fátimaCristian Alarcón. Telam.-
Foto: Adrián Pérez. Página12

La historia de Fátima M es la de muchas mujeres que han sido víctimas dos veces: primero de las redes de trata de personas, y luego de una justicia en donde no hay oídos ni lugares para escuchar el horror de las sobrevivientes.

Hace poco menos de ocho años conocí a Fátima M, la mujer cuyo testimonio invalidó esta semana el tribunal que liberó a los acusados de desaparecer a Marita Verón. Era una tarde calurosa en el fondo de un restaurante del centro. Un amigo de un amigo la refugiaba en ese momento de sus captores, la banda de proxenetas que la había mantenido cautiva en Tucumán. Fátima M. había sido víctima de trata; la habían secuestrado, obligado a prostituirse, violado, golpeado cada vez que se resistió y la habían inyectado con cocaína diluida durante meses para que su “trabajo” forzado fuera hecho con mayor productividad. En ese entonces tenía 18 años: morena, el pelo negro en bucles, luminosa a pesar del maltrato y la intoxicación; la piel perlada, la belleza terca de la juventud. Hablamos durante horas. Fátima tenía en los brazos un bebé, uno de sus mellizos. El bebé no se movía, ni lloraba, ni emitía sonido alguno. Pasadas las horas le pregunté por el niño y entonces Fátima me contó lo que los médicos intentaban explicarle a ella: que posiblemente la malformación de la niña –era una beba, supe– en manos y pies, en la columna, el retraso mental grave, y la ceguera, fueran una malformación genética consecuencia de las cocaína inyectada. El dato frenó nuestra conversación.

Entonces, apenas se conocía el caso Marita Verón. Como cronista, yo intentaba reconstruir la historia de la esclavitud de mujeres sometidas a la prostitución por encargo de una revista mexicana. Fátima había visto a María de los Angeles Verón encerrada, sometida como ella, drogada, y viva. Blanca, la mujer que la acompañaba, también al cuidado del Programa Anti Impunidad creado por Néstor Kirchner, era otra testigo clave. Ninguna, entonces, había declarado ante la justicia. La madre de Marita, Susana Trimarco, las había encontrado, siguiendo las huellas de su propia investigación, y las había protegido convenciéndolas así de declarar. Esa tarde me fueron narrados los vejámenes, las torturas. Esa tarde Blanca contó las ceremonias de un extraño umbanda criollo en el que la Pomba Gira, la deidad de origen brasilero que representa a las prostitutas en el parnaso de esa religión afro, era adorada por la Chancha Ale, por la Lili Medina, por la Daniela Milheim –su captora–. En esa ceremonia, me dijo, las obligaban a beber en una copa de plata los restos de los abortos compulsivos que se le practicaban a las chicas embarazadas en honor a la Pomba Gira. Ale, Medina, Milheim fueron luego acusados junto a otros 10, en la mega causa que supuestamente se resolvió el último miércoles con el fallo absolutorio. La causa que horrorizó al país.

¿De qué nos hemos horrorizado? Desde el miércoles no puedo dejar de pensar en cómo y por qué jamás pude escribir las historias que me contaron esa tarde Fátima M y Blanca. Fui cronista policial durante demasiado tiempo. Y nunca otra historia me frenó como la de estas víctimas. Algo de ello se revela esta semana, al fin, con algún sentido. Estas mujeres son las que aportaron en la investigación penal de primera instancia por el secuestro y desaparición de Marita la información más valiosa, la misma información que el tribunal no quiso reconocer como prueba. Los abogados de Susana Trimarco aún no saben, los argentinos aún no saben, por qué. Eso se conocerá con las argumentaciones recién el 18. ¿Dirán que son confusos? ¿Contradictorios? ¿Débiles? ¿Inexactos? Es probable, al menos así lo creen ellas hoy. Es de cajón que no fue suficiente escucharlas, que no hubo oídos para el relato de esas víctimas y sobrevivientes del horror. No hubo condiciones especiales para tomarles declaración. Lo hicieron ante sus captores, ante sus torturadores. Lo hicieron ante los tres varones del tribunal. Una de ellas, Blanca, que tuvo lesiones psíquicas comprobadas, declaró con una psiquiatra a sus espaldas. El horror se toca con la locura, eso es sabido. Pero, si es así; ¿cómo se debería escuchar a los sobrevivientes del horror?

Ayer volví a entrevistar a Fátima M. Ella en Tucumán, ya de 26 años, y madre de los mellizos que tenían meses cuando nos conocimos, de un niño de cinco y de un bebé de tres. Demoró en reconocerme: concluyó que yo era el morocho que la había entrevistado y que le había regalado un libro que ella atesoró. Me contó que los mellizos ya tenía ocho, que la niña no había logrado avanzar a pesar de los médicos, que debería llevarla a un país o a una ciudad con más adelantos tecnológicos. Que su vida continuó a tientas, que otra vez volvió a prostituirse por necesidad. Que no ha sido nada fácil declarar, persistir, sobrevivir y volver a declarar. Volvió a recordar a Marita, las dos veces que la vio, primero apenas la secuestraron a ella, en mayo de 2002, como drogada, ida, perdida, balbuceante, con las ojeras marcadas en negro bajo los ojos divinos. Luego, a fin de ese año, en la casa de Daniela Milheim, encerrada en un cuarto, cuando la llevaban al baño. Hablamos entonces de la memoria.

–Tengo una memoria fotográfica, como me han dicho. Por ahí busco algo que es lo que me hace acordar a las personas. Alguna actitud que hace que no me los olvide. Como lo del libro.

–Al parecer el tribunal no cree en la memoria de testigos como vos y Blanca.

–Puede que yo no me acuerde lo que he hecho ayer, puede que me olvide lo que he hablado hace quince minutos, pero yo no me voy a olvidar de las caras que he visto cuando estaba ahí, y no me voy a olvidar nunca de la cara de Marita. A menos de un mes de haber escapado de la casa de esta proxeneta, vi las fotos y la he reconocido cuando he visto los panfletos.

–Cuando la viste por primera vez, ¿cómo estaba Marita?

–La tenían drogada, tenia las ojeras moradas, estaba perdida. Balbuceaba.

–¿Cómo era esa forma de drogarlas?

–La primera noche me dieron una pastilla blanca. Y en muchas otras ocasiones me han pinchado. Era un liquido blanco, ellos decían que era penicilina. Al principio te sentias excitada, y después perdías de la conciencia. La verdad es que no puedo decir qué pasaba luego, si eran días, una noche, medio día, cinco minutos. En algún momento me levantaba adolorida y tomaba conciencia de que habían pasado clientes, por los dolores, por las marcas, los golpes.

Entonces otra vez el relato es imposible. Fátima se quiebra, solloza. Se escucha el silencio en Tucumán, a través de la línea.

El tiempo no existe cuando se impone un sometimiento que está hecho de una estructura superior a la que el sujeto puede soportar. El olvido, la enajenación, el ya no ser uno mismo son una solución para llegar al día siguiente, para no morir en la locura. Los relatos de Fátima y de Blanca seguramente no fueron suficientes para el tribunal de tres varones de la clase media alta tucumana. ¿Confundidas? ¿Locas? ¿Contradictorias? ¿Pobres? Desde el miércoles no hemos podido más que hablar de este golpe en la racionalidad democrática a la que supuestamente nos hemos acostumbrado. Una de las opiniones más lúcidas entre los amigos a los que consulté fue la de Ileana Arduino, una de las abogadas que investigó la trata para la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) de manera seria por primera vez en la Argentina.

Fue en el 2006, cuatro años después de que desaparecieran a Marita. “Las vejan, las despersonalizan, las vacían. Transforman su existencia en el caos mismo y cuando son interpeladas como víctimas el aparato judicial les exige claridad como si tamaña violencia pudiera dejar en pie justamente la dimensión temporal y espacial del horror en el que vivieron sumidas”. Durante los juicios a las Juntas y durante los juicios a los represores que hoy se están haciendo en el país los testimonios del horror de la dictadura, del terrorismo de estado, salen también de víctimas, de sobrevivientes, voces que se salvaron de la muerte y la locura, que hoy pueden ser escuchadas, no solo por la sociedad sino por la justicia.

Aun a poco de comenzar la democracia esos relatos pudieron ser oídos porque existió una trama cultural y política que los hizo posibles. Esta sociedad, nosotros los que hoy repudiamos el fallo arcaico, misógino, clasista y conservador, no ha construido esa trama para procesar y permitir el relato de este otro horror contemporáneo. El horror de la trata no es aún de todos. El horror de la trata es de las víctimas, de Susana, de las chicas. De algunas organizaciones de mujeres, de las feministas, de algunos sectores del estado que han empujado a Susana, que la han apoyado, y de algunos abogados y militantes que siempre estuvieron. Los demás, todavía no sabemos. Todavía no aprendimos a escuchar. El lugar de los miles y cientos de miles de varones que son clientes, el lugar de las mujeres que como Daniela Milheim fueron víctimas de la trata y luego victimarias, el de las propias víctimas que se siente atrapadas entre los dos conceptos sobre los que hoy se teoriza, la trata y la prostitución, es un lugar para construir. ¿Pero quien quiere mirarse ahí? ¿Cuántos? ¿Cómo?

Después de ese llanto silencioso que Fátima ya sabe frenar cuando se acerca demasiado a la memoria del horror vivido, conversamos unos minutos más. Me contó su fuga.

–La madre de Daniela decide ayudarme para que me escape. Lo que no me voy a olvidar nunca es que ella me ha dicho que ella prefería que su hija pague por secuestro y no por una muerte. Ahí yo tome conciencia de que si realmente tenían pensado hacer algo malo conmigo, que podían matarnos.

–Cuando nos vimos en Buenos Aires me impresionó el relato de Blanca sobre las ofrendas a la Pomba Gira, cómo eso las afectaba.

–Eso lo sabemos todas. La madre de la proxeneta me dijo en una oportunidad cuando me he intentado escapar, que nosotros nunca íbamos a escapar en esta vida porque Daniela había hecho una ofrenda para la Pomba Gira con nuestras vidas. Por eso nunca escaparemos de esta vida, dijo que siempre íbamos a seguir siendo prostitutas. Seguimos sintiendo esa presencia y hasta el día de hoy nos sigue. Muchas hemos dejado y hemos vuelto a ser prostitutas, porque tenemos hijos, porque la necesidad nos lleva.