Foto: Inmensidades
En las últimas semanas, como un efecto hiper-reflexivo en torno al cuerpo causado por el aislamiento preventivo y la ansiedad gordofóbica que implica el encierro, hemos visto surgir con muchísima popularidad una prolífica serie de videos donde mujeres jóvenes, influencers y mediáticas, posan en ropa interior frente a cámara y señalan con vehemencia, a veces incluso con esfuerzo expreso, aquellas zonas “imperfectas” de sus cuerpos que a pesar de todo “aman”. Algunas marcas incipientes de celulitis, pliegues de su piel que ellas mismas identifican como “rollos” al pellizcarlos con violencia, abdómenes empujados hacia afuera que golpean para significarlos como panza, y formas de flacidez en sus colas, brazos y piernas que vuelven visibles a través de movimientos bruscos para comprobar la falta de rigidez o fibrocidad.
Estos videos, ampliamente celebrados por la opinión pública, con millones de reproducciones en tan solo días, parece ser que buscan humanizar la representación de las mujeres a través de la exhibición de aquellas “imperfecciones” que de forma confesional demuestran que incluso esos cuerpos delgados, blancos, cis y funcionales, que las audiencias online consumen como un ideal imposible, también son humanos y presentan “fallas” que buscan aceptación.
La estrategia parecería siempre ser la misma: confieso que mi cuerpo no es “tan perfecto como parece” a través de, paradójicamente, la atención y la escucha que la belleza socialmente deseada de mi cuerpo me provee. Si bien reconozco mi delgadez (no como un acto responsable, sino porque no puedo ocultarla), acumulo empatía a través de la representación inspiracional de mis “pequeñas imperfecciones” que buscan mostrarme también como un cuerpo fallado e insuficiente.
Gracias a estos relatos de autosuperación ahora me puedo identificar tranquilamente como un cuerpo más dentro del espectro de las demandas que definen a la positividad corporal, un movimiento cultural que busca desarmar la discriminación a las diferencias corporales, especialmente las producidas por el peso y las presiones de los estereotipos de belleza. Así es como, además, a través de la apropiación y reproducción del lenguaje voluntarista del amor propio, me posiciono frente a otras como una igual, y desde una horizontalidad estratégicamente performativa desdibujo las jerarquías de poder que vuelven mi cuerpo delgado más valioso que el de otras mujeres, generando una sororidad sin matices: “Todas somos iguales porque todas somos juzgadas por nuestros cuerpos. No importa qué cuerpo tengas, porque no se trata de una competencia, todas somos igualmente víctimas de los estereotipos de belleza. ¡Amate! ¡Sé vos! ¡Tu cuerpo es perfecto así como esta!”
Paralelamente, mientras los medios masivos de comunicación aplauden estos gestos de valentía, reconociéndolos como una celebración de los “cuerpos naturales”, muchas personas gordas, especialmente mujeres, reaccionan con vehemencia ante lo que observan como una forma cada vez más común de apropiación del trabajo político de la positividad corporal y el activismo gordo para enmascarar algo extremadamente difícil de nombrar en nuestra sociedad: el privilegio de la delgadez.
Si, hablar de privilegios siempre es un problema. ¿Por qué? Porque cuesta, produce ansiedad y sobretodo mucha resistencia, pero es un trabajo urgente. Y la respuesta no puede ser el silencio, la censura o la obliteración como sucede hoy en redes sociales ante l*s activistas gord*s que tomamos posición ante el reconocimiento genuino de nuestra historia.
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Hay una premisa que diferencia al activismo gordo como un movimiento social por la justicia corporal: no se necesitan balanzas para entrar o ser parte de él. Principalmente, porque reconocemos la exposición generalizada de toda la sociedad ante la normalización corporal y la condición relacional del estigma sobre las diferencias de peso de los cuerpos. Es decir, no importa dónde, cómo o junto a quién, siempre habrá posibilidad de que alguna persona sea más gorda que otra, por comparación, por contraste. Pero eso no significa que todas lo sean, o que la experiencia de todas las gorduras, situadas o atemporales, puedan ser equiparables. Por eso urge de una vez por todas, no sólo hablar sobre el trabajo político que las personas gordas tenemos para hacer, sino también, sobre la tarea que necesitamos que las personas delgadas hagan como aliadas cuando intenten involucrarse con la diversidad corporal.
