Es cierto que de un tiempo a esta parte se han vuelto cada vez más frecuentes las producciones audiovisuales que narran la historia cultural de los cuerpos gordos. Muchas adjudican esta posibilidad al feminismo, como un movimiento que en su popularización reciente reposicionó, entre muchas otras problemáticas, la conversación sobre las representaciones desiguales de las mujeres en los medios de comunicación y prácticamente en toda la esfera social. También es cierto que en esa grieta abierta en el sentido común encontraron lugar muchas historias de vida y existencias corporales todavía pendientes de ser contadas de una manera justa, o por lo pronto de una manera distinta a lo que conocíamos. Pero en medio de lo que parece ser incuestionablemente una celebración, me gustaría hacerme preguntas sobre lo que estas nuevas formas de representación de la gordura traen consigo.
No me malentiendan, claro que pienso que disputar espacios de visibilidad de las personas gordas en la cultura popular es una necesidad urgente. En principio, porque la existencia de esas imágenes beneficia procesos de identificación que humanizan nuestra presencia ahí cuando el pensamiento magro, la industria de la dieta y la cultura del ajuste nos dice que nuestros cuerpos tienen que desaparecer porque son la razón enferma de nuestro fracaso afectivo. También porque permite naturalizar nuestra existencia en otros órdenes espaciales que no sean los regímenes de clausura a los que estamos acostumbrados: el encierro de nuestros hogares, las paredes de un consultorio médico, los grupos para adelgazar y los gimnasios. Finalmente, porque nos permite cobrar voz: algo tan minúsculo y al mismo tiempo tan imposible para las personas gordas que usualmente somos reducidas a la información estigmatizante que se deposita sobre la apariencia de nuestros cuerpos, que al parecer logra decir sobre nosotros lo suficiente como para no ser escuchados de otra forma.
Claro que pienso que disputar espacios de visibilidad de las personas gordas en la cultura popular es una necesidad urgente
Si, por todo esto es importante que haya representaciones en la cultura popular sobre la vida de las personas gordas. Pero en este espacio abierto por un momento histórico de nuestra cultura que está atento y deseoso de ver materialmente realizada esa demanda de inclusión en términos de representación sobre la otredad corporal siguen intactas algunas de las condiciones estructurales que posibilitan la continuidad de los sistemas de opresión y la estigmatización individualizante de nuestra diferencia. Pienso rápido en productos internacionales como Sexy por accidente (Amy Schumer, 2018), la recién estrenada película Dumplin (Anne Fletcher, 2019) y la polémica serie Insaciable (Lauren Gussis, 2018) ambas en Netflix, como tambien en Gorda (Cerro, Rietti, Hochman 2018), una serie web argentina estrenada en Flow el año pasado, por nombrar sólo algunas.
Siguen intactas algunas de las condiciones estructurales que posibilitan la continuidad de los sistemas de opresión y la estigmatización individualizante de nuestra diferencia
La existencia de estas imágenes logran posicionar como protagonistas a quienes históricamente hemos sido relegados a representaciones patologizantes, desmarcándonos de aquel lugar secundario que nos ofrece como sujetos intelectualmente precarios, como bufones de la fiesta ajena o como trabajadores del cuidado sin reconocimiento. Pero en su conjunto van naturalizando una nueva forma de aparición que resulta igualmente conflictiva: nuestra condición de víctimas. Es a través de la reproducción de una estructura narrativa que tiene como protagonista a una persona gorda maltratada, entristecida o invisible que logra emanciparse a través de un emotivo viaje interior en el que descubre cómo está limitando su propio potencial al reproducir prejuicios sociales que una vez que son nombrados desaparecen mágicamente para dar paso a una vida exitosa en términos afectivos, sexuales y económicos.
Este nuevo lugar común de la realización sentimental de la persona gorda, que mezcla una versión despolitizada de empoderamiento feminista y un discurso empresarial de la voluntad, mientras que se ofrece como un acto de justicia en términos de representación, escribe sobre lo que venimos criticando como movimientos de la diversidad corporal hace décadas sobre las imágenes disponibles que intentan narrar nuestra vida: la urgencia de existir como sujetos autónomos y no como objetos de inspiración para la mirada ajena.
Esas historias en las que las personas gordas logramos “superar” el pantanoso fracaso al que nos ha inducido nuestro cuerpo se resuelven estratégicamente de la misma manera: convirtiendo un problema social como la patologización de la gordura en un problema afectivo de orden individual, reproduciendo acríticamente una relación entre gordura e ingesta excesiva de alimento industrialmente procesado, volviendo una supuesta “creencia personal” dinámicas desiguales de poder en el ámbito de nuestras vidas sexuales, afectivas y económicas. Las cosas se resuelven cuando finalmente logramos cambiar de actitud: es decir, cuando asumimos que aquello que señalamos como un problema no es más que nuestra propia responsabilidad. El resultado de una mala gestión de nuestras posibilidades. La expresión caprichosa de nuestra holgazana paranoia que ve opresión donde en realidad hay oportunidades que todavía no sabemos cómo aprovechar.
Si, es cierto. Necesitamos más imágenes sobre nuestros cuerpos en la cultura popular y en los medios de comunicación. Pero dicho esto: ¿De qué nos sirve dejar de ser infantilizados por la burla para pasar a ser exotizados por la victimización? ¿Cómo transforman nuestra realidad estas imágenes que buscan distanciarse de un sentido común asociado al discurso médico que nos estigmatiza, si en su lugar ofrece representaciones fracturadas, parciales y débiles de nuestros deseos, de nuestra agencia política, de nuestras potencias afectivas?
¿De qué nos sirve dejar de ser infantilizados por la burla para pasar a ser exotizados por la victimización?
Necesitamos imágenes que humanicen nuestra existencia ampliando los registros sociales que restringen la imaginación sobre cómo vivimos nuestras vidas con estos cuerpos. Es cierto, tenemos mucho para contar sobre cómo hemos sido históricamente silenciados. Pero la historia de nuestra gordura nos pertenece: no está escrita para que otros se inspiren sobre nuestro dolor, no está grabada para que otros se conmuevan al sentir lástima por todo lo que hemos pasado. Nuestras imágenes importan, nuestras vidas importan. Somos mucho más que una herida: somos sujetos que encarnamos historias complejas, que aspiramos a navegar por los paisajes enredados que significan la vida, donde deseamos, tenemos miedo, nos rebelamos, sentimos y soñamos con nuestros cuerpos. Pero también más allá de ellos.
Es cierto, la representación importa, pero el trabajo ético que nos depara en esta grieta cultural que atravesamos es encontrar las imágenes que nos permitan desarrollar nuestras potencias, nombrar nuestras particularidades, expresar nuestra complejidad como sujetos, no aquellas que nos encierren en la comercialización inspiracional de nuestro malestar, sino que hagan de la diferencia de nuestra carne ese elemento con el que nos acercamos lentamente a ser cada vez más libres.