Texto e ilustración: Víctor Ariel Payes*
Este relato va dedicado a mis hijos y toda la familia. También a mis amigos que se sienten familia y están acompañando los pasos que caminan en la búsqueda de un futuro mejor. A mis profesores de literatura y a cada uno del grupo de coordinadores universitarios, que tanto me acompañaron durante varios años. A los delegados del Pabellón 4 planta baja y a cada uno de los compañeros de convivencia. A cada una de las personas a las que les tocó vivir este día oscuro.
También a toda la sociedad que tiene una mirada confusa al apuntar imaginariamente y en voz alta, su propia culpa. Culpa por no trabajar con seriedad en la alimentación del brote sagrado: la infancia olvidada. Culpa por dejar de lado la pregunta del niño que desea aprender. Culpa por tapar con gritos sus sueños, por cambiar por drogas su sonrisa angelical. Culpa por celar su libertad sagrada, por culpa de no saber sus derechos. Culpa de quien no sabe, verdaderamente, a quién culpar.
Escribo desde un instituto de detención penitenciaria. Es lunes 23 de marzo de 2020, media tarde soleada en Santa Fe. La sociedad se aísla para evitar la propagación del contagio de una pandemia que se agiganta. “Quedate en tu casa” es la clave para frenar los pasos del coronavirus. Por esa razón, colaboramos con nuestras familias, cumpliendo las reglas establecidas por el Gobierno.
Aquí muchas personas cumplen con el reglamento, limpiando e higienizando cada espacio donde se convive grupalmente. Por el momento estamos tranquilos en el Pabellón 4, planta baja.
En el patio vemos personas tendiendo sus ropas, otros dentro de las celdas haciendo la higienización diaria. Somos todos compañeros solidarios. A pesar de estar privados de nuestra libertad nos sentimos libres compartiendo esta idea de solidaridad.
Escuchamos y vemos en las noticias todo lo que sucede en el mundo. A la gente que no cumple con el protocolo se la detiene, le cobran multas, le secuestran los vehículos. Todo en el marco reglamentario legal. Vemos lo que está sucediendo en las cárceles de otros países. Pero mientras cumplamos con el aislamiento nuestras familias se mantienen más tranquilas y nosotros nos sentimos seguros, a pesar de ser desatendidos desde hace mucho tiempo por la verdadera justicia que supuestos científicos del derecho sostienen con soberbia.
Tengo una buena razón para caracterizar de esa forma a la Justicia: hace casi seis años que estoy en este lugar pagando un muerto que nunca maté.
Se interrumpe la tarde del lunes. Los del servicio nos comunican que se está descontrolando la población de otros patios. Desde nuestro pabellón les dimos la palabra de mantener el orden, de buena fe, para que se queden tranquilos.
Mientras íbamos caminando para nuestra celda, suena un escopetazo. En los portones del pabellón pega el impacto desparramado, rozando la puerta de mi celda, y una munición de goma le da en el brazo a mi compañero de celda. A los pocos segundos no quedó ni el escopetero ni los guardias de nuestro pabellón.
En un abrir y cerrar de ojos el panorama cambia y creo que para siempre. Vemos, en el techo de los pabellones 5, 6 y 10, gente encapuchada. Gritan paseándose de un extremo al otro. Otros corren y gritan por los pasillos “¡libertad, libertad!”. Un grupo con caras tapadas se acerca a golpear los candados de los portones de nuestro pabellón y logra romperlo mientras siguen gritando “¡esta es nuestra libertad!”. “Vamos a chocar con la policía amigo, no entre nosotros”, dice alguien. Seguimos inmóviles. Nadie se mueve porque todos se preparan para defender el pabellón. Vemos gente correr por los pasillos, cargada de mercaderías. Todo lo que se escucha son gritos, corridas y explosiones. Nosotros nos quedamos cuidando que nadie entre a saquear nuestro pabellón.
Todo es caos. En los cuatro punto cardinales se escuchan explosiones y sirenas, en el aire corre un humo negro. Los portones están abiertos de par en par. Nos asomamos afuera, pero los guardias nos piden que entremos al pabellón y lo hacemos.
“Todos juntos somos uno” se repite continuamente en el Pabellón 4, donde convivimos junto a jugadores de fútbol, jugadores de rugby, artesanos, pintores, músicos, y grandes valores que en ningún momento perdieron la cabeza por más extrema que era la situación.
