Hace dos años las Abuelas de Plaza de Mayo encontraron al nieto 114: Ignacio, el hijo de Laura Carlotto. A continuación el epilogo de la biografía que hizo Maria Eugenia Ludueña sobre la hija de Estela (Laura. Vida y militancia de Laura Carlotto).ignacio y estela 2

Epílogo

“Mi nieto está en algún lado y en algún momento va a venir”, decía Estela unas páginas y años atrás.

El viaje más largo de su vida, el que había empezado con la citación a la comisaría de Isidro Casanova en el invierno de 1978, terminó el 5 de agosto de 2014. Fueron casi 36 años de incertidumbre, de búsqueda, de lucha. Hasta que en junio de 2014, el hijo de Laura escribió un correo electrónico a Abuelas de Plaza de Mayo.

La chispa estaba ahí, un ruido blanco acechando a Ignacio Hurban, el joven criado por Juana y Clemente, peones en el poblado de Cerro Sotuyo, a pocos kilómetros de Olavarría. En ese pueblo de canteras, hoy devorado por la piedra granítica, en la cicatriz entre el campo y la industria, la naturaleza y el cemento, este matrimonio cuidaba las tierras del patrón, a 300 kilómetros de La Plata. Ignacio pasó su infancia en esas hectáreas donde trabajaban los Hurban, sin luz eléctrica ni televisión, con mucho afecto, entre tareas rurales y libros.

Con el tiempo se convirtió en músico y se estableció en Olavarría, la ciudad más cercana al pueblo de la infancia. Al borde de la ruta nacional 226 y la provincial 51, Olavarría es la cabecera del partido y está rodeada de villas serranas. Se construyeron al calor de las fábricas y llevan nombres apacibles: Colonia Hinojo, Sierras Bayas, Colonia San Miguel, Cerro Sotuyo, entre otros. Parajes alejados de las rutas principales. Sitios emplazados sobre tierras ricas en granito, cerca de las canteras, las fábricas de tejas y cerámicos, los hornos de cal. Olavarría es el punto de referencia de todos ellos. En la dictadura, fue el centro de un aceitado circuito de la represión bonaerense y del disciplinamiento de los obreros de la cementera Loma Negra.

La noche en que cumplió 36 años, el 2 de junio de 2014, Ignacio estaba en su casa, en ese barrio, Loma Negra, cuando su mujer, Celeste Madueña, llegó con la pregunta que le había formulado ese mismo día una conocida. Le había preguntado si Ignacio ya sabía que era adoptado. ¿Sabía que Francisco “Pancho” Aguilar –el dueño del campo Los Aguilares, que cuidaban los Hurban– lo había entregado al matrimonio cuando era un bebé recién nacido? Conmocionado, al día siguiente Ignacio se reunió con esa mujer y supo lo que ella había escuchado de buenas fuentes: podía ser hijo de “subversivos”. Esa noche Ignacio escribió el mail a Abuelas de Plaza de Mayo contando que sentía dudas. Él mismo había participado del ciclo “Música x la Identidad” en 2010, una clínica donde se estudiaban arreglos y se compartían charlas con nietos recuperados.

Días más tarde, Ignacio conversó con sus padres de crianza. Le contaron: como no podían tener hijos, Aguilar, el patrón de la estancia (fallecido en marzo de 2014), les había ofrecido al bebé. Les había dicho que la madre no lo quería tener y que él los ayudaría con los papeles. Lo habían ido a buscar a La Plata el 2 de junio de 1978, cuando era un recién nacido, y lo habían anotado como hijo propio. Aguilar había sido enfático: era mejor guardar el secreto.