¿Cómo saber si te privilegias de la delgadez? En términos generales, es muy sencillo:
La vida de tu cuerpo no se hace más difícil o pierde valor social por la diferencia considerada socialmente excesiva de su peso. La apariencia, la forma y el peso de tu cuerpo no se consideran como un patología global a la cual se le ha declarado una guerra fármaco-médico-clínica. El peso de tu cuerpo no te expone a formas sistémicas de violencia institucional, ni te priva de una atención médica humanizada donde se respete la integridad de su diferencia, porque su tamaño tampoco es un problema para tu obra social. El peso de tu cuerpo no te obliga a pagar más dinero para conseguir ropa, para viajar o para acceder a la libre circulación en la ciudad. El peso de tu cuerpo no es percibido como el producto de una relación adictiva con la comida o como el resultado de un comportamiento compulsivo, depresivo o ansioso. El tamaño “desmesurado” de tu cuerpo no es lo primero que las personas notan, comentan o señalan al conocerte, ni se sienten invadidos por sus dimensiones. La forma física tu cuerpo no es percibida socialmente como un indicio de abandono, pereza o suciedad, no es infantilizado, desexualizado o animalizado. El peso de tu cuerpo no le quita valor a tus palabras cuando intentas denunciar una situación de violencia sexual. El peso de tu cuerpo no le quita valor a tu trabajo, a tu creatividad, a tu inteligencia, a tu determinación y a tus fantasías. El tamaño de tu cuerpo no te priva ni te silencia como un cuerpo deseante y deseado. El peso de tu cuerpo no te obliga a ser amada en silencio. El peso de tu cuerpo no se asocia con una forma de muerte lenta, con un futuro peligroso o como una diferencia que pone en riesgo la continuidad de la humanidad. El peso de tu cuerpo no se asocia con una mala vida, con una vida que no vale la pena ser vivida, con una vida de la que hay que sentir vergüenza en silencio.
¿Puede ser que algunas de estas situaciones resuenen en la biografía de algunos cuerpos delgados? ¡Claro que si! ¡No existe cuerpo que no esté socialmente regulado por estereotipos generizados de belleza que a su vez se basan en desigualdades raciales, funcionales y de clase. Pero eso no significa que todas nuestras experiencias puedan ser igualadas a pesar de la diferencia de peso corporal. La delgadez y la gordura no son sentimientos. Son diferencias materiales de nuestros cuerpos que vienen acompañadas de guiones culturales, metáforas morales y posibilidades de reconocimiento distintas. Y eso tiene que ser reconocido como tal. ¿Para qué? Para poder dar cuenta con especificidad de las relaciones desiguales de poder que se establecen entre las experiencias de nuestros cuerpos, para así poder desmontarlas y trabajar colectivamente por formas de autonomía, integridad y accesibilidad que rompan de una vez con el ciclo perpetuo de deshumanización, violencia, humillación que recae sobre nuestra diferencia.
Todos los cuerpos importan. Si, absolutamente TODOS. Pero algunos cuerpos somos más grandes que otros, y las historias de opresión sistémicas en relación a nuestro peso corporal no pueden ser invisibilizadas por estos activismos online que se parecen más al voluntarismo revictimizante del entusiasmo neoliberal y el coacheo ontológico.
Es muy importante que estas figuras públicas y creadoras de contenido hablen sobre diversidad corporal, y más aún si algunas se atreven a nombrar el privilegio delgado. Pero si eso no incluye la redistribución de la palabra, de recursos, de espacios de visibilidad, y el compromiso ético por un trabajo colectivo con aquellas historias corporales diferencialmente explotadas, para dar paso a una acción colectiva que incida sobre los modos en que estructuralmente las personas gordas somos eliminadas, sigue siendo un ritual confesional que moral y políticamente beneficia siempre a la gente delgada. Es decir, deja todo tal cual está. O incluso peor: profundiza la desigualdad que enfrentan nuestras vidas.