Yo pienso lo que quiero

y lo que me hace feliz

A mis deseos y experiencias

no me los pueden quitar

Los pensamientos son libres

(Es Hans Litten pero podria ser Lohana Berkins)

Texto: Josefina Fernández / Fotos: Viviana Damelia

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Me invitaron a escribir sobre el rostro privado de Lohana. No es fácil cumplir la consigna. No es fácil separar su rostro privado de su rostro público, ambos bellos y sabios. Buscando discriminar uno y otro rostro acudí a los días anteriores a su muerte. La experiencia de enfrentar la muerte, pensé, me ayudaría a identificar la diferencia entre la Lohana que agitaba en un acto político y la Lohana con la que compartíamos una fiesta familiar.

El 3 de febrero a las 7 de la mañana los médicos nos sacaron del cuarto del hospital en el que estaba internada. Le dijeron, en privado, que su estado de salud era irreversible. Moriría. Cuando pude regresar a su habitación, Lohana me miró y buscando quizás una respuesta que no pude darle, me preguntó:

– Te dijeron los médicos que …, ¿vos entendiste lo mismo que yo?

– Sí Berkcinta – balbuceé tomada por una tristeza infinita.

Con ese “sí” Lohana inició la organización de su partida como antes habia organizado cualquiera de sus intervenciones políticas pero también como había planificado una salida con sus sobrinas, un cumpleaños de una amiga. Su muerte no sería sino la suya, nada quedaría fuera de su cálculo, de sus determinaciones.

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Me encomendó que hablara con su hermana Gloria de la irremediable muerte. Ordenó: “Y dejá que se desahogue, no la consueles, que largue, que largue todo ahora”. Pidió un escribano para dejar expresado en el papel qué destino quería dar a sus “cachivaches”, dijo.

Frente a los rostros de simulada congoja que teníamos quienes la acompañábamos, nos consoló: “No le tengo miedo a la muerte. ¡Vamos! Azucen a los médicos, no me quiero morir aca. Si es necesario, echen una lágrima”.

“Hacé la lista de las íntimas para que vengan a comer empanadas cuando salga del hospital”. “Controlá a Glo, que las empanadas sean de masa casera y carne cortada a cuchillo. Yo la conozco, que no le escatime nada, fijate bien”.

“Que Leyla me traiga la Virgen de Urkupiña y que le ponga el vestido nuevo. A todo dar!”.

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“Quiero que haya velitas para la virgen y música, pero que sea suave”.

“Buscame una camisola blanca para que me vistan ese día, que no sea de hombre ni de mujer”, encomendó a Ana, la amiga que llegó de Inglaterra. “Justo a tiempo”, le dijo con un tono que mezclaba reclamo y felicidad.

“Que venga Charly, el va a dar la misa”. Charly, el cura de la 11-14 a cuyas misas solía concurrir Lohana y al que poco antes le había dado una carta para el Papa en la que le pedía que la bautizara. Ella era Lohana Victoria y como tal no había sido cristianizada nunca.

“Quiero que me velen en la Legislatura. Tengo derecho porque soy ciudadana ilustre. Hablen con las maricas de ahí, ellos conocen el teje”.

Pidió hablar con Romina, su compañera del Partido Comunista. A ella le impartió las indicaciones sobre el velorio.

“No abandonen la ley de reparación – nos conminó – tiene que salir. Va a ser un escándalo!”.

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Le dictó a Paula ese maravilloso legado que dejó a sus compañeras travas a través de Marlene y que no deja de circular en las redes, en las marchas callejeras: “la revolución es ahora, a la cárcel no volvemos nunca más”. Y hasta nos dedicó un conmovedor gesto amoroso a quienes estuvimos a su lado: “Todos los golpes y el desprecio que sufrí no se comparan con el amor infinito que me rodea en estos momentos”. 

El día anterior a su muerte, cuando eran las 6 de la mañana, sonó mi teléfono. Era Anita, la sobrina de Lohana: “quiere que vengas, dice que quiere comer saladix de sabor caprese. No entiende que no puede. Está enojada”. Camino al hospital hablé con Diana buscando ayuda. Llegué corriendo, asustada. “Cinco saladix”, pidió. “No, una”, contesté. “Cuatro entonces”, insistió. Acordamos tres: “tres es dos más que uno y dos menos que cinco”, anotó, “es justo”. Las chuparía y luego escupiría. Emi fue el encargado de ir a comprarlas y traerlas escondidas en la mochila. Empezó ese disfrute tan ansiado y cuando llegó la hora de la tercera y última galletita, desobedeció. Nos la arrebató apenas la acercamos a sus labios y con un placentero “ahhhh”, la masticó y se la tragó. Nos guiñó el ojo y prometió no contar el tráfico del que nos había hecho cómplices. Nos devolvió el título de travas que, poco antes, había amenazado con quitarnos si no cumplíamos su deseo de sal.

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Desde ese 3 de febrero a las 7 de la mañana y hasta el 5 a la madrugada, cuando Marlene, que había pasado esa noche en el hospital, nos avisó que nuestra amiga había muerto, Lohana nos tuvo corriendo de un lado a otro, como tantas otras veces lo había hecho. En esta ocasión no era una marcha, no era un artículo para SOY, no era un viaje a Sudáfrica, Estados Unidos o Suiza, no era un locro salteño, no era un proyecto de ley que había que escribir rápido. Lohana nos estaba invitando a compartir su propio duelo como antes sus convicciones. Transitamos el nuestro a su lado, al costado de su cama, en el pasillo del hospital, llamando a amigos en busca del escribano, buscando la camisola blanca y trava, telefoneando a legisladoras para conseguir el salón para el velatorio, argumentando en el mismo hospital sobre lo importante que era llevar a Lohana a su casa.

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Hizo el duelo de su propia muerte o, mejor, murió su propia muerte, porque el estilo que eligió para su muerte fue el de su vida. ¿Cuántas de nosotras podremos hacer lo mismo? Murió tal como había vivido, segura de su inteligencia, mandona, generosa con su amor, sin miedo a pensar. Murió como un espíritu libre. Lohana fue de una sensibilidad extrema a los acontecimientos que le tocó vivir y de una fortaleza inigualable en sus determinaciones. Luchó hasta el final por sus propias convicciones y contra todas las consecuencias que ellas podían tener, aun en ese momento tan íntimo y solitario como lo es la proximidad de la muerte.

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Lohana fue su propia mujer, o su propia trava. Sus rostros público y privado no pueden separarse. Este fue su singularísimo don.

Y como había prometido, ¡la marica nos dejó mudas! Y tristes, muy tristes.

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