Tras casi ocho años empezó el juicio oral por la causa de Jonathan “Kiki” Lezcano, el joven de 17 años víctima de gatillo fácil. Kiki fue asesinado por un policía que filmó su agonía. Estuvo dos meses como NN. “Yo sé que cuando el asesino de mi hijo me vea, se va a quebrar y va a decir toda la verdad”, dijo Angélica Urquiza, su madre. Ayer declararon los policías, quienes pidieron desalojar la sala. En la puerta del juzgado se realizaron actividades como murga, radio abierta, organizadas por militantes de La Casita de Kiki Lezcano. Todavía faltan dos audiencias antes del veredicto.
Por Ornella Sersale
-¿A dónde vas, hijo?
-Me voy a ver a mi novia, má.
-Bueno, pero no vuelvas tarde. Sabés que te amo mucho yo, ¿no?
-Sí, má.
-Llevate un sweatercito, que después va a hacer frío.
Jonathan Lezcano –Kiki, como lo apodaba su familia– se ató el buzo al cuello y salió de su casa en Villa 20 recién bañado. Esa tarde del 8 de julio de 2009, se subió a un remis junto a Ezequiel Blanco, un amigo suyo, y se dirigió al barrio de Flores, a donde vivía su novia. Ninguno de los dos llegó a destino. En el camino murieron a manos de un agente de la Policía Federal.
El oficial Santiago Daniel Veyga declaró que Kiki y Ezequiel habían intentado robarle su camioneta mientras estaba de civil, y que una vez arriba del vehículo descubrieron que era policía. Según su declaración, al escuchar el ruido del arma con el que iban a ejecutarlo, sacó su revólver y disparó tres veces.
“Supuestamente, Ezequiel estaba armado en el asiento de atrás, y Veyga estaba adelante con Kiki, que también estaba armado. ¿Cómo hizo el oficial para, en el mismo momento, girar y dispararles a los dos? No se lo cree nadie”. Angélica Urquiza, la madre de Kiki, no entiende por qué a su hijo lo mataron a sangre fría. “Si estaba robando, ¿por qué no lo detuvieron? Tenía sólo 17 años. ¿Por qué no le dispararon en la rodilla y me lo dejaron en una silla de ruedas?”, se lamenta.
Kiki agonizó durante una hora y media. “Ya se va a morir”, decía uno de los policías que acompañaba a Veyga. Y es que tiempo después, un video demostró que había más de tres personas arriba de esa camioneta. “Veyga dice que estaba solo con los chicos, pero en las imágenes aparecen, mínimo, seis personas más. No se ven sus rostros, pero sí se escucha lo que ellos hablan”, cuenta Angélica.
-Dale, putito, arrancá -decía una de la voces.
El autor de esa frase aún no fue identificado. Tampoco la persona que le entregó el video al ex legislador porteño Facundo De Filippo, quien hizo que llegara a manos de la familia de Kiki. Alguien lo dejó en la puerta de su casa, y tiempo antes ya circulaba en Youtube.
La noche en la que Kiki desapareció, Angélica se fue a dormir tranquila. Al día siguiente salió a trabajar y ni pasó por su habitación. Estaba segura de que él había dormido en casa. “Apenas vuelvo de laburar, mi hija me dice: ‘Má, Kiki no vino a dormir’. La llamé a la Barbie (su novia) y me dijo que no había ido para allá. Ni comimos ese día. Salimos a buscarlo por los pasillos pensando que había tenido una recaída”, recuerda.
“Los pibes en la villa me decían que lo habían visto el día anterior con Ezequiel. Cuando llego de vuelta a mi casa, llama la hermana de su amigo. ‘Hola, yo soy la hermana de Ezequiel. ¿Está Kiki?’, me pregunta. ‘No, no está. Lo estoy buscando’, le respondo. Y me dice: ‘Yo también estoy buscando a Ezequiel’. Ahí fuimos juntas a la comisaría a hacer la denuncia; yo la llevé a Eli”, relata.
