Por Silvina Ramírez*
Dos situaciones conviven en la Argentina de 2020, la Argentina de la pandemia. La primera que denuncia que la propiedad privada se encuentra amenazada, entre otras acciones por el avance de las comunidades indígenas; la segunda, que constata una vez más que los derechos territoriales indígenas están siendo avasallados, que nadie en el Estado garantiza su pleno ejercicio.
La ruptura flagrante de la legalidad convierte en victimarios de usurpación a las víctimas: los pueblos indígenas; despojos y saqueos que las comunidades indígenas han padecido, históricamente, en carne propia, ahora son entendidos -en un mundo al revés- como “violencias” que ejercen contra supuestos propietarios legítimos.
El quiebre de la legalidad en lo atinente a derechos indígenas no es nada novedoso. Desde la reforma constitucional de 1994, en donde se incluye como uno de los derechos la propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan, este derecho ha sido desconocido, ignorado, soslayado, por quienes detentan la obligación de hacerlos efectivos. Siempre contrapuesto a la “intocable” propiedad privada -la que conforma nuestro imaginario tradicional individualista-, la propiedad comunitaria indígena se cubre con mantos de socavamiento del “ser nacional”, de la “unidad nacional”, invocando una supuesta soberanía vulnerada. Nada más alejado de su contenido, que se asienta en otras premisas, propias de la cosmovisión indígena.
Se pervierten los contenidos de los derechos territoriales indígenas; solapadamente termina sosteniéndose que los pueblos indígenas -precisamente por ser diferentes- deben ser integrados o excluidos o, mejor aún, olvidados.
Llama la atención entonces que los debates se den en clave de amenazas y saqueos por parte de las comunidades indígenas, soslayando livianamente la existencia y vigencia de sus derechos; se pasa por alto el hecho de que vivimos en sociedades pluriculturales, y que el Estado se define como pluri e intercultural. Nada de todo esto altera la imagen que se recrea hasta el hastío, de comunidades indígenas consideradas anacrónicas, contrarias al progreso, y en algunos casos sus miembros directamente son tildados de delincuentes o terroristas, quienes atentan contra el Estado nacional. Se duda de la identidad indígena, se les asigna “una supuesta” autopercepción de ser algo que no son, siempre dudando de su autenticidad, provocando sospechas sostenidas sobre quiénes son y la índole de sus reclamos.
Esta descripción está muy ajustada a lo que está sucediendo en la actualidad, con desalojos de comunidades indígenas que se reiteran en toda la geografía argentina, y con altas probabilidades que deriven en hechos violentos. Basta ejemplificar con lo que sucede hoy en la comunidad Lafken Winkul Mapu en la zona del Mascardi, en la provincia de Río Negro, que nos recuerda el asesinato de Rafael Nahuel por la Prefectura en 2017, al calor del conflicto territorial instalado en la región, recrea una paradoja que se reitera en la historia argentina: los pueblos indígenas son perseguidos por demandar que sus derechos, reconocidos por el propio Estado, sean efectivizados.
Ante la ausencia marcada de respuestas a sus reclamos, y ya incorporados como derechos a la Constitución de 1994, las comunidades indígenas empezaron a “recuperar territorio”. Esta acción es decodificada por el Estado como el delito de “usurpación”, calificación que no deja de llamar la atención cuando es el mismo Estado el que, de modo pertinaz, se resiste a generar las condiciones para que las comunidades indígenas puedan ser titulares colectivos del territorio, lo que el propio Estado ya ha reconocido ratificando un convenio específico y suscribiendo sendas declaraciones internacionales de derechos indígenas.
De modo perverso, y un tanto circular, el Estado reconoce, no instrumenta, y califica como delito lo que él mismo generó con su desidia y su incomprensión. Las comunidades indígenas, nuevamente, son condenadas a esperar que se generen las instancias adecuadas para que puedan gozar de los territorios, sin sentirse amenazados por nuevos saqueos (aquellos que se dieron desde los tiempos de la conquista), con invasiones que se concretan por medio de actividades extractivas, con desalojos ordenados por el Poder Judicial. Sin embargo, “los amenazados” por las comunidades indígenas son sectores que no entienden de derechos, y que vuelven una y otra vez sobre paradigmas que ya deberían haber sido superados.
El tinte racista y discriminador sigue siendo omnipresente. En pleno siglo XXI, asistimos nuevamente a la persecución, el desconocimiento y el avance sobre sus propios territorios. Nuevas violencias y nuevas formas de sometimiento.
En 2006, mediante la ley 26.160, se intentó empezar progresivamente un proceso de “ordenamiento territorial” llevando adelante el relevamiento del territorio indígena y suspendiendo los desalojos. No se respetó ninguno de los dos aspectos de esta ley aún vigente –luego de tres prórrogas- hasta noviembre de 2021. Otra vez se incumplió con lo pactado en la ley, otra vez se defraudaron las expectativas indígenas, otra vez se perdió la posibilidad de reconstruir una relación compleja, desde sus orígenes, entre el Estado y los pueblos indígenas.
Recurrentemente los conflictos territoriales que suscitan las reivindicaciones indígenas ocupan un lugar en la discusión pública, discusión que se lleva adelante desconociendo los principales aspectos de la disputa. Ya sea por ignorancia, ya sea auto interesadamente, se dejan de lado convenios, declaraciones internacionales, y hasta la propia constitución, para declamar por el respeto de la propiedad privada y hasta por la defensa de la soberanía nacional.
Poco y nada se aprendió en todos estos años de los intentos de construcción de un genuino Estado igualitario, inclusivo, intercultural. Las afirmaciones más extendidas en este tiempo: “los indígenas usurpan”, “quieren quedarse con lo nuestro”, “quieren fundar un nuevo Estado”, “el Estado debe proteger la propiedad privada”, sólo tienen por objetivo la reedición de capítulos de persecución y hostigamiento de las comunidades indígenas, de renovados despojos, de nuevas conquistas.
Debemos entender que las recuperaciones territoriales de las comunidades indígenas son una respuesta a la falta de respuesta del Estado (nacional y provinciales). Las comunidades indígenas tienen derechos territoriales vigentes en Argentina, que de ninguna manera colisionan con la propiedad privada.
Cualquier “proyecto de país” debe necesariamente incorporar los derechos indígenas, sus requerimientos y su cosmovisión. Principalmente, deben terminarse las políticas de segregación y, en el mejor de los casos, de asimilación, para construir un paradigma estatal pluralista e igualitario.
*Directora del Programa de Derecho Indígena del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip).