Metropolitana-BordaEl diccionario de la Real Academia Española nos enseña que disolver significa destruir o aniquilar algo.

Disolver es lo que propone el nuevo Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas cuando las negociaciones disuasivas no dieren resultados para despejar la vía pública de protestas, el programa presentado por la Pato en Bariloche, el 17 de febrero.

No deseo ponerme dramático ni apocalíptico, pero el verbo disolver me trae ciertas reminiscencias de cuando los militares de los setenta hablaban de los elementos disolventes, a los que sabemos cómo les fue. Ese es otro tema. O no. Y también me recuerda lo que significó aniquilar, que para la RAE es sinónimo de disolver.

Todos apostamos a que en este contexto las negociaciones disuasivas lleguen a buen puerto y no haya necesidad de disolver, pese a que la ministra ha sido bastante terminante a este respecto: “Les vamos a dar cinco minutos, les vamos a decir que se vayan por las buenas, y se van o los sacamos”.

Y creo que las preocupaciones son más que justificadas. Tenemos muy vivo el recuerdo de las ocasiones en que las fuerzas de seguridad disolvieron manifestaciones públicas. Como lo ocurrido el 19 y 20 de diciembre de 2001 en el centro porteño, o la denominada “Masacre de Avellaneda” del 26 de junio de 2002, cuando la policía asesinó a los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, o la represión de los trabajadores ferroviarios tercerizados, donde la víctima fue Mariano Ferreyra, el 20 de octubre de 2010. El 22 de diciembre, Gendarmería reprimió a los trabajadores de la empresa Cresta Roja y el 20 de enero a los revoltosos niños de la murga Los Auténticos Reyes del Ritmo, de la villa 1-11-14, en ambos casos empleando balas de goma. Y podríamos seguir con la lista sobre el modo en que las fuerzas de seguridad proceden al momento de disolver protestas sociales.

¿Han cambiado la cultura y prácticas policiales para asegurarnos que el verbo disolver no sea conjugado en la forma que conocemos? Omitiré la respuesta, en homenaje a la inteligencia de los lectores.

El Gobierno nacional toma claro partido en favor de los ciudadanos hartos de que los piquetes entorpezcan su constitucional derecho a circular libremente por la vía pública, sin molestias ni interferencias. Y también toma claro partido contra las manifestaciones inorgánicas, que superen los límites de una forma prolija y ordenada de protestar, sin afectar derechos de terceros.

Independientemente del modo en que debería dirimirse la tensión existente entre derechos de idéntica jerarquía constitucional (el derecho a manifestarse y a circular), y pese que la Corte Interamericana ha proporcionado claras pautas orientativas para proceder en estos casos (ponderación de intereses en juego y formas de conciliarlos), lo cierto es que se espera un escenario de protestas como hecho natural de la vida pública. Al Gobierno no parece representársele, ni por las tapas, la posibilidad de hacer cesar los motivos que originan las protestas. Muy por el contrario, la reacción estatal consiste en responder a los efectos, dando por hechas las causas, las que son indiferentes.

Esta columna no es el sitio para hacer un análisis jurídico del Protocolo, pero sí me atrevo a insinuar la relatividad de la categoría ontológica de ciertos delitos y, específicamente, del entorpecimiento de la circulación en la vía pública. La realización de espectáculos (maratones, carreras automovilísticas, recitales) cierra la vía pública y nos obliga a hacer importantes rodeos para seguir la marcha a nuestro destino. Del mismo modo, las obras públicas que convierten en un calvario el tránsito por determinadas arterias. Son actos aislados, limitados en el tiempo, pero que su reiteración los convierte en un hecho urbano permanente. A nadie se le ocurriría hacer una denuncia penal por afectar el derecho a la libre circulación. Sin embargo, en un ejercicio selectivo con un fuerte componente discriminatorio, muchos ciudadanos y ciudadanas que toleran pacientemente estos inconvenientes de la vida moderna, declaran su manifiesta enemistad a quienes se atreven a protestar y exigir al Estado la adopción de medidas como las que propone el Protocolo. Aún a riesgo de poner en peligro la paz social.

El futuro inmediato nos indicará, de modo claro y contundente, si los presagios de escaladas de violencia y confrontaciones para afrontar la conflictividad social son meros augurios alarmistas o la reiteración de historias que conocemos. Nunca deseé tanto equivocarme en el pronóstico.

* Director Ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez del Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea