El genocida Luciano Benjamin Menéndez, condenado a trece perpetuas por crímenes de lesa humanidad, murió hoy a las 11.20 en el Hospital Militar de Córdoba.
El 6 de febrero de 2018, después de la primera audiencia del juicio por la causa Vergés, el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército había sido trasladado al Hospital Militar por problemas de salud. Esta mañana recibió la visita de los peritos oficiales enviados por el Tribunal que lo juzgaba. Veinte minutos después que se fueron, murió.
Esta nota de Waldo Cebrero obtuvo el primer lugar en la categoría investigación del premio Rodolfo Walsh, organizado por el Círculo Sindical de Prensa y Comunicación de Córdoba.
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–Con permiso ¿puedo?
Juan Contreras agarra una servilleta de papel, la desdobla y traza un rectángulo.
–Esta era la casa, ¿vio?
Rodea el rectángulo con figuras amorfas, hace redondeles, garabatos, líneas y, mientras dibuja, con el torso recostado sobre la mesa del bar, dice en voz baja:
– Y a la vuelta estaba el parque. Había pinos, siempreverdes, ligustrina y canteros con plantines de flores, flores y más flores. Al viejo le gustaban las flores…
Juan dibuja como un niño. Aprieta la lapicera con todos los dedos y saca un poco la lengua cuando remarca con fuerza uno de los lados del rectángulo:
–Y por esta ventana se asomaba él en las mañanas. “Soldado Contreras, buenos días”, me saludaba. Con ese vozarrón no necesitaba megáfono. Yo soltaba el rastrillo y me cuadraba para contestar: “Buenos días mi General Menéndez”.
A sus 61 años, Juan Contreras ya no tiene que cuadrarse ante nadie. Saluda amable y a la vez displicente a los inquilinos del edificio de la calle Balcarce, en Nueva Córdoba, dónde pasa las noches vigilando la puerta. Tampoco usa uniforme caqui, ahora va enfundado en uno color azul: blazer y pantalón con una rayita roja en los costados. Es delgado, moreno, de labios gruesos y ojos chiquitos, cándidos. Mantiene, si, el pelo cortado al rape, como lo usaba hace cuarenta años cuando –con un número bajo– fue sorteado para cumplir el servicio militar obligatorio – la colimba– en la Compañía Comando y Servicio del Tercer Cuerpo de Ejército y, por unos meses, se ocupó de los jardines de la casa de Luciano Benjamín Méndez, el represor más veces condenado por crímenes contra la humanidad.
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Hay criminales que son inclementes con sus víctimas, pero capaces de soltar una lágrima cuando contemplan una flor o acarician a su mascota. En el cine, por ejemplo, el rostro duro del mafioso Tony Soprano se deforma en un gesto tierno cuando contempla a sus patos nadar en su piscina. Vito Corleone sostiene un gato manso en sus manos, mientras mantiene una reunión con “la familia” en El Padrino. Hay perversos sentimentales. Tipos que matan o venden droga, como el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, que amaba a su hipopótamo Pepe; o su paisano, Juan Carlos “Chupete” Ramírez Abadía, coleccionista de productos Hello Kity.
Cada vez que iba a montar su yegua zaina Luciano Benjamín Menéndez –condenado por secuestros, torturas, asesinatos y robos de bebés– le hablaba al oído al animal y acariciaba su lomo con ternura. El mismo tipo que dijo “al que me llame asesino lo mato”, podía contemplar embelesado una planta de naranja o un cantero con flores colores.
“Chupete” Menéndez –como le decían en el colegio Militar por su cara aniñada– cumplió su sueño de ser general del Ejército a los 45 años. En 1975, cuando tenía 48, asumió el mando del Tercer Cuerpo de Ejército. Meses después la Junta Militar –compuesta por el Ejército, la Armada y la Fuerza Área– dividió el territorio nacional en cuatro zonas. “Chupete” lideró la Zona III con 15 mil efectivos, tres brigadas, 24 áreas y veinte regimientos a su cargo en diez provincias: Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy. La mitad del país.
