comisarias

El intento de copamiento de la comisaría de San Justo, independientemente de su gravedad y particulares connotaciones, sirvió para poner de relieve las condiciones de alojamiento de las personas que se encuentran privadas de la libertad en las dependencias policiales. Por ejemplo, que en esa misma seccional había 46 presos cuando su capacidad es para 18 personas. Situación que se reitera a lo largo y ancho de la provincia de Buenos Aires.

El territorio bonaerense cuenta con 137 comisarías con calabozos preparados para albergar a unas 1.000 personas. Sin embargo en la actualidad hay más de 3.700 personas privadas de la libertad en esas dependencias, en condiciones verdaderamente indignas. He tenido ocasión de inspeccionar lugares de alojamiento de esas características, que no he vacilado en calificar como verdaderas taperas, imposibles para la vida humana.

Una primera aproximación al tema nos dice que las comisarías no son sitios para alojar detenidos, como no sea por el brevísimo lapso de tiempo que media entre una detención y que el individuo sea puesto a disposición del juez o fiscal. La regla general es que las personas deben permanecer allí por espacio de semanas, meses y  hasta años. Las instalaciones no permiten llevar una vida medianamente digna (acceder a luz natural, a la ventilación, tener espacio para esparcimiento, poder realizar alguna labor, tener contacto privado con familiares), a lo que hay que sumar que el personal encargado de la custodia no tiene el entrenamiento indispensable para tratar con individuos en situación de encierro.

Entre 2011 y 2012 el Ministerio de Seguridad de Buenos Aires dictó una serie de resoluciones prohibiendo el alojamiento de personas en las dependencias policiales, por las mismas razones que señalábamos antes. Sin embargo, en junio de 2014 el mismo Ministerio rehabilitó los calabozos frente al colapso de los establecimientos penitenciarios y como un modo de descongestionar su funcionamiento.

El panorama precedentemente trazado (en contra de lo que algunas personas creen y afirman, que los presos entran por una puerta y salen por la otra) nos remite a un análisis más profundo, que es el relacionado con la sobrepoblación penitenciaria y las políticas públicas frente a esta problemática.

La ecuación es dificultosa. En una organización social e institucional seria y responsable, que actúe de modo sensato y predecible, no puede sostenerse un nivel de encarcelamiento como el que exhibe la provincia de Buenos Aires, que ya ronda las 70.000 personas privadas de la libertad. La capacidad de alojamiento del sistema se encuentra superada de modo ostensible. No podemos ni debemos tener presos en comisarías, que de desalojarse implicaría arrojar unas 4.000 personas al sistema penitenciario. No se construyen (ni queremos que se lo haga) nuevos establecimientos. Y la población reclusa continúa con su curva ascendente. Una verdadera bomba de tiempo.

¿A qué factores obedece la desmedida sobrepoblación penitenciaria? Los factores son múltiples. Reformas legislativas que restringen la libertad durante el proceso, el endurecimiento de las penas, un discurso oficial que reclama severidad en el tratamiento de procesados y reclusos, reclamos de una parte de la población que exige mayores niveles de encarcelamiento. Pero, existe un factor poco abordado o al que no se asigna la suficiente trascendencia: que los responsables finales de que una persona sea encarcelada o no pueda recuperar la libertad somos los jueces y juezas que con nuestras firmas ordenamos el encarcelamiento o la externación. Y que lo hacemos o dejamos de hacer, cuando sabemos que corresponde.

No se trata de impunidad. Se trata de privaciones de la libertad innecesarias, de individuos que representan un bajo riesgo para la sociedad y que perfectamente podrían atravesar el proceso bajo un sistema de aseguramiento que no fuese la prisión. O personas que, ostensiblemente se encuentran en condiciones de recuperar la libertad luego de haber purgado una buena parte de su condena y que, a pesar de las dificultades del encierro han hecho méritos suficientes para acceder a una nueva oportunidad (personas que han estudiado, que se han hecho acreedoras de títulos, o que han desarrollado trabajo productivo).

Los problemas cruciales de la sociedad (y el tema penitenciario lo es) se afrontan implementando políticas públicas serias y realistas, sin apelar a subterfugios ni especulaciones populistas, que únicamente logran profundizar el problema. La provincia de Buenos Aires debe disminuir su nivel de encarcelamiento promocionando la implementación de sistemas alternativos a la cárcel, que debe quedar reservada para los casos que no admiten una solución menos extrema y costosa. Solamente la disminución de la tasa de encarcelamiento permitirá desterrar los calabozos de comisarías y que queden convertidos en un triste recuerdo. Y también esa desaceleración permitirá remplazar los establecimientos obsoletos y colapsados por lugares más amigables con las personas que residen en su interior, con posibilidades concretas de desarrollar actividades creativas.

La tarea no es utópica. Hay provincias como Santiago del Estero y Neuquén que han logrado notables avances en esta dirección. De acuerdo a estadísticas oficiales (SNEEP 2016) en ambas jurisdicciones se ha registrado un descenso de la población reclusa y mientras que en la primera la cantidad de personas bajo el régimen de la prisión preventiva es del 15% sobre el total , en Neuquén oscila en el 10%, minimizando de modo efectivo el riesgo que personas inocentes sean encarceladas. Muy distantes del vergonzoso 70% de prisión preventiva que exhibe el sistema nacional y federal. Y, hasta donde conocemos, no se trata de provincias donde la inseguridad haya hecho estallar por los aires el bienestar de la población, desmintiendo esos simplistas razonamientos.

El problema penitenciario no está relacionado solamente con el bienestar de las personas privadas de la libertad ni con su comodidad. El problema penitenciario es un tema que nos concierne a todos, como sociedad. Una de las razones, que trasciende la mera empatía con los prisioneros, es el elevado costo que representa al erario público (los fondos que todos contribuimos a formar con nuestros impuestos) sostener semejante nivel de encarcelamiento y un sistema que históricamente se ha mostrado ineficiente para realizar sus propósitos manifiestos. Por otro lado, que se trata de personas que en un momento determinado habrán de regresar a vivir en sociedad y constituye una legítima aspiración que lo hagan en las mejores condiciones, para evitar reiterar conductas lesivas a terceros. Lo que evidentemente no se logrará desde un encierro nocivo y promotor de los rasgos más negativos de las personas.