Siguen las corridas maratónicas por los pasillos. Se acercan los pibes conocidos a preguntarnos cómo estamos. Están llegando pibes heridos, los recibimos, se reencuentran las parentelas. Pienso en mi primo, en cómo estará en el Pabellón 10, y salgo a buscarlo.
Mientras camino veo a una persona muriéndose, con una puñalada en la garganta y sangre por todos lados. Le pido a los pibes que lo rodeaban que me ayuden a llevarlo para que lo saque la ambulancia. No me importa en ese momento si las balas de goma me lastiman la piel. Lo sacamos en una frazada y lo dejamos a cinco metros del montón de policías vestidos camuflados y algunos de negro. Mientras agoniza le grito a la policía que por favor no lo dejen morir. Vuelvo a buscar a mi primo para llevarlo al pabellón donde estábamos nosotros, ahí iba a estar tranquilo. Pero no logro encontrarlo.
Descontrol total en los pasillos, lanzas de todo calibre. Están destrozando todo. Arden los colchones y los grupos discuten con sus broncas. Algunos se acercan, me saludan, preguntando si estoy bien. Pasan encapuchados que me saludan, yo no los reconozco pero los saludo igual.
Llego al pabellón, muchos se dispersaron ya. De las personas que quedan, muchas siguen preocupadas, cuidando que nadie se zarpe en nuestro espacio.
Llegada la tarde noche, cuando el pabellón se logra juntar, hacemos un recuento y falta un pariente mío y un par de compañeros más. No los vamos a dejar solos, no los vamos a dejar tirados. Salimos a buscarlos junto a un grupo de compañeros, ya de noche.
Seguimos buscando los pibes que nos faltan y todo arde en llamas. Me invade la tristeza al llegar al espacio donde estaba mi taller de pintura artística, un espacio que tantos años me costó conseguir. El aula está destrozada. No quedó nada sano. Desaparecieron todas mis herramientas. Desapareció todo donde compartíamos la rutina de libertad.
Vuelvo angustiado e impotente, pero lleno de coraje. Pienso en mis hijos y mantengo la esperanza de seguir viviendo con el espíritu intacto, para compartir con ellos los mejores momentos.
Logramos encontrar a los pibes, ahora está toda la población, incluso sobran algunos: son personas grandes de los anexos y algunos pibes que se sentían más seguros en nuestro pabellón, y a quienes vamos a atender de la mejor manera.
Nuestros delegados siempre y en todo momento se mantuvieron como personas solidarias y pensantes, como verdaderos líderes. Tendría que haber en todos los pabellones personas como este grupo de muchachos, que luchan por los derechos de los pibes y de las familias que tanto sufren las consecuencias de los malos tratos, desde hace mucho tiempo.
Son pasadas las tres de la madrugada del 24 y comienzan a escucharse tiros. Nos cerramos cada uno en nuestra celda. Llega la policía con reflectores, le pedimos que tire la barra, que estábamos todos. La policía tira la barra que traba cada una de nuestras puertas y cada uno espera que llegue el chequeo de asistencia médica, como lo hacen siempre después de algún quilombo. Al rato logran controlar la situación. Llega el chequeo médico. Todos estamos bien.
Pienso que, en todos los años que llevo viviendo acá, muchas de las autoridades del Instituto fueron solidarias conmigo, lo voy a recalcar siempre. Y sin duda, cuando tenga mi cabaña sobre la costa, no voy a dudar de dar una invitación a las personas buenas. Pero muchos no son iguales, seguramente tendrán sus motivos para ser diferentes con algunos internos. De los poderes de defensa del derecho tengo que decir que cambié cinco abogados particulares y ninguno de ellos me defendió. Me sacaron la poca plata que tenía de la venta de un terreno y ni uno de ellos me defendió.
Ya son pasadas las 4 de la madrugada. Me doy una ducha, pongo la pava con agua arriba del fuelle encendido, para tomar unos mates, mientras rebobino las imágenes grabadas de lo ocurrido frente a mis ojos.
*Artista plástico, escritor, tallerista y estudiante universitario. Forma parte de la comunidad “Compartiendo en Libertad” y el colectivo Enlasflores.org.