Juan Contreras entró en la vida de Menéndez una mañana cálida de fines de 1975. Llevaba seis meses en el Ejército y había pasado las últimas dos noches en un calabozo, con el cuerpo molido y la cabeza afeitada, el castigo que recibían los desertores. Se había ausentado del Cuartel, en La Calera, durante tres días. Contreras la rememora como si aún fuera rehén de aquel momento:
–Yo estaba en el calabozo con otros cuatro soldaditos. Me habían sacado el cinto y cordones de los botines. “Puta, que embole”, decía por dentro. Esa mañana vino a buscarme un suboficial que tenía tonada norteña y me dijo que iba a salir. “La pegaste”, me dijo “de lo más bajo vas a saltar al lado del trono. Vas a ser soldado del General”. Yo no entendía nada –Una mueca extraña, como si de repente oliera una pestilencia, hace que sus ojos chiquitos se pierden en un acordeón de arrugas–. Me explicaron que, como había pocos soldados, era un lujo tenerlos preso, nos necesitaban a todos. Y bueno, ahí fue a parar. Me acuerdo que el problema de mis superiores era que yo iba a caer a la casa del viejo con la cabeza rapada y con algunos moretones, y él quería uno bien presentable. Entonces me dieron ropa nueva, flamante, vieras vos, trapos que ningún colimba había usado nunca. Cuando estuve listo, me mandaron a la casa. Directo al jardín a trabajar. El viejo vivía en un chalecito que quedaba en el barrio militar, cerca del Tropezón. Ahí me recibieron sus asistentes, gente linda, ni parecían soldados. Me dijeron: “Vos estate acá en el jardín, con las plantas, si él sale, lo saludas. Nunca dejes de saludarlo”.
Habla como un campesino en una reunión de gerentes. Juan Contreras, es medido, pide disculpas cada dos frases y a la vez es desconfiado. Estira las vocales, acentúa las palabras como si todas fueran esdrújulas. Las manos de Juan –gruesas, curtidas– amasan la servilleta de papel en la que acaba de dibujar la casa. Queda una pelotita húmeda por el sudor. “Uy, perdón”, dice, cuando se da cuenta y comienza alisarla con el antebrazo. La aplasta con un platito de café. El croquis es irrecuperable.
–Pasaron varios días y el viejo no aparecía –sigue– Yo estaba nervioso a full, decía por dentro, “cuando llegará este hombre”. Hasta que vino de una gira y me mandó a llamar a la casa. Fue amable, me dio la bienvenida y me dijo por dónde me podía mover, nada más. La voz que él tenía era como de un temblor. ¿Vio el temblor del otro día? así. Y no es porque fuera gruesa, era la sensación que te daba la imagen de él. Los asistentes, los soldados y los custodios civiles, me sabían decir: “El general tiene un pacto con el diablo”. Por su personalidad, supongo. Pero yo le fui entrando de a poquito, como yo sabía de plantas y a él le gustaban, hasta llegó a tutearme.
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–Y si, no le voy a mentir, éramos como los sirvientes de ellos– dice Juan Contreras, cuando escucha la broma que afirma que Colimba es el acrónimo de correr, limpia y barrer.
– ¿Dónde dormían?
–El barrio militar tenía un destacamento para la peonada de los jefes. Pero yo no quería ir ahí porque eran todos unos indios, se robaban las cosas, había joda. Yo me quedaba a dormir en una pieza que estaba en el patio del General, donde guardaba las monturas y las botas.
Dormir a escasos metros del jefe del Tercer Cuerpo le sirvió a Juan para trabar una relación de mínima confianza con Menéndez y transformarse, al mismo tiempo, en “el alcahuete del General”, para el resto de los colimbas.
–Me tuteaba. Me decía “venga, Contreritas, acompañemé”, pero yo no era alcahuete.
–¿A dónde te pedía que lo acompañes?
– Yo lo tenía que seguir por los paseos que hacía por los jardines, ¿vio? Entre las flores él caminaba relajado, no parecía militar. Me hablaba de cuando era joven, de cuándo entró a la Caballería, preguntaba cosas mías, cosas personales, y le gustaba que le hablara de las plantas. En esa época estaban de moda los plantines, había de todos los colores. El viejo me hacía cambiarlas bien seguido. Cuando una flor no le gustaba o se empezaba a empalidecer, me hacía cambiarla
–¿Le gustaba alguna flor en especial?
