El cuarto es de dos metros por dos. Está pintado de blanco, tiene una ventana breve y en las paredes nada, ni un clavo.

– La primera vez que vinieron no se querían sentar por la desconfianza, me hablaban paradas. Imaginate: una monja. Encima una monja de clausura, una carmelita. Me daba cuenta de lo que pensaban: “¿Y esta de qué quiere convencernos?”.

Mónica Astorga Cremona viste el mismo modelo que usa hace tres décadas: una túnica marrón hasta los tobillos, pañol en la cabeza, remera blanca y sandalias. Tiene ojos también marrones, intensos, y en la piel no hay marcas que prueben 52 recién cumplidos.

contrans7_n–Cuando se relajaron, empezaron a contarme sus historias y no pararon por dos horas. Lloraron, largaron y largaron. Había una angustia acumulada. Hasta que en un momento salió el tema de los sueños y Katy me dice: “Yo lo que quiero es una cama limpia para morir”. Ahí ya está, me desgarró.

Habla y toma mate como combustible. Un termo, dos termos, tres termos. Si tiene que poner un principio a la historia, Mónica repite la narración de esa tarde en que las palabras de Katy la conectaron a momentos de su infancia. Dice que aquella noche casi no durmió. Era la segunda vez en su vida que veía a una mujer trans y tuvo una confirmación. Ninguna teoría biológica la iba a frenar: si ellas la necesitaban, no importaría si alguna monja o cura opinaban en contra.    

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El monasterio de las carmelitas descalzas está al costado de la ruta que une la capital de Neuquén con la ciudad de Centenario, una población de 34 mil habitantes que, como la mayor parte de la provincia, se mantiene por la actividad petrolera o sus derivados. A media cuadra del convento, donde las calles son de tierra, los chalets prolijos conviven con descampados de pajonales. Del otro lado de la ruta el paisaje está seco: capas y capas recortadas por máquinas que buscaron vaya a saber qué, quizá los giganotosaurus que poblaron la zona en el cretácico o la esperanza de algún metal minero. Sea como fuere, desde las celdas del monasterio nada de esto puede verse.

Mónica y sus cinco compañeras de clausura viven en la austeridad y no reciben subvenciones del Estado “católico, apostólico, romano”, tal como adopta el artículo dos de la constitución argentina. En 1991, cuando se renovaron las constituciones propias de la iglesia, estas monjas decidieron que iban a vivir solo de lo que trabajaran.

– Cuando hay, hay, y se comparte. Si hay menos, vemos cómo arreglarnos. No nos gusta la idea que existe sobre las monjas de que somos personas que se la pasan pidiendo –dice Mónica.

La fuente de sus ingresos viene del licor, los dulces y artesanías que hacen en el mismo convento, y que varios comercios les compran a consignación. Si alguien pasa y quiere donar algo, lo reciben y almacenan para darle a quienes tocan timbre y piden ayuda. Lo que tienen, lo comparten, aunque hace once años que Mónica busca también lo que no tiene, por eso para algunas creyentes, y no tanto, es como una santa. La hermana de las trans.

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foto-monja-trans6627542_n“Nos llevaban presas simplemente por ser, por ser lo que somos”, dice Katy: 49 años, sólida, la voz de agudo intermitente: “Yo vine de Buenos Aires a Neuquén porque acá era menos tiempo que estabas presa. O sea, me vine escapando de la policía. En Buenos Aires el mínimo eran tres días y se sumaban hasta llegar a los noventa. Si me quedé acá, fue porque dentro de todo vivías más tiempo en tu casa. Aunque dependiendo la temporada ni siquiera, porque salías y a la madrugada  volvías a caer”.

Recién en 2011, un año antes de sancionada la ley que permite cambiar de género en los documentos, Neuquén derogó cuatro puntos del código de faltas que penalizaban la existencia de personas trans (entiéndase trans como travestis, transexuales y transgéneros). Los artículos 54,58, 59 y 60 castigaban con multas y cárcel cuestiones tan anacrónicas como usar “vestimentas contrarias a la decencia pública”, ser “homosexual o vicioso sexual” y “ofrecerse en forma escandalosa”. Estas contravenciones habilitaban razias arbitrarias y, al no precisar instancia judicial para aplicarlas, los policías las aprovechaban para armarse un extra a base de coimas.