A menos de 24 horas de la desaparición, se dirigieron a la Comisaría 52 y dejaron asentado lo que había ocurrido. “Cuando hacés una denuncia –explica Angélica– tenés que ir todas las semanas a reiterarla. Yo no dejaba que se cumpliera una semana; pasaban tres días y volvía a ir. Cada vez que llegaba, el subcomisario José María Martínez se sentaba y me hablaba de que por ahí Kiki se había ido porque había tenido problemas con los tranzas. ‘La está resguardando a usted’, me decía. Además, en ese momento, yo me estaba separando del papá de mi hijo. ¿Para qué le habré contado? Me decía que por ahí a Kiki le había caído mal que me estuviera
divorciando, y por eso se había ido”.
La búsqueda duró más de dos meses. El cuerpo apareció recién el 14 de septiembre, enterrado como NN en el Cementerio de Chacarita. “La policía me daba pistas falsas todo el tiempo. Pero no me las daba a mí; se las daba a mis vecinos. Entonces ellos, por querer ayudarme, me decían: ‘¿Sabés, Angélica, que Kiki pasó por la calle Pola a las chapas? Tenía una mochilita y la gorrita, y estaba arriba de una bici’. Yo los miraba y les decía: `¿Vos lo viste?´. `Sí, era Kiki´. Yo lo buscaba, me metía en los pasillos. Hasta me metí en la Villa 1-11-14 rancho por rancho. Los pibes me miraban y me decían: ‘¿Qué busca, señora?’. ‘Busco a mi hijo’”, recuerda. La Gucha –como la llaman sus amigos– estaba desesperada.
La causa cayó en manos del Juzgado de Instrucción 49, de Fernando Cubas, quien sobreseyó a Santiago Veyga sin siquiera conocerlo. El oficial de la Comisaría 12 declaró por escrito y quedó libre de culpa y cargo.
Enterrados como NN
Una vez, durante la búsqueda, a Angélica le dijeron que tenía que reconocer el cuerpo Kiki. Cuando llegó al Juzgado para que le dieran la orden, el secretario de Cubas le alcanzó un papelito verde, de esos que se usan en las oficinas. Ahí estaba anotado el número con que su hijo había ingresado a la morgue: 1563. “Recién después de uno o dos años, dije: Qué tarada, ¿cómo no me di cuenta? Cómo jugaron conmigo. ¿Por qué no exigí que me dieran un oficio, que saliera firmado por la Secretaría?. Ahora Cubas puede decir que ese papel nunca me lo dio”, explica Angélica.
En la morgue de Junín le dieron una noticia inesperada. “Cuando voy con el papelito, el empleado del lugar me dice: ‘A este ya lo enterraron’. ‘¿Cómo que lo enterraron?’, le digo. ‘Sí, Lezcano ya está enterrado’, me responde. ¿Cómo sabían que era Lezcano, si estaba enterrado como NN?”, se pregunta.
El camino para recuperar el cuerpo de Kiki no fue fácil. Su familia tuvo que sobornar a un trabajador del Cementerio de la Chacarita para ir de madrugada a desenterrarlo. “Cuando mis hijos van a buscarlo, el cuidador les dice: `Miren que no lo van a poder levantar, porque nosotros no vamos a cavar tumba por tumba para ver cuál es su familiar´. `Pero nosotros sabemos cuál es la tumba´, le dice mi familia. Porque Kiki estaba como NN, pero el número de la tumba lo sabíamos. Los chicos le tuvieron que pagar una coima para que lo levante”, revela Angélica. Su hijo estuvo reconocido desde el primer momento.
Historia de un pibe
Desde el principio, Angélica sospechó que a Kiki lo había matado la policía. Sus conflictos con la Federal comenzaron en 2007, cuando tenía apenas 15 años. En el barrio se comentaba que había matado a un narcotraficante, y la policía ya lo tenía en la mira. Ese año estuvo internado ocho meses en el Instituto de menores San Martín, hasta que se hizo el juicio oral por la causa y se comprobó que era inocente.
