Gabriel Pombo.-

El 5 de marzo de 2008 un brutal asesinato múltiple llevado a cabo a cuchilladas en perjuicio de cuatro personas en una lejana estancia del Departamento de Colonia se erigió en tapa de portada de todos los periódicos uruguayos. Escasos días más tarde caerían presos los participantes de la matanza, incluido el único ejecutor personal e ideólogo de la acción: un sujeto de 31 años llamado Pablo Cesar Borrás, pariente de dos de las víctimas.

El móvil fue el robo. Pablo imaginaba hacerse con una abultada cantidad de dinero -doscientos mil dólares aproximadamente- que suponía ocultos en la estancia “La Teoría”, asiento del establecimiento comercial quesero de su abuela Alicia Schewyn, de 72 años.

El rápidamente confeso victimario actuó movido por una mezcla de afán de rapiña económica y sed de venganza. Al parecer, desde pequeño su abuelo le contaba historias de acuerdo con las cuales la rama de su familia a la que pertenecía la señora Schewyn había estafado a los parientes directos del muchacho, apropiándose de valiosas tierras emplazadas en la feraz localidad de Nueva Helvecia.

Borrás era enfermero y vivía en concubinato con la madre de una menor hija suya de 9 años. Aquellos que lo trataban no lo conceptuaban peligroso, si bien era de talante taciturno y dado a explosiones de mal genio. Se pasó un año rumiando y planeando los pormenores de su ataque al establecimiento de su abuela.

La tardanza en concretar la tropelía no se debió tanto a la inseguridad o la vacilación de quien hasta ese entonces sólo había incurrido en el modesto delito de hurto de energía eléctrica, que dos años atrás le valiera una corta condena. La verdadera dificultad radicó en conseguir cómplices determinados a embarcarse en aquella peligrosa aventura. Pero por el mes de febrero de 2008 ya había convencido a cuatro jóvenes para que lo asistieran en su empresa delictiva.

A ninguno de sus compinches el futuro asesino le confió abiertamente su propósito de matar, sino que se limitó a tentarlos con un apetitoso cebo destinado a inducirlos a la acción: los supuestos doscientos mil dólares que su abuela guardaba en un cofre. Sin embargo, los secuaces deberían haber comprendido que su cabecilla estaba resuelto a asesinar cuando se negó a aceptar la sugerencia de ir munidos de capuchas que evitaran la identificación.

Deviene posible que los embriagantes efectos de la cocaína, que consumieron horas antes de subirse a las motocicletas que los conducirían a la escena del crimen, fuera la causa de que sus seguidores no advirtieran la ostensible intención homicida que animaba a su líder.

Aparentemente el jefe de la pandilla, quien no frecuentaba la estancia desde hacía más de quince años, creía que sólo iría a hallar allí a su abuela, a la cual había decidido ultimar. La realidad consistió en que esa tarde, cuando los asaltantes llegaron al casco de la estancia, los salió a recibir Daniel Bentancourt, de 42 años, responsable de la producción quesera y concubino de la hija de la dueña, Alicia Borrás Schewyn, prima de Pablo Borrás.

Tras un escueto intercambio de palabras el mandamás de la banda encañonó al desprevenido encargado y, acto seguido, a su prima, quien había salido a ver qué pasaba, y le ordenó a sus subalternos que los amarrasen a un árbol. Lo propio se hizo a continuación con el peón de 74 años Higinio Mesa. A la anciana dueña, por su parte, la ataron en la misma silla desde donde miraba televisión en la cocina de la estancia. Con todos los presentes reducidos los malhechores se pusieron a buscar dinero localizando únicamente una cifra próxima a los veinte mil dólares.

La decepción del cabecilla era notoria. En particular pensó que Daniel Bentancourt -quien lo trató de apaciguar entregándole un billete de cien y otro de veinte dólares que, según le aseguró, era todo cuanto tenía- se estaba burlando de él. Esa mal interpretada resistencia pareció ser el detonante de la tragedia porque, seguidamente, muy excitado Borrás exclamó a sus compañeros: ¡Estamos hasta las manos! ¡Nos vieron y tenemos que matarlos a todos!

Como ninguno de ellos se decidía, el asesino puso manos a la letal faena por sí mismo. Degolló a Daniel Bentancourt y, luego, infiriendo feroces incisiones con su cuchilla de veinte centímetros de hoja, le segó la vida a su abuela, a su prima Alicia -que estaba embarazada- y al anciano peón Higinio Mesa.

No le resultó nada difícil a la policía de Colonia atrapar, pocos días después, al múltiple matador y a sus secuaces; ya que estos últimos fueron tan torpes que, no bien huyeron, se dedicaron a comprar costosos equipos deportivos y electrodomésticos, exhibiendo de todas las maneras posibles los cuatro mil dólares que la fechoría le había reportado a cada uno.

Al victimario se le condenó a cumplir la sanción máxima que admite el Código Penal uruguayo, a saber: treinta años de penitenciaría, más quince años de medidas de seguridad. Sus tres cómplices directos fueron condenados en calidad de coautores por el delito de homicidio especialmente agravado, y se los envió a purgar su castigo al penal de Libertad junto con el ejecutor. Otro sujeto recibió una condena menor como encubridor, la cual cumple en la cárcel de Piedra de los Indios en el Departamento de Colonia.

Pablo Borrás -sin duda- no podría ser catalogado como un asesino serial. Tampoco es un homicida masivo, pese a haber arrancado múltiples vidas durante el curso de su único accionar criminal. Su vesánica conducta encuadra en el concepto de asesino itinerante u oportunista; o sea, conforme lo estimarían los expertos en criminología, se trata claramente de un “Spree Killer”.

Su intención, además de robar y vengarse, consistía en finiquitar a una única víctima a la cual había elegido desde mucho tiempo atrás. Al toparse en la estancia con la presencia de otras tres personas decidió asesinarlas, para impedir ser denunciado por éstas.