– La prostitución también era delito. Se podía pagar y listo, pero igual nos llevaban presas a las cárceles de hombres, con borrachos, y nos hacían pasar unos espectáculos espantosos. Nos pegaban, violaban y la vida de todas nosotras era así. Las que seguimos vivas de esa época nos cuidamos porque somos sobrevivientes.

Katy es la encargada de cuidar La Casita, un espacio que pertenecía al obispado y que a partir de la gestión de Mónica fue, de a poco, convirtiéndose en la usina de trabajo de las trans que quieren inventarse alternativas a la prostitución. El terreno está a doce cuadras del centro de Neuquén y tiene en el paredón un mural que dice “Vidas escondidas”, el nombre de la asociación civil que fundaron para conseguir el lugar con las letras de la ley.

La construcción es muy humilde, práctica, pero entre todas la mantienen con una prolijidad que le da aires de nobleza. Afuera, conectadas por un patio, están la cocina, un taller de costura, un espacio para peluquería y alguna habitación para las que no tienen dónde pasar la noche. Más adelante, en un salón que espera vacío, la idea es armar el primer geriátrico atendido por trans.

– Cómo no vamos a creer en algo, si cuando salías a la ruta no se sabía qué iba a pasar. La espiritualidad es algo fundamental y la sentimos como todo el mundo, aunque con la iglesia nos cuesta, porque bueno… no todos tienen ganas de vernos los domingos y te lo hacen saber. Cada una de nosotras cree en lo suyo y a su manera –dice Mara.

Mara tiene 40 años y está dando los primeros pasos de su emprendimiento en La Casita, haciendo comidas caseras por encargo. Tuvo que prostituirse, como todas. Pero hace dos años siente que su cuerpo ya no es lo que era. Además, está cansada. De la violencia, de las noches frías en la Patagonia, de los atajos de la droga y el alcohol para soportar, de la hipocresía, de quienes de noche la consumen y de día dan vuelta la cara, de los policías, de las razias, de la competencia, de las explotadoras, de la desconfianza, de las pesadillas, los calabozos, la soledad. Se cansó: y tiene claro de qué.  

– La calle está más difícil, hay poca plata. Aparte las pibas ahora se las arreglan todo por internet. En una época, con los petroleros de clientes, venían a ganarse el peso a la provincia de todas partes. La cantidad de compañeras que enterramos porque no tenían a nadie –hace una pausa, las manos se toman de las rodillas para sostenerse de algo–, cuántas a las que habían echado de sus casas antes de los 15, de las que sus familias ni saben, ni les importa, que están muertas.

Mara mide metro ochenta en zapatillas y no tiene pelos en la lengua. Al principio, cuando las demás le hablaban de Mónica, no quería saber nada: “A mí, sin conocerla, no me caía bien. Yo tenía esa cosa contra lo que viniera de la iglesia. Recién empecé a creer que pensaba en  ayudarnos de verdad porque no es que aparece, te dice una oración y chau, andate. Mónica es diferente a ciertos discursos, ella es acción: busca, está pendiente, ayuda, te llama. No lo hace por una foto ni por plata, porque sabemos que vive sin un peso.

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El lugar preferido de Mónica está arriba de un techo de tejas, al que sube trepando por la casa del vecino. Tiene siete años y un mundo íntimo solitario: crea personajes, hace cruces con palitos e hilos, usa frascos o cajas para sus farmacias y almacenes. Las muñecas están en colgadas en las paredes, le parecen espantosas, no las toca. Su madre, María Vilma, no se anima a tirarlas y las cuelga. “Las muñecas que manda papá no las quiero”, dijo una vez Mónica y después lo repitió, al ritmo que las siluetas se acumularon junto al polvo.  

María Vilma Cremona había dejado su Rauch natal para probar suerte en Buenos Aires y ayudar a su familia, que vivía siempre al límite de la pobreza. En la ciudad, consiguió trabajo limpiando casas y al poco tiempo se conoció con Ángel Astorga, un ferroviario con el que se casó y concibió a Mónica y su hermana Lucía. Después de algunos años felices, y varias sospechas acumuladas por noches en las que él no volvía a dormir, María Vilma comprobó que Ángel la engañaba y eso la colmó: le dijo a sus hijas que pusieran las cosas en un bolso, que se iban con ella a Rauch. Pero su suegra se opuso -le pronosticaba necesidades y miseria- y en medio de la discusión el acuerdo fue que se llevara a Mónica, pero que a Luli, tres años mayor, se la quedaba ella.

