Muchos lloran.
Algunos putean.
Si un poder tuvo Maradona es el de no dejarnos indiferentes.
Maradona es un ídolo popular. El pibe de Fiorito, el que no tenía nada más que talento y garra y sueños y llegó a la cúspide del mundo.
El hombre con un juego mágico devorado por el mercado, por sus fans, por el entorno, por la maquinaria del fútbol que le pedía siempre más.
Un ídolo.
(Definición del diccionario: figura que representa a un ser sobrenatural y al que se adora y se rinde culto como si fuera la divinidad misma)
Una divinidad popular, contradictoria. Un ser devorado y devorador. Invitado a un banquete donde era plato y comensal.
¿Está mal adorar a alguien?
Puede que sí, pero hoy nuestros grupos de whatsapp se llenaron de lágrimas, de no lo puedo creer, de no me puedo levantar de la cama.
Y mañana lo van a despedir miles, millones. El de mañana será el primer acto masivo desde que empezó la cuarentena.
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¿Quiénes somos nosotres para juzgar el dolor? ¿Quienes para patrullar las lágrimas?
¿Quienes para señalar con el dedo a los millones que vieron en Diego Maradona un espejo posible, una ilusión, un rato de alegría?
Maradona tenía pies mágicos, pero solo eso.
El resto del tiempo era un ser humano como cualquiera de nosotres. Sus contradicciones eran enormes porque todo en él fue enorme, brutal, desmesurado.
No se trata de separar al hombre de su obra, ni de perdonarle al muerto sus pecados.
Quizá se trate de bajarnos del banquito acusador y dejar de hablar por otres. De sacarnos la gorra y dejar que el que quiera llorar, llore.
La revolución que necesita el fútbol -y el mundo- no se hará cancelando a quien le dio tanta alegría al pueblo.