata y te hacés una banda de guita.
Marina: ¿Cuánto sale más o menos? Se vende por frasquitos, ¿no?
Tonga: Claro. Yo tengo acá jajajaja

Marina: ¿Cuánto sale cuando la comprás antes de agregarle el precio tuyo de “reventa”?
Tonga: 40 o 50 pe, aumentó una banda, antes salía 20. Igual yo no me doy más con lanza, onda era una vez cada tanto, pero siempre es pepa o faso. Más pepa que faso, pero la pepa no es tóxica ni adictiva.
Marina: Macho, sí es tóxica, si no sería legal.
Tonga: Hubo un tiempo en que era legal, medicinalmente se usaba. Te aseguro que si es por cuestión de vicios, el faso es más que la pepa.

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En el entramado social que van construyendo los adolescentes de clase media, las redes sociales ocupan un lugar central. El intercambio cara a cara y la notoriedad que ciertos grupos adquieren en los territorios donde socializan se potencian a partir de los intercambios en Facebook, Instagram y Twitter. Allí, la popularidad también se va montando y midiendo a través de likes, retuits y menciones.

Antes de morir, J. era una especie de estrella adolescente en el terreno real pero también en el virtual, donde era usual que se convirtiera en tema de conversación.

En ese plano en que J. se movía con gracia y habilidad, contestando los mensajes de sus “seguidoras” que querían indagar acerca de sus gustos y preferencias de todo tipo como si fuese el ídolo teen del momento, su muerte no pasó desapercibida.

Así, su ausencia potenció esa fuerte identidad juvenil de la que era dueño junto a sus amigos, con quienes había formado un grupo al que denominaban con las siglas de la plaza  en la que pasaban tardes y noches y que era parte de su capital identitario. En las biografías de Twitter e Instagram, así como en los hashtags usados para contar el devenir de su cotidianeidad adolescente, el nombre es una referencia constante. Igual que la alusión a las situaciones de consumo, como la que puso en evidencia J. la misma noche de su muerte. En esa realidad virtual, ellos construyen sus propias reglas.

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La construcción de la identidad adolescente y juvenil hoy está mediada por las redes sociales, y los rituales en torno a la muerte también toman su lógica en ese mundo paralelo. Los amigos de J. hacen una referencia constante a su ausencia, especialmente cada día 1, cuando se cumple un  nuevo mes de su muerte.

También recrean una presencia ficticia: retuitean mensajes de su cuenta (que sigue abierta), lo arroban y le escriben como si puediera leerlos, suben videos para recordar los momentos compartidos. Incluso, algunos tomaron la fecha de su muerte o frases como “qepd hermano” para resignificar los modos en que se presentan y participan en sus cuentas en las redes sociales.

Además de los rituales virtuales del duelo y la exteriorización de ese dolor, los amigos de J. también pusieron su cuerpo a disposición de su construcción identitaria como grupo. Así, exponen en las redes sociales los tatuajes que reivindican la pertenencia a al grupo y el homenaje que se lleva en la piel para recordar al amigo que ya no está.

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– Yo fumo desde los 13. Me convidó un amigo de la plaza y, después, empecé a comprar o a pedirle a los pibes. Le compro a conocidos, a algún transa o a mis amigos, porque la mayoría vende. No me gusta hacerlo, mi idea es plantar porque es más sano fumar flores que prensado, que es una mierda, pero prefiero caer en esa hasta que coseche lo mío antes que no tener nada y ser un careta-, dice Tomás.

Tiene 16 años y vive con su papás y sus dos hermanas mayores en un barrio más alejado del centro de Ramos. Su familia es la típica familia de clase media urbana: la mamá es profesional médica, el papá tiene un comercio propio y las hermanas trabajan y estudian en la Universidad. Suelen vacacionar en el exterior.

El año pasado, Tomás empezó a cultivar sus propias plantas de marihuana. Primero fueron cinco, de las que sólo prosperó una. Ahora tiene seis, a las que les armó un indoor en su habitación, además de otras tres que dejó a cuidado de un amigo. Para que su intento no fracase otra vez, empezó a comprarse revistas con las que aprende a cuidarlas, compró semillas a un banco español a través de Internet (que recibió por correo) y consiguió otras a raíz de su contacto con “cultivetas”, como llama a las personas que “están en la movida y tienen las mejores semillas”.

Tomás es un tanto tímido y le cuesta abrirse. Era amigo de J.  y formaba parte de su grupo de “rancheada”, pero su muerte sigue siendo un recuerdo doloroso del que no quiere hablar. En cambio, puede pasar horas contando cómo crecen sus plantas, los tipos de semillas que hay, sus efectos y los catálogos que lee para comprarlas. Cree que “cultivar es la verdadera onda porque comprarle al transa sirve sólo para alimentar un negocio”. Aún así, como todavía no tiene su cosecha propia, sigue consumiendo prensado.

– Obviamente, preferiría comprar flores pero para lo que yo necesito no me alcanza la plata, entonces me compro cien pesos de faso y ya está, tema solucionado. Si fumo yo solo, cien pesos, de los que armo siete cigarrillos, me duran dos días. Pero si fumo con amigos, desaparecen en horas-, cuenta.

Los papás de Tomás ya aceptaron su situación de consumo, pero él sabe que todavía es un tema conflictivo en su familia.

– Al principio, se me armó el re bardo por las plantas, pero yo les explico a mis viejos desde los 13 años que la marihuana no es lo que ellos piensan. Les cuesta entender porque son de otra época y ya vivieron toda su vida pensando igual y nadie les había hablado del tema. Cuando yo les conté, me querían internar por fumar faso, así que imaginate lo ignorantes que eran. Y ahora, aunque no están contentos, me dejan tener plantas para no fumar prensado.