–Había una. Sinceramente no recuerdo el nombre. Era una plantita así –en otra servilleta se pone a dibujar–Tenía una varillita finita y una flor chica en punta, con las hojitas a la vuelta. De esa, me hacía juntarle las semillas.
Entre diciembre de 1975 y junio de 1976 –los meses de mayor actividad de las brigadas militares y policiales, cuando más personas fueron secuestradas y desaparecidas en Córdoba–, Juan Contreras hizo varios paseos por los jardines de Menéndez. En los días de calor, recuerda Juan, el jerarca de la dictadura caminaba de pijamas o con pantalón caqui y camiseta blanca de algodón, sostenida por tiradores. Él lo seguía un paso atrás.
–Le gustaba la contemplación…
–¿Cómo la contemplación?
–Se paraba a la orilla de la planta y la miraaaaba- dice Juan.
–¿Y vos que hacías?
–Y yo lo esperaba. Le seguía la corriente. Y en ese tiempo me instruía más así que le contaba cosas de las plantas.
Las caminatas podían continuar por la cancha de fútbol que Menéndez usaba para practicar hipismo, ubicada al fundo de la casa, y terminar, algunas veces, en el cuarto donde dormía Juan, junto a las monturas y los aperos. Entonces el Jefe del Tercer Cuerpo desenfundaba su pistola y le entregaba la cartuchera de cuero a Juan para que le sacara brillo con un jabón de glicerina, cómo él mismo le había enseñado. Cuando terminaba con la funda seguía con la silla de montar.
–Pero a él lo que lo volvía loco era montar. Le traían una yegua zaina que cuidaba un soldadito y un poni para el hijo chiquito. Yo le tenía que acomodar los obstáculos para que practicara el deporte. El viejo era bueno con el animal, le sobaba el lomo y le hablaba.
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Luciano Benjamín Menéndez es un récord. De los más de 630 ex militares de la última dictadura condenados por delitos de lesa humanidad, es el que más causas y condenas acumula. Quizás sea también un caso único en el mundo. Desde que la Corte declaró la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final en 2005 y hasta la fecha fue imputado en 73 causas y acumula 14 condenas, en los que fue considerado responsable principal del “plan sistemático de exterminio que se impuso entre 1976 y 1983”. Según datos de la Procuraduría contra Crímenes de Lesa Humanidad, nueve de las condenas son de reclusión perpetua, tres de prisión perpetua, y las dos restantes de 20 y 12 años. Cuatro de las perpetuas están firmes por resolución de la Corte Suprema. Actualmente, el viejo de 89 años de pelo blanco sulfúrico, espera el final del juicio más largo que ha enfrentado: la Megacausa La Perla, dónde está acusado de secuestro, tormentos, homicidios y robo de bebés, contra más de 700 víctimas.
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En octubre de 2015 se presentó a declarar ante el Juzgado Federal N°1 de Córdoba. Al secretario judicial que lo recibió le contó que él, Juan Contreras, nacido en Río Segundo en 1955, el más chico de cuatro hijos frutos de la cruza entre Ramón y Elvira, él asmático, ella ama de casa, todos pobres, entró entusiasmado a la colimba porque en ese tiempo “era de machos” y quería saber qué era eso de ser soldado. Declaró que fue designado en la Compañía Comando y Servicio con base en La Calera, y que allí trabajó como pintor de autos. “Los suboficiales se peleaban por mí, todos querían que les dé una manito a los coches suyos”, contó. Que un buen día desertó, por eso fue castigado y luego nombrado cómo jardinero del Jefe. A los funcionarios judiciales les habló de las flores, de los pinos y de la yegua.
–Les pareció una pavada –dice.
–¿Y que mas viste?
Juan sorbe un poco de agua. Su cara lo delata, va a contar una indiscreción:
–Vi sufrir mucho a esa mujer.
Se refiere a Edith Angélica Abarca, esposa de Menéndez durante 38 años, madre de sus siete hijos. En la memoria de Juan, la familia del militar era más reducida en ese año. No recuerda tantos niños. Sí recuerda que en dos o tres oportunidades, un helicóptero del Ejército aterrizó en el descampado que Menéndez usaba para montar.