Después de un intercambio de correos y datos con Abuelas, la CONADI le pidió a Ignacio que se extrajera sangre para cotejarla con las muestras del Banco Nacional de Datos Genéticos. El 24 de julio de 2014 Ignacio viajó a Buenos Aires, fue al Hospital Durand y dejó su ADN, su huella digital y una foto para el legajo. Después, volvió a Olavarría, donde dirigía la Escuela Municipal de Música. Para ganarse el mango, participaba de varias bandas: de tango, de folclore, de jazz, y se había armado un espacio en la escena cultural como pianista, música, arreglador y compositor.

*

El 5 de agosto de 2014 Estela se despertó temprano, y como siempre, escuchó la radio, se arregló, se preparó unos mates y leyó los diarios. Después subió al auto que la lleva desde su casa en Tolosa hasta la sede de Abuelas en Buenos Aires. A veces comparte el viaje con Claudia, pero ese día su hija tenía un turno en el dentista y había quedado en ir a la CONADI más tarde.

Al mediodía, Estela estaba en Abuelas, reunida con León Gieco y Raúl Porchetto para organizar “Música por la Paz”, cuando recibió un llamado de la jueza María Romilda Servini de Cubría. La magistrada del Juzgado Federal en lo Criminal y Correccional N° 1 le pedía que fuera a verla.

Como no le dio más detalles, Estela creyó que querría hablar personalmente de algún caso jurídico delicado. “Veo cuándo puedo acercarme”, le dijo Estela. La jueza insistió: “No, no. Quiero verte hoy, enseguida”.

Pensé que me llamaba por algún problema personal. Dejé la reunión y me fui a Tribunales. Me recibió en su despacho. Estaba también María Belén Cardozo, en ese momento directora del Banco Nacional de Datos Genéticos, con alguien de su equipo. Hablamos de bueyes perdidos. Se ve que querían que me sintiera tranquila. Y yo, ignorante total de lo que me iban a decir –contará Estela.

–Mirá Estela, tengo que darte una muy buena noticia. Hemos recuperado a un nieto más –le dijo la jueza Servini de Cubría. Estela se la quedó mirando. –Hemos encontrado a tu nieto Guido. El tuyo –le dijo Servini. Se hizo un segundo de silencio. El nieto 114 era el suyo.

La noticia se me fue al corazón, al alma, al cuerpo –dice hoy Estela–. Yo, que soy muy calma, me puse a gritar, nos abrazamos con la jueza y lloramos juntas las dos. Ella siempre se propuso encontrarlo, ya había restituido a varios nietos. La alegría fue enorme. Yo no podía creer lo que estaba escuchando y ella me lo repetía. Empecé a pensar en llamar a mis hijos, a las abuelas.

La jueza le mostró el legajo, las copias de los análisis y la foto del nieto. Y le reveló un dato más. Las sospechas de la familia Carlotto respecto de la pareja de Laura quedaban confirmadas con las muestras de ADN: el padre de su nieto, el compañero de Laura, era otro militante asesinado por el terrorismo de Estado, Walmir “Puño” Oscar Montoya. La información de la familia de Puño se había incorporado al Banco, después de que en mayo de 2009 sus restos fueran identificados en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Había sido enterrado en el cementerio de Berazategui como NN el 27 de diciembre de 1977. Pero unos años antes, una investigación de la que había participado Remo, había llegado a sospechar que Puño había sido el compañero de Laura y padre de su hijo. Era una deducción basada en testimonios indirectos, pero nadie podía decirlo con certeza3 . Ahora por fin se develaba el misterio: Puño, militante montonero, asesinado a los 25 años, era el famoso “Petiso” o “Chiquito” del que Laura le había hablado a Remo y a Kibo.

Entre lágrimas, Estela llamó a Claudia, que estaba en su casa en La Plata.

A eso de las dos de la tarde, sonó el teléfono y era mamá. Emocionadísima, me cuenta llorando que habíamos encontrado a Guido. Me puse muy nerviosa, y en ese momento, además de la emoción, me afectó mucho que ella estuviera sola –dice Claudia.

Claudia llamó a Remo. Estaba en su despacho del Congreso de la Nación, en la ciudad de Buenos Aires.

Me encontró en la oficina. Dejé todo lo que estaba haciendo y salí muy rápido. No podía esperar ni el ascensor, me acuerdo que bajé por las escaleras. No quería que mi mamá estuviera sola. Me fui a buscarla, y cuando llegué a Tribunales, ella justo estaba saliendo. Nos abrazamos. Era tanta la alegría, los gritos –dice Remo.

A la salida del juzgado, Estela se sentía flotar. En la calle, un señor que vendía afiches de Eva Perón se acercó a ella para saludarla y tratar de venderle alguno. En ese momento, sonó el celular: era la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Estaba emocionada. Lloramos juntas por teléfono. Mientras, este señor me seguía hablando y yo trataba de explicarle: ¡Encontré a mi nieto! ¡Encontré a mi nieto! El hombre se impresionó tanto que me regaló un afiche. Fue un día de locura. Llegué a Abuelas y era una fiesta colectiva –recuerda Estela.

Después de hablar con Remo, Claudia le avisó a Kibo. “¡Encontramos a Guido, mi amor!”, le dijo a su hermano, entre sollozos. Kibo todavía se ríe, jamás en la vida su hermana lo había llamado así:

Yo estaba en la Secretaría y no entendía nada. Le preguntaba, ¿qué? ¿Qué decís? Y ella: “Encontramos al hijo de Laura. Pasame a buscar, estoy en casa”, y me cortó.

Kibo dejó todo encendido y partió. “Me voy porque apareció mi sobrino”, dijo mientras funcionarios y empleados se lo quedaban mirando, y él caminaba como un espectro a buscar a Claudia para ir juntos hasta Buenos Aires. “Si manejaba, me estrellaba en la esquina”, recuerda ella. Cuando estuvieron juntos en el auto, iban tan emocionados que anduvieron un largo rato por la autopista, sin poder pronunciar una palabra.

Era mucha emoción y mucho nudo en la garganta. Se produjo un silencio largo hasta el primer peaje. Yo sentía que se me congelaba la cara y que por dentro me prendía fuego. Se me venían mil pensamientos, mi hermana, la vida –se emociona Kibo.

Entre tantas lágrimas y ansiedad, Claudia sentía que el trayecto se estiraba, el tiempo nunca había sido tan largo. A mitad de camino, su hermano empezó a preguntarle por los detalles: ¿cómo era?, ¿era parecido a Laura? Ella le decía que no sabía, no tenía el legajo, toda la documentación estaba en la CONADI. Claudia pasó el resto del trayecto hablando por celular, dando instrucciones para tener toda la información sobre el caso cuando llegara a Capital.

Los mecanismos habían funcionado diferente de lo habitual. Claudia, como directora de la CONADI, es la que recibe la noticia cuando se origina en una presentación espontánea en Abuelas, como en este caso. Cuando se trata de una extracción por vía judicial, se ocupa el juez. Al existir un expediente por la búsqueda radicado desde 1991 en el juzgado de Servini, el Banco Nacional decidió extrañamente informar a la magistrada. Y de algún modo el nombre se filtró a los medios, cosa que no había pasado nunca antes. Claudia estaba sorprendida por todo el mecanismo.

El primero en llegar a la sede de Abuelas fue Juano Falcone, uno de los hijos de Claudia. Después fueron llegando Estela y sus tres hijos, y se reunieron todos en el despacho de ella. Habían fantaseado muchas veces con ese instante, lo habían imaginado con múltiples formas: ¿cómo será el día que encontremos a Guido?

Estábamos en shock, fue de la manera menos esperada. Nada salió por lo menos como yo lo había previsto, ni en lo físico ni en el encuentro –dice Kibo.