A Tomás no le gusta estudiar, cree que la escuela no le va a servir. Este año perdió su matrícula en el instituto privado de Ramos al que iba porque ya había repetido dos veces. Ahora intenta terminar el secundario en una pública de Lomas del Mirador que le ofrece una modalidad acelerada de tres años. “Me fumo uno y estudio así porque, si no, no hay chance”, reconoce.

Para no depender económicamente de su familia, tener plata para comprar la marihuana que consume y salir cuando quiere, desde abril trabaja en un pequeño comercio de su barrio. “Me puse a laburar desde pendejo porque me quiero ganar lo mío, no quiero que me mantengan y además eso me da libertad y no me pueden romper mucho las bolas”, explica.

La naturalidad con la que habla de su acuocultivo contrasta con la incomodidad que siente cuando se trata del consumo de otras sustancias. Lo que percibe es que razona que drogas que él considera más duras pueden acarrear otro tipo de consecuencias, a pesar de que disfrute de la sensación que le generan.

– Lo mío es el porro, no me gusta hablar de otras cosas, pero te puedo decir que probé LSD y pepa. Es un mambo que me encanta y que si pudiera lo haría siempre, o sea, si quiero lo hago todos los días, pero te lima el cerebro. La posta es fumar flores todos los días. La marihuana la uso como algo cotidiano, lo otro es como un “gustito” cada tanto. Ponele, si me voy a bailar un sábado, me colo media pepa, la paso bien un rato y listo-, cuenta.

La experiencia de sus amigos y los efectos a largo plazo a nivel físico le plantean una barrera que prefiere no pasar.

– Tengo amigos que lo hacen 15 veces por mes, pero eso te quema el cerebro y yo no quiero terminar así. En un momento estaba más en esa, pero me rescaté y dije “esto es una mierda”, no te deja pensar. Mientras estás en ese estado, sí, es re piola, no te da resaca ni nada, ni te enterás de todo lo que escabiaste, pero ¿cómo te puedo explicar? Te lima el cerebro, corta. A mí me gusta ponerme un límite porque tampoco quiero ser un cachivache.

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Las situaciones de consumo problemático de sustancias enfrentan a los adolescentes al mundo adulto con una serie de dilemas que a veces no pueden resolver. Cuando murió J. por ejemplo, la intervención del equipo de orientación escolar no fue suficiente para algunos de los compañeros, como tampoco el contacto con las familias de los estudiantes que estaban más afectados.

“Dos de sus amigos no pueden lidiar con ese duelo y entendemos que es tremendo lo que les pasó, pero esto fue en abril y todavía ellos no repuntan. Les pasa cualquier cosa, o los llamás para hablar de otros temas, y lo primero que te dicen es: ‘Bueno, pero yo era el mejor amigo de J.’. Como me comuniqué varias veces con las familias y me dicen que ya intentaron ir al psicólogo y no quieren, acudí al Servicio Local de Promoción y Protección de los Derechos del Niño que funciona en La Matanza”, cuenta Liliana Carreras, directora de la institución. A partir de ese contacto, se logró una articulación con el Centro Provincial de Atención a las Adicciones (CPA) que funciona en Ramos Mejía, una institución que, tras largos períodos en conflicto, ya tiene un lugar físico estable donde funcionar.

Para dar respuesta a la demanda de la escuela de J.  las psicólogas armaron dos talleres con los chicos de cuarto año para empezar a poner el tema sobre la mesa. “Buscamos construir preguntas y una estrategia en conjunto a partir de sus recursos y que se comprometan en el armado de la herramienta, en lugar de bajarles una receta como solución. En los talleres tampoco buscamos darles información a los chicos sobre el tipo de drogas que consumen, ni sobre qué componentes tienen porque ellos tienen más información que nosotros y ese no es el camino. La idea es que puedan generar un espacio de introspección, de preguntarse qué le pasa, de generar preguntas y tampoco abordarlos desde la moral porque no ayuda. Nuestro objetivo es despertar el interés, generar una demanda y que la escuela se quede con herramientas para que pueda multiplicar la experiencia”, explica Mariana Martínez, una de las profesionales que participó de los talleres.

Para Carreras, lo que pasó con J. y la reacción de las familias tras esa muerte muestra una problemática que suele atravesar a muchos de los 300 alumnos de la institución, en su mayoría de clase media y media-alta. “Los problemas más comunes están vinculados con la soledad. Se manifiestan como bajo rendimiento, como problemas de conducta y desinterés, pero cuando se escarba es básicamente una manera de llamar la atención, de decir “acá estoy” y necesito que me den un poco más de bolilla. Los chicos pasan mucho tiempo solos”, dice.

La escuela intenta hacer pie cuando las familias se muestran desbordadas por una situación conflictiva. Pero el alcance de ese abordaje está limitado por las mismas barreras institucionales y por la concepción de que su rol prioritario es el educativo y pedagógico. La directora lo pone en palabras: “Muchas veces me enojo por la cantidad de cosas que se le demanda a la escuela, pasamos nada más que cuatro horas con ellos ¿y se supone que tenemos que ver si están bien, si tienen problemas de adicción, si se alimentan correctamente y, encima, educarlos? Creo que se cargan demasiado las tintas sobre nuestra tarea”.

* La crónica es parte del informe de 2015 del IJóvenes. Para leerlo completo, clickeá acá.

Nota publicada el 17/12/2015