Militarizar la política de seguridad -como sugiere el decreto de emergencia firmado por la vicepresidenta Gabriela Michetti- ha fracasado en el mundo. La medida se dicta sabiendo de ese fracaso y con demasiadas incógnitas.
¿A qué llaman emergencia? A todo y a nada, y en eso reside su mayor peligro. El decreto disfraza y encubre su verdadero propósito. Se invocan allí una cantidad de fantasmas extraídos del libreto de las nuevas amenazas que imperialmente se ha escrito para nuestros países -como si Ciudad Juárez, La Paz o Ushuaia fueran lo mismo cuando hablamos de conflictividad y crimen organizado-.
La indefinición es pura maniobra de ocultamiento. Sus efectos, la imposibilidad de controlar los resultados, los gastos que podrían hacerse en su nombre y los costos que va a producir. Sin diagnóstico de partida, ¿quién estará en condiciones de evaluar los resultados de llegada? ¿Quién podrá auditar los gastos que se habilitan bajo la modalidad de contrataciones directas?
Si el mismo decreto dice que la emergencia es de alcance nacional, ¿cómo es que su implementación se sujeta a las adhesiones de las provincias? ¿En base a qué criterios se repartirán fondos entre 24 provincias que fueron declaradas en emergencia como si fuera un país uniforme? Las preguntas son infinitas.
La declaración de emergencia en seguridad posee una función instrumental con lo que se sabe serán las consecuencias de políticas de desregulación y consecuentemente desmantelamiento de derechos, por un lado, y el relajamiento notable de los resortes mínimos que permitirían tomarse en serio la gestión de las formas más gravosas desde el punto de vista de su dañosidad social, a saber, el crimen organizado, la captura ilegal de renta para los mismos siempre y el descontrol financiero, por el otro.
La paupérrima justificación que acompaña el decreto recurriendo a la pomposa soberanía nacional, esconde bajo la alfombra todos los factores de poder local y territorial, saber, policías, políticos y empresarios que son notas más realistas para comprender el cómo transcurre entre nosotros al fenomenología del crimen organizado.
Para ser eficiente, una política pública tiene que estar basada en evidencias que indiquen por qué un gobierno decide tomar un camino u otro. Cuando se juega con declaraciones del tipo “tenemos que evitar ser Colombia o México” no sólo se corre por el filo de lo peyorativo y lo racista. También se niega la realidad llamando “daños colaterales” a lo que fueron las consecuencias más directas de aplicar estas políticas en aquellos países: persecución de la disidencia, aumento en las desapariciones forzadas de personas, captura criminal de las estructuras estatales, corrupción de las fuerzas armadas, aumento exponencial del lavado de activos, abusos de las fuerzas policiales y nula eficacia frente al crimen organizado.
Esas son las auténticas lecciones aprendidas que se desoyeron aquí mientras el mundo insiste en reconocer el error. Tanto así que los ex presidentes de esos mismos países llevan varios años asumiéndolo en primera persona y reclamando un posicionamiento político distinto tal como demuestra la iniciativa de la Comisión Global de Políticas de Drogas.
La cuestión en números
Veamos algunos de esos resultados. En Estados Unidos -aun cuando desde la guerra de secesión está prohibido que el personal militar actúe en asuntos de seguridad interior-, se ha corrido la vara desde fines de los 80 en adelante mediante programas de transferencia de recursos logísticos y presupuestarios desde el Departamento de Defensa hacia las policías federales, estatales y locales. El “Programa 1033”, por ejemplo, significó un importante impacto presupuestario en el sector defensa de recursos volcados a la seguridad interna con excusa en el narcotráfico, luego diversificado por las consecuencias del 11-S.
Ese proceso se remonta en sus orígenes a la reacción política post Kennedy frente a conflictos sociales derivados de las lucha por la igualdad y contra el racismo. Con esa política los gobiernos locales accedieron a la extrema militarización de sus cuerpos policiales: sólo tuvieron que invocar al cuco de las drogas.
Es claro que puertas adentro los objetivos geoestratégicos no dominan la escena pero como bien demuestra la investigación de Michelle Alexandre, El color de la justicia, eso que llaman guerra contra las drogas es el nuevo sistema de segregación racial. Hoy tienen encarceladas más personas de minorías raciales que en ningún lugar del mundo, tanto que los afrodescendientes recluidos en cárceles estadounidenses superan a los que había en Sudáfrica en el momento más álgido del apartheid. De mantenerse las tendencias actuales, uno de cada tres jóvenes afroamericanos cumplirá condenas penales.
De hecho, los levantamientos populares a partir de veredictos de no culpabilidad o decisiones del gran jurado de no someter a juzgamiento homicidios cometidos por policías blancos sobre jóvenes negros -particularmente a partir de los sucesos de Fergurson, Missouri- pusieron en evidencia no sólo el racismo estructural sino el desborde militarizado de las fuerzas policiales locales.
Como señalé más arriba, creado a fines de los 80, vigorizado por la Administración Bush y luego sostenido sin retrocesos por las gestiones demócratas de Clinton y Obama, el gobierno federal ha promovido esa militarización de la seguridad interna: hoy, en las ciudades pequeñas tienen policías pertrechadas para la guerra que despliegan en los conflictos en los que deban intervenir aunque ellos no tengan nada que ver con el terreno – Irak, Afganistán- para el que fueron adquiridos. El aumento en la letalidad no debería sorprender a nadie. A mediados de 2014 el pentágono llevaba transferidos unos U$S 4.300 millones en equipos militares a policías locales.