Al salir comenzó con su adicción al paco. Angélica no tardó en darse cuenta. “A mí me llamó la atención que le empezó a cambiar el color de las manos: era muy amarillo. Y después, tenía la boca siempre lastimada. Yo le controlaba los dientes, prestaba atención. Empecé a revisar sus cosas, a levantar los colchones, y encontré canutos que hacía con las cortinas. Después, me desaparecían las esponjitas de acero. Igualmente, lo primero que pasó, fue que desapareció mucha ropa de él. De repente, se iba de zapatillas y volvía en ojotas”, cuenta su madre.
La droga lo atrapó durante seis meses. En ese tiempo, Angélica lo internó en la Clínica neuropsiquiátrica San Gabriel y lo llevó a diferentes Centros Cristianos para que hiciera terapia. “Cuando me enteré, mi primera reacción fue pegarle; pero después me tranquilicé y lo empecé a acompañar. Yo trataba de sacarlo; lo iba a buscar por los pasillos con su hermanita menor. Kiki, aún con esa adicción, nunca dejó de dormir en casa”, explica.
La policía ya lo había parado varias veces e incluso lo había golpeado. “En febrero de 2009, el Indio Chávez, Jefe de la Brigada 52, lo corrió y llegó hasta la puerta de casa. Cuando me vio, me dijo: ‘Cuide a su hijo, porque un día le va a pasar algo’. El Indio era así. Lo paraba, le pegaba en los tobillos. Y no sólo a Kiki; a todos los pibes”, recuerda Angélica.
Un mes después, un grupo de policías lo molió a golpes. Ese día, salieron los vecinos con palos para defenderlo y su madre lo rescató. Kiki cumplía con el estereotipo de pibe chorro y no se lo iban a perdonar. “Una vez, uno de mis sobrinos lo escuchó decir: ‘¿Estos se creen que voy a salir a afanar para ellos? Yo, si voy a afanar, voy a afanar para mí’”, cuenta la mujer.
Una amenaza ocurrida el día anterior a su asesinato, fue lo que le confirmó a Angélica que la policía estaba implicada en la desaparición de su hijo. El 7 de julio, Kiki y Ezequiel estaban juntos cuando se acercó a ellos el Indio Chávez. El policía iba de civil junto a un uniformado. Cuando los vio, se acercó y le dijo a Kiki: “De ahora en más, yo voy a ser tu sombra”. Como si fuera poco, su compañero le tomó una foto. Angélica tardó en enterarse de esto. Sergio, uno de sus sobrinos, había sido testigo de la situación. Se lo contó un mes después.
Apenas lo supo, corrió a la Comisaría a denunciarlo. La policía estaba preparada para contraatacar: la llevaron detenida y le abrieron una causa por robo de autos. Angélica no sabe manejar.
-Negra de mierda -le dijo un oficial de la 52-, te vamos a enseñar a no denunciar.
La golpearon y la tuvieron detenida durante 13 horas. “Cuando me tenían en el calabozo, vino el mismo policía que me había tomado la denuncia de Kiki a decirme que quería darme el pésame. ‘Esta mugre y estas ratas que pasan por acá, a mí no me asustan –le dije–. Por mí, me puedo morir acá adentro. Pero, ¿sabés lo que me asusta, cada día y cada noche? Que no veo a mi hijo y que sé que no va a volver, porque ustedes lo mataron’. ‘Fíjese bien quién lo mató; usted a nosotros no nos va a romper el culo’, fue su respuesta”.
La casita de Kiki
Esa noche, Angélica no estuvo sola. Su familia, sus vecinos, su abogado (Juan Manuel Combi) y algunos militantes se instalaron en el hall de la comisaría para que la liberaran. Es que cuando a Kiki lo mataron, un grupo de jóvenes que trabajaba en Villa 20 se acercó a ella para acompañarla en su lucha.
De esa unión nació La Casita de Kiki, un espacio ubicado en Cooperativa Semana de Mayo, a metros de la entrada a la villa, en donde hoy funcionan talleres, clases de apoyo escolar y hasta una cooperativa de alimentos.
Las puertas de su casa están abiertas. “Más allá de ser un homenaje, la Casita es tener a Kiki vivo todo el tiempo, en todo momento. Mi hijo está conmigo, y si bien su figura física no está, está presente en cada oración, en cada chico que se acerca a este lugar, en cada logro y en cada fracaso también”, afirma.