En circunstancias normales, con los protocolos que se siguen, Claudia hubiera viajado a Olavarría como directora de la CONADI a dar la noticia personalmente a ese nieto restituido. Pero los Carlotto sintieron pánico de que Ignacio Hurban, el nieto 114, supiera la noticia por los medios, que ya los estaban llamando. Por primera vez en su vida, Claudia debió contarlo por teléfono. Justo a su sobrino.

Buscó el número y discó el celular registrado en el legajo. Esa tarde de invierno, Ignacio estaba en su casa en el barrio de Loma Negra, tocando el piano y tomando mate con bizcochos.

Claudia saludó y se presentó como coordinadora de la CONADI. Tratando de contenerse, le recordó que él se había acercado con dudas.

–Sí, me acuerdo –le dijo él.

–Te llamo porque llegaron los resultados –siguió Claudia.

Se hizo un silencio.

–Yo no tenía que decírtelo así, pero sos hijo de personas desaparecidas. El examen dio positivo –dijo ella.

–¡Apa! –exclamó él.

–Además tengo que decirte que sos Carlotto. Sos el nieto de Estela. Sos mi sobrino, en realidad. Soy tu tía –dijo.

Y entonces lloró.

Ignacio se rió. Se lo escuchaba contento. –Mortal. Dame unos días, dejame procesar todo esto –pidió.

Claudia le dijo que lo habían buscado 36 años, tenían toda la paciencia del mundo.

Me niego a pasar a la historia como una exagerada que me descontrolé –se ríe Claudia–. Él, como buen Carlotto, es un exagerado. Es verdad que se me quebraba la voz de la emoción, pero hay una serie de protocolos que seguí en todos los casos y que no se pudieron cumplir en este porque se filtró la información. Yo estaba muy preocupada por cuidar ese momento. Por suerte él es un divino y salió todo bien. Recién más tarde, cuando nos quedamos a solas con mamá, nos abrazamos y lloramos juntas.

La noticia ya estaba en todos los canales, radios y portales de noticias. En Olavarría los mensajes corrían por WhatsApp y tenía un remate: “Encontraron al nieto de Estela en Olavarría”. “¡Es Ignacio Hurban, el músico!”.

*

A las cinco de la tarde de ese martes 5 de agosto, Estela dio una conferencia en Abuelas, rodeada de sus tres hijos, sus trece nietos, sus dos bisnietas, sus compañeras de lucha, nietos restituidos, periodistas, funcionarios. La gente se apretujaba en las escaleras del edificio y en la esquina de la calle Virrey Cevallos. Los autos que pasaban por la puerta hacían sonar sus bocinas celebrando. Era como si todos hubiéramos ganado algo.

“Le pedí a Dios que no quería morir sin abrazarlo”, decía Estela y por primera y única vez estaba despeinada. Fue uno de los días más felices de la historia argentina, con casi todos llorando frente a los televisores. Pensando: ¿Qué se hace con los abrazos y los besos acumulados en 36 años? ¿Por qué un caso tan singular –el de una joven mujer militante secuestrada, desaparecida, asesinada, obligada a parir con grilletes, el de un bebé que fue arrancado de los brazos de la madre al nacer y pasó 36 años sin saber quién era– atraviesa y conmueve como si se tratara de alguien de nuestra familia? ¿Porque es una historia que representa a otras tantas que encarnan que sólo con perseverancia y organización colectiva es posible conseguir y transformar? ¿Porque enseña que más temprano que tarde sin reposo el velo de la mentira cae? ¿Porque en esta aparición de un nieto se respira también la aparición de una madre? ¿O estremece simplemente por eso, porque se trata nada más, y nada menos, que de una aparición?

En esa conferencia Estela recordó que en unos días se cumplía el aniversario del asesinato de Laura: “Que mi hija sonría desde el cielo y me repita lo que ella sabía antes que yo, porque nunca fui una mujer de lucha abierta. Y ella dijo: ‘Mi mamá no se va a olvidar de lo que me están haciendo y los va a perseguir’. Ahora ella estará diciendo: ‘Mamá, ganaste una batalla larga. Esto es un premio para todos’”.

