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Por Ileana Arduino y Esteban Rodríguez Alzueta*

La semana pasada, una pelea entre un chofer de la Línea 79 y un pasajero se dirimió con un arma de fuego. El conflicto se produjo en Quilmes cuando el chofer reclamó a una persona el abono del pasaje que decía haber pagado. Cuando todo parecía que había terminado -el pasajero en cuestión había descendido después de que el chofer lo invitara a hacerlo- otro pasajero se sobresaltó y sacó un revólver. No sólo lo amenazó, también forcejearon adentro del micro que estaba repleto de pasajeros. Dicen que mientras algunos intentaban escapar por las ventanas, otros se agacharon y buscaron esconderse debajo de los asientos, ante el peligro de que la pistola sea gatillada.

Esta vez, como dicen los periodistas, no hubo que lamentar víctimas, pero no se trata de un caso aislado. Un comunicado de la Red Argentina para el Desarme (RAD) de días pasados presenta un panorama preocupante. Entre otras cosas alertan que “en los últimos 15 días ésta situación llegó a extremos incomprensibles en una sociedad democrática: en Hurlingham, un ex agente de seguridad acribilló a 6 integrantes de su familia; otro vigilador privado está acusado de asesinar a dos adolescentes y dejar gravemente heridas a otras dos en Florencio Varela; en la fiscalía de La Matanza robaron 40 armas de un “depósito” judicial que no contaba ni con las más mínimas medidas de seguridad. En Bahía Blanca, un policía local que acababa de terminar “con éxito” un reentrenamiento mató de varios tiros por la espalda a su padre, luego de haber golpeado a su mujer”.

En este párrafo, aunque no es exhaustivo, concurren casi todos los vectores por los que la cotidianeidad en cada vez más territorios y relaciones –con apoyo en la desidia estatal- va mudando hacia una normalidad violenta en cuyo contexto, la centralidad de la vida aparece cada vez más depreciada.

El problema son las armas. Trifulcas y riñas hubo siempre, peleas que, en el peor de los casos, se arreglaban discutiendo o no hablándose nunca más, o a lo sumo a las trompadas. Ahora la intolerancia supera rápidamente los umbrales de la amistad y encima las personas pueden estar armadas. La novedad es la indolencia pero también las armas. ¿Quién puso las armas en nuestras manos? ¿Quién nos dijo que las armas le agregan seguridad a nuestra vida cotidiana?

Si retomamos las estadísticas que produjo la Corte Suprema hasta hace unos años para CABA, el Gran Buenos Aires y La Plata y gran La Plata nos daremos cuenta que tenemos más chances que nos mate nuestro vecino que un joven en “ocasión de robo”. Tenemos más chances incluso de morir atropellados en un accidente de tránsito por una persona que conduce a velocidades excedidas o pasó el semáforo en rojo que en manos de los demonizados “pibes chorros”. Y la manera de defenderse del “flagelo del delito callejero” es adquiriendo un arma de fuego en el mercado oficial o negro.

En los últimos años hemos asistido al resurgimiento de formas de justicia popular pre-estatal: linchamientos, justicia por mano propia, escraches, tomas de comisarías. A sus protagonistas no les interesa la verdad y tampoco los derechos de los supuestos victimarios. No les impulsa la justicia sino la bronca y la sed de venganza. La infamia es el modelo de justicia para organizar esta particular forma de administrar justicia. Su finalidad es la estigmatización: hay que marcar a la persona para siempre.

La alterización será de por vida, porque no hay resocialización cuando las víctimas quedan atadas al pasado. Muchos de estos protagonistas y apólogos de la violencia, están armados hasta los dientes y se vanaglorian de ello. Son ciudadanos soldados sin entrenamiento, gente llena de resentimiento y miedo. Esas armas no son objeto de control alguno y sus usuarios no siguen protocolo alguno. Su única escuela fueron los jueguitos electrónicos y las películas de Hollywood.

La circulación de armas descontrolada se asienta sobre los escombros cada vez más abultados de prácticas y vínculos de cohesión comunitaria que se han ido debilitando y urge recuperar. No podemos considerar el episodio en la Línea 79 como un exabrupto, el arranque de un loco suelto, otra persona desbordada por el calor.

A las armas no las carga el diablo, sino el pánico, es decir, el tratamiento truculento que ensaya el periodismo en torno a los “casos policiales”, la demagogia punitiva de nuestra dirigencia que hace política con la desgracia ajena y el empoderamiento de la vecinocracia avivada por la expansión de los mercados de la seguridad privada.

Ileana Arduino es abogada con orientación en derecho penal (UBA) integrante de INECIP y miembro de la Comisión Investigadora de Violencias en los territorios.

Esteban Rodríguez Alzueta es investigador de la UNQ, director del Laboratorio de estudios sociales y culturales sobre violencias urbanas (LESyC). Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad.

Imagen: wikimedia commons