–Yo andaba por alrededor, siempre con la escoba de barrer. El helicóptero bajaba y el viejo salía semi cambiándose, poniéndose los tiradores. Él salía y la esposa lloraba por detrás, lloraba a lágrima viva, que no fuera, que no fuera, le gritaba. La mucama lloraba, la cocinera lloraba, las hijas agarraban a un niñito que también lloraba. Y él se iba nomás, se iba a una guerra, a un enfrentamiento.
–¿Sabés a donde iba?
–Un chofer me contó que lo buscaban de vez en cuando para que presenciara un operativo.
–¿Vos que pensabas?
–Siempre nos decían que la guerrilla existía, pero que era una guerra. Nunca me imaginé que agarraban a la gente y la fusilaban, menos en lugares en los que anduve yo.
Edith Angélica Abarca murió el 28 de junio de 2012, en la casa de barrio Bajo Palermo, dónde la familia pasó la mayor parte de su vida, y dónde ahora cumple prisión domiciliaria Menéndez, al cuidado de su hijo de 42 años, Juan Martín del Milagro. Un mes antes, la Justicia Federal había allanado el chalet en busca de documentos.
En el portal www.diarionecrologico.info, la familia Menéndez dejó un aviso que dice: “Su esposo: Luciano Benjamín Menéndez, sus hijos Mariano, Martín y Ana Boero, María Edith y Guillermo Villarreal, María Victoria y José María Actis, Juan Martín, su hermano José María Menéndez y Yetel Valladares, sus nietos, bisnietos, hermanos políticos, sobrinos y d.d. participan con profundo dolor su fallecimiento”. Entre las participaciones, Carlos Domínguez Linares escribe: “Ejemplo paradigmático del espíritu de compañerismo y sacrificio de la mujer del soldado argentino, categoría hoy compartida en igual adversidad por centenares de esposas de camaradas que sufren ilegítimo cautiverio, él un hombre de armas”.
La mujer fue velada en la casa de Bajo Palermo y sepultada en Buenos Aires. Menéndez no fue al entierro. Hizo su duelo en soledad.
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Una sola vez Juan Contreras se sentó a la mesa del General. Fue el 23 de abril de 1976, Día de la Caballería Nacional, durante una fiesta que Menéndez ofreció en su casa. “Contreras, esta noche vienen amigos así que te voy a necesitar, cuando te desocupes, sentate y comé” fue el pedido.
–Era una festichola linda, todos de blanco con los cosos dorados en los hombros –recuerda ahora–. Y yo me senté nomás. Cuando le cuento a mi familia que una vez comí pavo y un chancho asado con una manzana en la boca, como los que se ven en las películas, se mueren de risa, vieras.
Por entonces, ya en los últimos meses de su conscripción, Contreras no tenía días libres. No regresaba, sábados y domingos, a su casa de Río Segundo a cuidar a su madre enferma. Su vida entera estaba dedicada a rastrillar, limpiar podar, trasplantar y dar vuelta la tierra de la casa del hombre más poderoso de Córdoba. Menéndez lo había castigado: no tendría más un día libre hasta el día de su baja, en Junio.
-Un viernes de febrero me pidió que no me fuera a la casa mía, quería que el sábado barriera el frente del chalecito porque iba a recibir unas visitas. Te imaginarás que yo ni pisé el sábado. Aparecí recién el lunes siguiente… que, los choferes estaban re preocupados… Parece que el viejo trinaba de la bronca porque yo no había ido. Y como el General no era muy tempranero, ese lunes apareció recién como a las diez de la mañana. “Contreras”, me dijo. Yo largué la escoba a la mierda. “Te di una orden, y no me la cumpliste”.
–¿Tenías una coartada?
–Le dije que se había enfermado mi mamá, que era viejita. Era mentira, andaba enamorado yo con una rosarina que había venido al carnaval al pueblo. La mina me gustaba mucho. Pero lo que me dijo después me dolió más que si me hubieran pegado un latigazo. Me dijo: “Y vos no sabés que más importante que tu madre, es la patria”. Esas palabras me quedaron grabadas para siempre.
–La patria para él era que le barrieras la puerta de la casa, Juan…
–Y, si. Mirame ahora…
Juan señala su uniforme de guardia, doblado prolijamente en una bolsa.
Foto: Télam
La nota de Waldo Cebrero obtuvo el primer lugar en la categoría investigación del premio Rodolfo Walsh, organizado por el Círculo Sindical de Prensa y Comunicación de Córdoba.