Al terminar la conferencia, en Abuelas no se podía caminar. Claudia escapaba de las cámaras y seguía pendiente de su sobrino restituido. “Da un poco de angustia. Él necesita tiempo para procesar todo esto. Nosotros venimos hace años y fuimos muy cuidadosos”, decía. “¡Abuelita! ¿Va a alcanzar el estofado de los domingos?”, bromeaba uno de los nietos a Estela. Y ella reía a carcajadas: “Ay, ¡la pastaciutta!”.

Al día siguiente, Estela y sus hijos se encontraron a solas con Ignacio. El primer abrazo, el que se demoró 36 años, llevó más de seis horas. “Fue un encuentro soñado, como lo imaginamos. Si hasta despidió a mamá diciéndole: ‘Chau abu’”, contó Remo.

Siempre me lo había imaginado parecido a Laura –dice hoy Estela–. Pensé que iba a ser bajito y que tendría cara de bueno, tal como mi marido me había comentado del compañero de mi hija. Ese día llegó a la casa de Claudia, donde nos encontramos, escoltado por su mujer Celeste y sus amigos. Yo lo abracé. Él no, se quedó estático, aceptando el abrazo contenido 36 años. Le dije al oído cuánto lo había buscado. “Bueno, vayamos despacito”, me pidió. En ese momento yo era una extraña para él. Teníamos que ir acompañándolo, hablar, conocernos.

Después fue el turno de sus primos: los Carlotto y las primas Montoya, Sabrina y Melina. Por esas vueltas de la vida, una nieta de Claudia y bisnieta de Estela va al mismo jardín de La Plata que el hijo de Sabrina. Y uno de los hijos de Claudia, supieron después, ya era amigo de Melina. La Presidenta de la Nación también quiso conocerlo personalmente y se encontraron con ella en la residencia de Olivos.

Con la prensa asediándolo, y sin poder volver a su casa de Olavarría porque los periodistas montaban guardia en la puerta, el viernes 8 de agosto, el nieto 114 se presentó junto a su abuela Estela, los Carlotto, algunos Montoya, sus mejores amigos y Celeste, su mujer, en una conferencia de prensa. Estela sonreía ante una multitud de periodistas empujándose, y se preguntaba: “¿Qué dirá?”.

–Buenas tardes, yo soy Ignacio. O Guido –se plantó él.

Hacía 48 horas que el huracán de la verdad se había instalado en su vida y entre sus primeras palabras pedía a otras personas que sintieran dudas que se acercaran a Abuelas y se dejaran arrasar como él por el derecho a la identidad. “Quiero que esto que me pasa a mí sirva para potenciar esta búsqueda”.

Mi nieto me sorprendió tantísimo en esa conferencia. Yo pensaba que a veces los periodistas son indiscretos y no sabía cómo iba a reaccionar. Respondió todo con una soltura que parecía que había sido preparado. Quedamos azorados. Parecía uno de los nuestros. Y de algún modo, lo había sido durante mucho tiempo, porque incluso sin saber quién era había participado del ciclo “Música x la Identidad”, y de otras actividades vinculadas a la Memoria a través de lo que él más adora, la música. Hay tantas coincidencias extrañas pero mágicas. Que yo le haya escrito esa carta cuando cumplió 18 y le dijera que seguramente le gustaba la música, y nombré el jazz –recuerda Estela.

“Evidentemente hay una memoria genética y una energía que trasvasa todo, y hace que hoy yo esté acá en el lugar del que nunca me tendría que haber ido. En algún lugar debe estar la relación, porque si no, yo que fui joven en los 90, habría ido para otro lado, hubiera terminado haciendo otra cosa. Ser artista es una actividad política también”, dijo el nieto durante la conferencia. Ya había tocado en el centro Cultural Haroldo Conti (ex ESMA). Desde ese día, el de su aparición pública, ha recibido invitaciones para viajar por el mundo con su música, la que sobrevivió a las muertes y a los campos de concentración.

