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Esta columna se publicó originalmente en la edición de mayo de Los Inrockuptibles.-

Los escraches públicos que denuncian agresiones machistas de famosos y mediáticos en las redes sociales son un arma de doble filo que puede volverse en contra incluso de las mujeres que se atrevieron a hablar. Una mirada lúcida sobre las consecuencias del punitivismo y sobre las estrategias y las preguntas impuestas por un fenómeno urgente que debe evitar la banalización de los reclamos.

Las intervenciones como el No nos callamos más funcionan en redes sociales como altavoz de violencias machistas. ¿Son los escraches la forma más poderosa de decir? ¿Es siempre punitivista escrachar? Y si respondemos que sí, ¿nos fortalece mimetizarnos con la dinámica punitivista?

Escribir sobre los escraches por violencias sexistas en las redes sociales no es cómodo, pero las contradicciones no se eligen, se instalan. Podríamos conformarnos con pensar que es un momento histórico, que ya aguantamos mucho y que ahora aguanten otros. Pero si entendemos el feminismo como lucha contra las opresiones, es importante comprender por qué sucede, por qué ahora, debatirnos sin condenar pero debatirnos.

Cuando los escrachados son protagonistas de la TV, de la escena musical o del campo de las organizaciones sociales y políticas, el impacto es mayor. Es fuerte ver cómo los mismos que construyen prestigio y empatía por sus rebeldías o sensibilidades frente a distintas formas de la desigualdad y la violencia son señalados como violentos. Acallar casos apelando a esas otras empatías no ayuda. Ya lo ha dicho la escritora feminista francesa Virginie Despentes: “Hace falta ser idiota o asquerosamente deshonesto para pensar que una forma de opresión es insoportable y juzgar que la otra está llena de poesía”.

La conciencia sobre abusos, subalternizaciones o violencias urge a la acción. Es horrible darse cuenta de los niveles de agresión que sublimamos y ocultamos, de lo mucho que nos acostumbramos a tolerar y silenciar. No estallan en el vacío, están precedidos de muchas reflexiones, en muchos casos el total fracaso por otras vías de reclamo, regado de complicidades o indiferencias. Más allá de la intensidad de cada relato, todos interpelan colectivamente, renombran como violentas practicas naturalizadas por la cultura patriarcal y alteran porque apuntan a la jerarquía de género.

Tengo dudas sobre si estas acciones nos colocan en un lugar defendible con otras luchas, si nos colocan en la lógica del linchamiento que repudiamos, etcétera. No se me ocurriría quitarles peso a las razones de quienes alegan personalmente haber sentido bienestar o reparación al hacerlo. Y si es rabia o furia, ¿qué tanto explicar? ¿No alcanzaría con mirar alrededor? Pero las preguntas se imponen políticamente, más allá de la experiencia individual.

Denunciar sin despolitizar

Es diverso el universo de relatos. Algunos podrían ser delitos, muy graves por cierto. Otros revelan manipulaciones o abusos de posiciones y, aunque no sean delitos, son reconocibles como violencia. Tras la resignificación y reconocimiento de esas violencias, ¿es inexorable asumirse víctima? ¿Es lo mismo una denuncia pública que llega luego del desgaste que produce la indiferencia o el encubrimiento del espacio colectivo en que las cosas ocurrieron que una que habla repentinamente de hechos muy remotos? ¿Es lo mismo denunciar vínculos entre pares que denunciar a figuras mediáticas o jefes?

¿Es la denuncia masiva en redes el mismo método que no dudaríamos en condenar en otros casos porque consolida estigmas y prejuicios, por ejemplo las que cimientan estereotipos como el uso de perfiles de Facebook para perseguir pobres bajo el mote de “pibes chorros”? ¿O estos escraches en nombre del feminismo se parecen a la genealogía de los escraches que se dirigieron a los genocidas cuando el Estado decidió no juzgarlos, o ahora, cuando relaja los controles? ¿Cómo y quién construye, cómo leerlos, dónde se inscriben? ¿Es lo mismo que usemos este recurso aisladamente o en relación con otras acciones feministas? ¿Chocan o se articulan?

Discutamos la cuestión para no ceder irreflexivamente al papel de víctimas que tarde o temprano nos exige ajustarnos a guiones muy conservadores, despolitizando nuestras acciones. Hay que pensar si más allá del tiempo del hartazgo y el estallido no habría que pesar el riesgo de que nuestros gritos terminen funcionando para expandir persecuciones que no alteran el orden de las cosas. ¿Llegarán la distribución igualitaria de recursos, la desmercantilización de los afectos, la horizontalidad en las relaciones por estas vía?

¿Alcanza con la condición de víctimas de violencias sexistas para defender el mecanismo y el anonimato en algunas denuncias? ¿Y si esa reivindicación fuera tomada por el Estado y nos utilizaran para perseguir, lo que sea y a quien sea, invocando nuestras luchas? ¿Lo pensamos ya? Si afirmamos que la cuestión es social y demanda una revolución, ¿cuán útil o desgastante es la exposición cuerpo a cuerpo? ¿Es útil para la revuelta o se limita, para decirlo con el historiador francés Ivan Jablonka, a algún que otro ocasional “desgaste en la inmensa mecánica de la sumisión” que se mantiene intacta?

Estrategias feministas ante el avance conservador

¿Y después del escrache qué? ¿Pensamos estrategias frente a las contraofensivas conservadoras que llegan bajo la invocación de la injuria y la calumnia en cartas documento? ¿Lo hacemos con algún recurso legal que nos permita cubrirnos o eso desmerece la acción? ¿Vale la pena? ¿Cómo resistiremos la escena judicial patriarcal si terminamos siendo denunciadas?

Por otro lado, reducir todo a la emocionalidad y condenar solo el método sin comprender la escena de violencias que las precede es subestimar los reclamos de fondo. Vemos una velocidad inusitada para señalar el carácter infamante del fenómeno, sensibilidad de la que ni señales suele haber –o al menos ha sido así mucho tiempo–, cuando con risas, burlas o indiferencias asistimos pasivamente a que las mujeres sean tratadas como putas (no en un sentido reivindicativo), fáciles, regaladas, cuando no dañadas, violentadas sus intimidades con videos robados, burladas con comentarios peyorativos, tratadas de mil formas distintas como cosas. Allí el estigma ni se advierte porque esas prácticas responden al orden patriarcalmente naturalizado de las cosas. No quisiera alentar la idea de que este fenómeno se reduce a pura devolución de violencias cosificantes. Nada parecido.

Hay una densidad mucho más compleja que la pura venganza, y si vamos a hablar de daños, hablemos de todos. No ayuda tampoco que el hilo reflexivo se corte con agresiones del tipo “están sacadas”. Esas reacciones pierden de vista que estos escraches irrumpen tras la demora de quienes gozan del dividendo de privilegios del patriarcado al sumarse a la lucha contra las violencias. Comprender por qué aparecen y pensar por ejemplo en involucrarse más empáticamente con el feminismo, en cómo dejar que el hartazgo desborde, puede darnos mejores perspectivas que limitarnos a levantar el dedo cuando las prácticas sean cuestionables.

Lo que está ocurriendo dice algo sobre los denunciados y sobre quiénes denuncian, pero habla también de las solidaridades misóginas que exceden a los involucrados directamente. Circulan cosas difíciles de escuchar y discutir: el escrache en sí mismo puede parecer irritante, pero no revisar esa táctica tampoco nos mantiene a resguardo de los costos: el backlash de las mitómanas, de la desacreditación, de la banalización de nuestros reclamos, la reedición de moralinas conservadoras sobre nuestras libertades, la devolución en forma de denuncias contra quienes denuncian o la captura instrumental punitiva y el fomento de la delación como modo de relación son ejemplos de ello.

En los feminismos tenemos un tiempo largo de lidiar con el registro y la toma de conciencia de las violencias, pero muchxs otrxs ni siquiera se lo preguntan aún. Hay bruma, hay dolores, hay desidias que no se resuelven callando nada, hay confusión también. Quizás se trata de aprovechar el reflejo que devuelve el momento para pensar en los privilegios, en cómo nos corremos de ahí. Seguro es menos violento que invitar al silencio.

Las preguntas que nos podamos hacer no están centradas en la comodidad o incomodidad que les produzca a lxs otrxs la experiencia del escrache o la denuncia popular –vaya si sabemos de “incomodidades” en primera persona–, más bien creo que deben ir por el lado de las implicancias que tengan las distintas intervenciones, en términos de vidas sostenidamente más libres de violencias, en cuánto y de qué nos libera.

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Este texto está basado en un artículo publicado recientemente en Los feminismos ante el neoliberalismo, Malena Nijensohn (comp.). La Cebra ediciones, 2018, Buenos Aires. Argentina.