En esta misma línea, según un estudio de ACLU llamado War comes home -basado en 800 procedimientos que ellos llaman redadas y que protagonizaron durante 2011/2012 grupos tipo SWAT pertenecientes a 20 fuerzas de seguridad distintas-, las comunidades negras se han vuelto zonas de guerra. El gobierno federal, a través del Programa 1033, transfirió recursos militares sin ningún control a más de 17.000 fuerzas de seguridad local, estatales y federales: U$S 1 millón en 1990, U$S 324 millones en 1995 y U$S450 millones en 2013.
En México, según Human Rights Watch, la militarización de la guerra contra las drogas (iniciativa Mérida mediante) aumentó 900 por ciento las quejas por abusos policiales y militares entre 2011 y 2013.
La guerra contra las drogas es además responsable directa de la feminización de la población carcelaria y del ensañamiento extra que pesa sobre los migrantes. En cualquier parte del mundo, mucho más de la mitad de los casos de drogas caen sobre poseedores con pequeñas cantidades y vendedores al menudeo, nunca sobre los dueños del negocio. En Estados Unidos, por ejemplo, las detenciones por posesión de marihuana en pequeñas dosis representaron el 80 por ciento del aumento de las detenciones por drogas en los noventa.
¿Y en casa, como andamos? Sobre un total de 24.599 causas iniciadas por violaciones a la ley de drogas en todo Argentina, el 76 por ciento fueron tenencias para consumo y tenencia simple, las modalidades más rudimentarias en el rubro. Sólo en un 8 por ciento de ese total se trató de causas vinculadas a comercio, almacenamiento y transporte, es decir, algo más sofisticado. Si el decreto de gobierno de Macri hubiera consignado estos datos, hubiera quedado en evidencia cuán inapropiada es la herramienta para los fines que declara.
La libertad en emergencia
La emergencia se declara sin que haya un sólo anuncio sobre cómo van a reformarse las instituciones policiales – una de las cuestiones pendientes de la democracia- o qué mecanismos de control sobre el uso de la fuerza o rendición de cuentas van a desplegarse, entre muchas otras cuestiones que aparecen identificadas de modo contundente por un amplísimo espectro político, académico y social nucleado en torno al Acuerdo por la Seguridad Democrática (ASD).
Como correlato encontramos cartas, filmaciones, intervenciones ciudadanas que registran los atropellos policiales del día con los protagonistas de siempre: jóvenes pobres de sectores populares, trabajadores informales, incluso con descargas de violencia sobre niños y murgas que han vuelto el carnaval una actividad con riesgo de vida.
Convivimos también con un encarcelamiento preventivo sin precedentes en la historia de las causas penales por la acusación de delitos económicos, que cae en la cabeza de Milagro Sala, una dirigente social, mujer e indígena, a quien previamente se criminalizó lisa y llanamente por su condición de líder de una organización que llevaba adelante un acampe en protesta por recorte de programas que garantizaban derechos. Es el mismo país en el que el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, vive en libertad a pesar de su condición de procesado por delitos tanto o más grave en perjuicio del patrimonio de los argentinos
Finalmente, está por volverse costumbre que la Policía Federal Argentina invoque confusas instrucciones que impiden que en la Plaza de Mayo -que desde 1810 oficia como foro público- las personas ejerzan su derecho a circular si portan consignas políticas, niños incluidos, una sofisticación represiva al lado del mal llamado Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad para manifestaciones, que no es más ni menos que una decisión de traspasar a las fuerzas de seguridad la decisión de quién puede reclamar por sus derechos y quién no, qué presencias se tolerarán en el espacio público y cuáles otras serán reprimidas. Hablamos de una creciente policialización del espacio público. No hay razones para no conectar estos puntos: el asedio policial sobre los jóvenes, el retorno a la persecución de dirigentes políticos y la restricción de la expresión política en los escenarios públicos en los que transcurrió la historia misma de este país. El desmadre punitivo está a la orden del día. El infierno está dejando de ser algo por venir, volvieron los 80, volvió la postdictadura.
¿Cómo seguir? La resistencia popular debe lidiar con el desmantelamiento de mecanismos de control, de políticas con sentido protectorio y no habilitantes de violencia que, hasta hace unos meses, disputaban su eficacia con un discurso contradictorio dentro de la propia gestión pero al menos existían. Ahora se suman otras carencias. Hasta la fecha -aunque hay cientos de fiscales que defienden su condición perenne en el cargo como una garantía de nosotros los ciudadanos y no como un privilegio individual-, salvo modestas excepciones, casi no hay noticias sobre reacciones institucionales que al menos planteen la pregunta respecto de si las fuerzas policiales y quienes las conducen no están cometiendo delitos.
Esto no debe dejar caer las exigencias hacia el Congreso, lugar de debate donde urge que las demandas en torno al problema de las drogas se tomen en serio, y los únicos indicadores de seriedad a estas alturas son un propiciar un debate maduro sobre la despenalización del uso personal de drogas, una reformulación integral del sistema de investigaciones de delitos complejos y una adecuada perspectiva de salud pública que entienda la atención de las adicciones como un derecho fundamental.
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