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Su tío Jorge Montoya siguió la conferencia en el televisor de un aeropuerto, viajando desde Caleta Olivia a Buenos Aires, con la abuela Hortensia “Tenchi” Ardura, la madre de Puño, de 92 años. Ignacio se reuniría al día siguiente con todos los Montoya. El abuelo José Montoya Vegel, el que tocaba el saxo y trabajaba en YPF, en el campamento de Cañadón Seco donde Puño y su hermano Jorge pasaron la infancia, no llegó a conocerlo.

A los Montoya les impresionó el parecido entre Ignacio y su padre, Puño: el hombre nacido en febrero de 1952 en Comodoro Rivadavia, a cien kilómetros de Cañadón Seco. El “Petiso” o “Chiquito” tocaba la batería, había aprobado un curso de piloto y cada tanto sobrevolaba su pueblo en vuelos rasantes. Hasta que decidió que debía partir, emprendió un peregrinaje que incluyó Bahía Blanca, y en algún momento llegó a La Plata, donde militó en Montoneros, vinculado al frente gremial de la Juventud de Trabajadores Peronistas.

El 24 de octubre de 2014, cuando se señalizó el centro clandestino de detención La Cacha y se conoció la sentencia, Juan Oscar Gatica y Ana María Caracoche, ex secuestrados y padres de dos hijos restituidos, habían viajado desde Brasil, donde viven, para estar ahí. Ese día, Gatica contó que fue él quien presentó a Laura y a Puño4 .

Gatica militaba en Montoneros y había sido secuestrado en Bahía Blanca y luego liberado. Conocía a Puño y a dos compa-ñeros del sur, los hermanos José (pareja de Elisa Cayul, “Rosita”, la embarazada que compartió cautiverio con Laura) y Juan Cugura (pareja de Olga Casado), que solían moverse juntos, vinculados a las actividades de prensa. Un domingo del invierno de 1977 se había armado un grupo para almorzar, al que también se sumó Laura.

“Las mujeres se fueron al cine y los hombres a la cancha”, contó Gatica. Era uno de los primeros partidos de Diego Maradona en la selección argentina. “Pero Puño prefirió el cine y ahí empezaron a salir con Laura”. Mario Cugura, hijo de “Rosita”, también estuvo en la señalización de La Cacha y en la sentencia del juicio, y contó que conoció a Laura cuando era chico, en la casa en Avellaneda donde vivía con su familia. Todavía sigue buscando a su hermano, nacido días antes que el hijo de Laura.

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A los miembros de la Comisión por la Memoria de Olavarría no les impresionó tanto que Ignacio Montoya Carlotto –el nieto adoptó los apellidos de ambas familias, pero prefiere conservar el nombre con el que vivió casi toda su vida– apareciera justo allí. La ciudad, parte del circuito represivo que conectaba a Azul, Las Flores y Tandil, tuvo su propio centro clandestino de detención, Monte Peloni. Un Informe de la Comisión había revelado–entre tantos datos imprescindibles– el testimonio de un carpintero, tomado en 1984 en un juzgado de Azul, que durante varios años y hasta 1978 fue policía bonaerense. “Oí decir varias veces que los cadáveres iban a tirarlos al polvorín de Serris. Los hacían volar con barrenos en una cantera de Cerro Sotuyo, o los cremaban en una cantera de Sierras Bayas, y sobre todo, los tiraban en una cantera abandonada de Loma Negra”.