La Casita abrió sus puertas a principios del 2010 gracias al esfuerzo de Angélica y de los chicos. Ellos mismos levantaron las paredes del lugar y cavaron un pozo de siete metros de profundidad para colocar la base. El espacio fue construido en un terreno que le pertenecía a Angélica, y cada miembro aporta una cuota mensual. “Todo esto lo financiamos con nuestros sueldos, haciendo fiestas y kermeses –cuenta Federico De Vico, uno de los militantes del proyecto–. Y por lo que le pasó a Kiki, el trabajo que hacemos se vinculó mucho con la violencia institucional. Acá en el barrio, la policía ficha a los pibes y los caga a palos adelante de todos. Algunos son mandados a robar; y los que dicen que no, son bastante bastardeados. Vienen varios chicos a denunciar esto”, explica.
La muerte de Kiki no es un hecho aislado. La policía responde a una decisión política que no tiene intenciones de incluir a todos. Y esto ocurre con el aval de la Justicia. “Acá en el barrio había un policía al que le dicen `el Percha´. Estuvo dando vueltas hace poco, pero ahora se volvió a ir. Cada vez que caga a palos a un pibe o mata a alguno, pone una percha para que se den cuenta de que el autor del delito es él”, dice Federico. El Percha es impune, al igual que muchos otros.
Una práctica común
Según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), hay un promedio de 300 casos de gatillo fácil por año. Las víctimas, en su mayoría, son jóvenes pobres. “Hay un nido base de la clase política que utiliza a la policía para aplicar políticas de control popular. Entonces, a cambio de ese control social y popular, entregan la calle”, explica Pablo Pimentel, presidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de la Matanza. Sin embargo, por el grado de masividad del delito, parte de la sociedad sigue pidiendo más policías en la calle y se niega a ver una realidad más profunda. “Tu seguridad es la que le voló la cabeza a mi hijo; es la que mata a todos los pibes de barrios humildes”, sentencia la madre de Kiki.
A Kiki Lezcano lo mató la policía y lo desapareció el Estado, pero las pruebas fueron borradas. Según la Justicia, su ropa y el arma que portaba se perdieron en inundaciones. A fines de 2012, la Sala IV de la Cámara Nacional de Casación Penal revocó el sobreseimiento de Santiago Veyga y removió al Juez Cubas de la causa. Juan Ramón Padilla, perteneciente al Juzgado de Instrucción 24, fue quien la elevó a juicio oral. Este 6 de junio, Angélica, por primera vez, va a mirar a los ojos al asesino de su hijo.
“Durante el juicio yo no puedo hablar, porque puedo entorpecer todo. Tengo que guardar silencio. Yo soy querellante, pero no hago las preguntas. El otro día, mi hijo de 28 años me decía: ‘Mamá, sea cual sea el resultado, decime que no te vas a poner mal’. ‘No te voy a mentir. Si el resultado es negativo, me voy a poner mal; pero no me voy a morir. Si no me morí cuando me faltó tu hermano, no me voy a morir ahora’, le dije. Igualmente, yo tengo mucha fe en que Veyga se va a quebrar y va a decir toda la verdad. Yo sé que se va a quebrar cuando me vea a mí”, asegura Angélica.
Julieta Fernández, otra joven militante de La Casita de Kiki, también va a estar presente el día del juicio. “Si algo nos ha demostrado la Justicia en todos estos años, es que sólo moviéndose, con organización y lucha, logramos avanzar; y es por eso que hoy llegamos a esta instancia, pese a todo panorama adverso. El próximo martes los esperamos a todos a las 9 en Lavalle y Libertad para que nos acompañen en el comienzo”, afirma.
Angélica lo recuerda a Kiki y sus ojos se llenan de lágrimas. “Él me enseñó mucho con su partida. Cuando se fue, aprendí que tenía que luchar, por más de que la gente pensara: `¿A un negro de mierda quién lo va a buscar?´. Hay que salir adelante”, dice convencida.
A Kiki le arrebataron la vida; y a Angélica, la posibilidad de verlo crecer. La villa todavía lo llora, pero la madre del dolor sigue en pie: “Por Nunca Más”.
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