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 Foto: Uma Sol.-

En geografía le pidieron a mi hijo una imagen sobre su mundo. Mi hijo mandó una foto mía, de espaldas, escribiendo en mi cuarto. Mi hijo dice que cambio cuando escribo. Y que su mundo es saber que estoy aunque esté en otro lado y decirme a dónde va, de dónde viene, que quiere comer o qué necesita, aunque sea (siempre) cortarse el pelo. Y que yo le diga que tengo que volar por el cierre, le diga y sepa qué me pide aunque me hable a dos pasos y le diga que sí -obvio- aunque sepa que nunca, jamás, mi cuarto fue el cuarto propio, sino una puerta giratoria a la cotidianeidad sin tregua y toda, siempre, entera, sobre mi espalda.

Nunca hubiera elegido esa foto. Tengo el pelo recogido como escribo siempre y prefiero el pelo suelto, pero siempre me pongo una colita para escribir como preparada para un oficio que me necesita despejada. Escribo al lado de mi cama y eso ya habla de un trabajo a los pies del deseo, del insomnio y de un trabajo tan deseado como de un deseo tan coartado por el trabajo. Escribo con papeles desordenados. En un escritor de los que me gustan el desorden y el whisky van ensamblados porque el orden está tercerizado y la bohemía encarnada en la necesidad de una creatividad sin límites. Para mí el límite, incluso la opresión de una maternidad full life, sin días libres ni francos, sin monitorear cenas, fiestas, responder que no a pedidos de tatuajes y si a las demandas de aritos, a ver desfilar por el espejo de mi cuarto que es mi cama, mi escritorio, mi pantalla a una enormidad de trabajos y de preguntas intrépidas que no puedo dejar de responder aunque lo quiera, fue mi propio viaje al deseo de escribir.

Estoy escribiendo el libro más riesgoso de mi vida y creo que no lo hubiera escrito si la libertad estuviera a los pies de la cama o la maternidad hubiera estado servida en una equidad que fuga mi lucha de mi propia vida. Me parezco también más a los escritores que reniegan del horno que se rompe o del lavarropas que no anda y que, siempre, necesitan más tiempo porque no soy una periodista ejecutiva de reloj andante, no tengo (a mi pesar) el don de ordenar por cajones y desprenderme de los papeles que inundan mi cuarto de ideas con sentidos que nunca suelto y que se retoman aunque parezcan archivadas.

Escribo en bares, en conventos, en la radio, en aeropuertos, en casas en donde duermo por viajes de trabajo, en la casa de mi hermana, en hoteles, en computadoras prestadas, en locutorios (que maldición que se haya acabado esa buena época de cuartitos propios rentados por hora como telos laborales que valen la pena, como los telos de sexo por hora al desahogo también coartado ante la vida sin treguas). Escribo donde puedo y donde haya wifi y enchufes y, claro, si es posible, dulce de leche o torta de manzana y, si es más posible, los sábados en Hasta la Masa con un menú que pasa de pastrón a queso y dulce, y del queso a la merienda con las tostadas con dulce de leche, y la noche que llega con la computadora celeste pintada de letras pobladas como una conquista al día sumergida en las letras que busco y que me encuentran en el dulce proyecto de escribir Putita Golosa.

Una generación de mujeres periodistas, free lanceras, que malabareamos todo, no solo escribimos, escribimos donde sea, como sea y ese ruido se mezcla en nuestras letras. ¿Tiene que ver con nuestro trabajo? Yo creo que sí porque es el tercer mundo de la escritura amaestrada a no resignar la maternidad ni a tercerizar nuestras vidas, no dejar de pintar las canas de reflejos y no poder estancar el alma a medio sueldo en redacciones en donde todavía no se entiende que las minas ganamos menos y ponemos el doble de tiempo y esfuerzo en lo que hacemos y no podemos no estar ni cuando los pibes son chiquitos ni cuando son grandes porque estar hace la diferencia y nosotras, si de algo sabemos, es de la diferencia.

Acabo de arrancar este texto que camina conmigo hace días por un posteo de Mariana Carbajal que escribió su nota de mañana desde una peluquería y, en el medio, le discutió a una señora que condena a las que vamos al Encuentro a hacer de toda la calle nuestro cuarto propio porque con el propio solo no nos conformamos nada.

Y recuerdo a Irina Hauser, que escribió uno de los libros centrales de la política y justicia mientras espera a sus hijas que salgan de comedia músical y eso quién lo sabe, no se sabe o se late, se siente esa fuga o es una casualidad permanente, invisible como nuestras letras.

Y la siento a Fernanda Nicolini, que es una de las periodistas y escritoras más filosas y lúcidas y por filosa que rechazó estar de vuelta y que con la maternidad en el ojo escribe mejor que nunca. Y a Tamara Smerling, que en medio de un sacrificio frente al cual me admiro de una maternidad de doble esfuerzo escribe libros y notas y tiene la cortesía de hacerme una traducción al portugués las noches que sus hijos duermen.

Y me viene como un rayo Maxime Swann, una escritora que admiro, a lo lejos, como una prófuga de los escapes y de los encierros, como una belleza imperenne que hace un shock a la vista, justamente porque la encontré sin que me mire en un bar del Palermo añejo, sin más recorrido que una mesa y un café mirando a la pantalla como se mira cuando hay sed y no hay tiempo que perder.

Y me acordé de su post cuando buscaba casa en Tigre para terminar su libro. ¿Hay selva que nos salve de la selva cotidiana como ahogo y como liana para desear escribir más que dormir aún con la maternidad que quita como primer valor el tiempo y el sueño?

Y me manda una foto Karina Felitti que escribe con su remera y en mesa entre la calle sobre las mujeres que buscan y se buscan. Y recuerdo a las mujeres que vienen al taller de narrativas de género en Anfibia y huyen con una torta al cumpleaños de su marido, al que llegan tarde y decimos que el taller no saca la culpa pero la combatimos con risa y con mas talleres porque las madres necesitamos excusas para combatir el tiempo sin tiempo y la escritura ahogada en la demanda.

Los escapes, entonces, son necesarios, al pie de la cama, con el zumbido del agua como río o en un bar en donde la Coca Light te la traen con hielo y el ruido es apenas eso que se cuela en nuestros dedos que no escriben igual sino que escriben impregnadas de nuestras propias huidas que son, para mí, el signo del deseo que no se descifra en esta oleada de mujeres al mando de nuestras palabras.