Una parte de los crímenes de ese chupadero en medio del campo que fue Monte Peloni empezaron a juzgarse en septiembre de 2014, tiempo después de que la restitución de Ignacio/Guido sacudiera la ciudad. El 29 de diciembre, Araceli Gutiérrez, la única mujer que estuvo secuestrada ahí y que hoy es la guardiana del predio, escuchó la sentencia mientras sostenía sobre su pecho un retrato en blanco y negro de Laura Carlotto. Se sospecha que algunos de los que trabajaron para ese aparato represivo pueden haber participado de la entrega del bebé. Olavarría: un polo obrero, el emporio del cemento, una de las pocas ciudades que prosperó durante la dictadura. Un lugar casi perfecto para desaparecer a un bebé a pocos kilómetros, en el medio del campo. ¿Quién lo iba a buscar en Cerro Sotuyo? ¿Los hombres que iban a arrojar cuerpos a Sierras Bayas? ¿Quién lo iba a hallar en un paraje aislado del mundo, con un matrimonio de peones sumisos y obedientes al patrón, cuya ciudad de referencia más cercana era una urbe conservadora, liberal, religiosa, promilitar, cabecera de la represión en la zona y llena de cómplices civiles de la dictadura?

La causa que investiga cómo Guido se convirtió en Ignacio –dónde nació, quién lo sacó de los brazos de su madre y lo entregó a Aguilar para que él se lo entregara a su vez a los Hurban– recién empieza. Después de un periplo judicial, el expediente salió del despacho de Servini de Cubría y desde el 20 de marzo de 2015 está en manos de Marcelo Martínez de Giorgi, en la Justicia federal. El 6 de abril de 2015 Ignacio Montoya Carlotto declaró como testigo.

Contó que los Hurban fueron a buscarlo a La Plata el 2 de junio junto con Aguilar, un hombre de fuertes vínculos con las fuerzas vivas de Olavarría y en especial con el Regimiento. La entrega del hijo de Laura parece haber ocurrido, finalmente, a principios del mes de junio de 1978, un día después de que empezara el Mundial de Fútbol. Quizás la confusión con el señalado como un posible día del parto por una sobreviviente que estaba cautiva  provenga de que ese fue el día siguiente al último partido de la Copa.

*

El 2 de junio de 2015 Ignacio celebró su cumpleaños en Olavarría y quiso reunir a toda la familia. Los festejos fueron el sábado y hacia allá partieron una treintena de parientes nuevos, los Carlotto y los Montoya, liderados por las sumas sacerdotisas de cada familia: Estela y Tenchi, con nietos, bisnietos e hijos y regalos a cuestas. Estela cuenta que fue una fiesta inolvidable. Cada vez que habla de su nieto algo en ella se enciende. Sus hijos la cargan: ya no hace falta que la persigan para que vaya al médico, va sola. Dejó el bastón.

Fue especial. Esto nos cambió la vida. Y el después es más lindo que el antes –dice Kibo.

El tío de Ignacio, el compinche de Laura, le llevó de regalo un cd grabado por él y un amigo en estudio. Con su guitarra, Kibo hizo una versión rocanrolera del tema que compuso su sobrino mucho antes de saber quién era: “Para la memoria”.

Fantasma viejo y roído, capullo de los rosarios

cuando se postran las sombras detrás del abecedario

si lapidando al poeta se cree matar la memoria

qué más le queda a esta tierra que va perdiendo su historia.

Surten menguar las ideas pues que se frena la clara

con dos monedas de cobre cubriéndome la mirada.

Cargando en ancas los hombros se van quedando los años

no se han cerrado las puertas ni las heridas de antaño.

Camino al sol, que hace la sombra de todo igual

si al estrujar el viento contra un pecho labriego

ya no hay heridas que marquen los brazos de un hombre entero

ni hay canciones que apañen lo que no guarda en el pecho.

Junto a Celeste y sus amigos, más de cien personas le cantaron el cumpleaños feliz. Estela, Claudia, Kibo, Remo, los Carlotto y los Montoya, también sintieron que ese día se cumplía algo cuando Ignacio sopló las velitas con una remera celeste y blanca, que llevaba un número en la espalda: el 114.