– En Rauch fueron momentos duros, de estar siempre con lo justo. Pero a pesar de las necesidades, de haber vivido en una casilla hecha de cuatro chapas, de llegar a dormir en un banco de plaza, pienso que fui feliz. Estar con mi madre era lo más importante, ella hacía que todo fuera soportable –cuenta Mónica sin tono de drama.

Entre la escuela y su casa, donde pasaba muchas horas sola mientras María Vilma hacía changas, había una iglesia a la que Mónica empezó a ir para entretenerse. A los 10 años, cuando tomó su primera comunión, ya había dicho que quería ser devota y pasaba las tardes con las monjas. Más tarde, cuando cursaba la secundaria, la burocracia clerical la desilusionó.

– Iba una escuela católica y como nos ponían falta si no asistíamos a la misa me empecé a revelar. No podía ser que algo tan personal como la misa fuera por obligación. Ahí me alejé, tuve un tiempo de enojo con Dios.  

Para los 17, Mónica se había ido a vivir al barrio porteño de Flores con su hermana y salía a bailar todos los fines de semana. Era habitué del Pinar de Rocha, una de las discos más grandes del conurbano, y se sumaba también a las juntadas previas. Le encantaba ir a la peluquería, vestirse combinada, invertir en moda.

– Cuando llegaban los lunes y tenía que ir de vuelta a trabajar al negocio de ropa me sentía vacía. Esa vida no me alcanzaba. Cerca del local estaba la iglesia de San José de Flores y empecé a ir un rato todos los días. El cura me recomendó un grupo de jóvenes que se juntaba los fines de semana para compartir sus experiencias y me sentí cómoda, me reencontré con lo que me gustaba de la religión.

A la par que se acercaba a la iglesia, Mónica tomaba distancia de su novio, que le había pedido casamiento e insistía a pesar acumular varios “no”. En adelante ya no dudó: a los 18 empezó con los retiros espirituales y a los 22 ingresó al postulando del monasterio neuquino, de donde ya no se iría. Para los 25 fue definitivo: se casó con Cristo.

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Saya nació en la zona más carenciada de un barrio carenciado de Neuquén, en una casa mínima de chapas donde vivía junto a trece hermanos y el terror cerca: pegado a su terreno, había un tío que la abusaba cada vez que podía. Tenía que salir seguido a pedir por las calles para comer, y hoy recuerda que no se sintió discriminada tanto por su identidad, sino por las miradas de lástima y rechazo que le daban junto a las limosnas. Desde muy chica, vivió identificada con lo femenino. Y al no conseguir otra opción, empezó a prostituirse:

– La calle es como una droga, entrás y te cuesta salir. Pasan los años y si no hacés algo con la plata cuando te das cuenta quedás arruinada.  

Cuando Saya conoció a Mónica, estaba tan angustiada por los fantasmas de la infancia y los recuerdos de abuso que ya no quería vivir.  

– Mónica me ayudó a conectarme con el teatro, algo que siempre había tenido ganas de hacer: bajar una escalera, las plumas, la ropa. El glamour. Ella me presentó a un amigo que me dio clases y fue el primer empujón. Cuando gané confianza, no me pararon. Escribí, dirigí y actué en mi propia obra, la “Endiablada Hot”, en la que hacía diferentes sketchs donde hablaba de la vida que nos toca a nosotras: el vih, la discriminación, prostituirnos… 180 personas por función ¡La sala se llenaba! Lloraban, aplaudían, fue hermoso. La provincia la declaró de interés cultural y social.

En pleno éxito, hace dos años, a Saya le diagnosticaron cáncer y tuvo que parar. Pero dice que va a volver al teatro, que ya tiene algunas ideas en mente. Mientras, todas las semanas, viaja al monasterio para contarle sus novedades a Mónica.

– Sabiendo que hay alguien al lado tuyo, que si andás de bajón te levanta, te cambia la energía. Ella va para delante, es como un caballo, le da y le da por más que este mal. Nosotras le decimos que relaje, porque le lastima. Pero en su afán de defenderte, porque lo vive en carne viva, le llegan a doler los insultos que le mandan para nosotras. Yo no sé si una santa, pero está bendecida.

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monja2nDomingo. A las seis de la tarde suena la campana y cuatro nenas de entre 7 y 12 años hacen de monaguillas descontracturadas: no usan ninguna ropa que las identifique con la iglesia sino que se visten como les queda cómodo, incluso con camisetas de fútbol. Al costado del altar, tras una reja abierta, las seis monjas asisten a misa pero no asoman ni para recibir la comunión: el cura se acerca, les tiende la mano y ellas comulgan. La reja es parte de la tradición carmelita, una barrera que las separa del mundo material a su reclusión contemplativa.

Entender por qué estas monjas deciden no salir de la iglesia es también entender a los budistas tibetanos que eligen quedarse meses ayunando en alguna montaña, o a los musulmanes que marcan el tiempo con el Salat, siempre en dirección a La Meca. Ellas no están en éxtasis ni son ajenas al mundo que las rodea, pero eligen que su  reloj se mueva por las liturgias de las horas, un continuado de oraciones para cada momento del día.

– Santa Teresa fue una revolucionaria en el 1500, ella salía con su carreta a fundar  comunidades más allá de los que se oponían porque era mujer. La idea que tenemos nosotras es sostener al mundo con la oración. Santa Teresita, en Francia, también fue un ejemplo de cómo transformar al mundo sin salir del convento donde vivía, haciendo sus votos de pobreza y rezando hasta el último momento. Ella es de mis preferidas.

En Argentina hay 33 órdenes de carmelitas y la de Centenario es menos estricta que otras. Por eso, en excepciones, Mónica puede salir para hacer contactos, visitar a quienes ayuda o viajar a otras provincias si una trans la necesita. Además, su vida de clausura está atravesada por las redes sociales: filtros de Instagram, placas de Facebook, encuentros por Skype, mails con el Papa, todo suma para conectarse con personas trans dentro y fuera del país; compartir noticias, bendiciones, búsquedas laborales o incluso dar protección.

– Vino a verme una chica que recién había llegado a la provincia y estaba preocupada porque en el lugar donde se prostituía la estaban amenazando para que entregara plata. Nos sacamos una foto y la subí poniendo “bienvenida a la ciudad”. Se ve que algo de impresión les dio, porque no la molestaron más. Es una forma de ayudarlas que empecé a implementar.

Después de la última oración comunitaria de la noche, la víspera, se dedica a contestar por las redes a quienes le escriben dudas. Siente que tiene poca paciencia con los trols, y menos si quienes la consultan se dicen parte de la iglesia.

– Una señora me empezó a hablar de su hija, que era lesbiana, y ella no la quería. En un momento me dice: “Y toda esa gente que acompaña, ¿usted les dijo que viven en pecado?” ¡Y yo quién soy para decirles que viven en pecado! ¡Yo también tengo pecados! Otra señora me dice: “¿No se da cuenta que la homosexualidad es porque no tratan la carencia afectiva?” Le digo: entonces somos todos homosexuales, ¿quién no tiene una carencia afectiva? Imaginate yo, con toda mi historia, ¡soy recontrahomosexual! Me bloqueó.

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Entrenada en el arte de escribir cartas -desde que está en el monasterio tiene intercambio con presos a perpetua-, Mónica le mandó varias a la municipalidad hablándole de sus chicas, contando las necesidades que tienen y la urgencia de un techo. Le respondieron que tal vez y no fue fácil, porque tuvo que conseguir un terreno.

–Mis compañeras me escuchan y se ríen, ¡vos te la pasas hablando de propiedades desde acá adentro!

Las cosas se dieron y este invierno llegó con una alegría para las trans, que fueron ellas mismas a alambrar el terreno. El plano está listo y van a construirse doce monoambientes, quizá los primeros de varios proyectos.

–Recibí más de cien mujeres trans que me vienen a ver de todo el país y hablé con cientos por internet. Ellas tienen sus deseos, como todo el mundo. Pero si las echan de su casa, nadie les da trabajo, las discriminan. Así no se puede. Acá no importa si creen o no en Dios, lo principal es que sepan que no están solas.

Afuera del monasterio el cielo es una boca oscura y los perros se ven solo por el brillo de sus ojos. Antes de dormir, no hace falta que lo diga, Mónica dirá una oración más.