José Luis Pardo y Alejandra S. Inzunza – El Universal

Sólo una exigua corriente de agua separa al sargento Ramos de México. El caudal del Río Suchiate en Las Mercedes, un pueblito perdido de unos 500 habitantes al noroeste de Guatemala, apenas le cubre los tobillos al militar. Esto es un paso clave de contrabando. Al lado del sargento, en una palapa se amontonan los barriles de combustible y un par de balsas. Ramos otea el horizonte cuando de repente señala al fondo. Un hombre a lomos de un caballo blanco, cargado con varios bultos, cruza la frontera fluvial como quien va a casa de su vecino. El sargento lanza una sonrisa y regresa a la pick up en la que está patrullando.

Dentro del vehículo cuenta que lo que acabamos de presenciar es habitual, que muchos de los campesinos compaginan las labores de campo con el contrabando. Por los vidrios se ve como las motocross y las camionetas, “vigilantes y transportistas”, circulan entre las modestas casas de un piso que orillan el camino de tierra hasta llegar a pocos metros del río. Ahí, a la derecha, se erige una pista de aterrizaje para avionetas y a la izquierda una inmensa finca que según el sargento pertenece a “un tal don Óscar”. No sabe nada más, tampoco insiste, en realidad nunca ha visto a ese hombre. La respuesta que ha recibido siempre es solo esa: “don Óscar”. Ramos encoge los hombros en señal de obviedad cuando se le pregunta sobre el tráfico de drogas en la zona, algo que el Ejército admite abiertamente. El gran golpe que ha dado en los últimos meses, sin embargo, es la incautación de varios galones de gasolina. Asegura que nunca ha visto un fardo de cocaína aquí.

Sólo en Las Mercedes existen al menos tres puntos ciegos, lugares fronterizos fuera del control de las autoridades, de los 54 que calcula el Ejército salpican San Marcos, el departamento más noroccidental de Guatemala, al sur de Chiapas, México.  El cártel de Sinaloa ha sido tradicionalmente el inquilino mexicano de este “tesoro”, como lo define Manuel Galeano, ex jefe de Inteligencia Civil, quien durante años persiguió la actividad del tráfico de drogas en el país.

En un trayecto de unas dos horas en coche por San Marcos, la carretera une tres de las ciudades más emblemáticas del narcotráfico en Guatemala. En la costa del Pacífico, según información militar, por Ocós cruzan a diario lanchas cargadas de cocaína hacia Salina Cruz, en el estado de Oaxaca. Desde Tecún Umán, la segunda urbe, los migrantes y el tráfico de drogas comparten rutas hacia Estados Unidos. En Malacatán, el tercer eje de esta trilogía, las mansiones proliferan un paisaje que si no fuera por ellas podría ser el de cualquier pueblo de cualquier lugar. Por estas tierras, el trasiego de mercancías, de personas y de droga son actores principales, el último bastión de una forma de hacer negocio sin sangre en Guatemala, rota en 2007 por las luchas intestinas de los narcotraficantes locales y la irrupción de Los Zetas.

Si la frontera entre Guatemala fuera la mecha de un cartucho de dinamita, San Marcos sería el último tramo de cuerda sin quemar. Desde Oriente a Occidente, el ex brazo armado del cártel del Golfo ha perpetrado matanzas que han prendido las alarmas. Primero en el Petén, asesinando a 27 campesinos, y después en Huehuetenango, donde mataron a 17 personas mientras se celebraba una feria hípica.

Ahora en San Marcos, el departamento más occidental de la frontera, se espera al grupo de la última letra. Si se encuentran siete laboratorios de drogas en ranchos de la zona se apunta a Los Zetas; si desaparecen cuatro policías sospechosos de corrupción, sale a relucir el mismo nombre, aunque no haya pruebas. La única vez que irrumpieron fehacientemente fue en diciembre de 2010 cuando liberaron de la cárcel de Malacatán a Élmer Haroldo Celada, un supuesto sicario de la zona, acusado de asesinar a Carlos Mercedes Vázquez, futbolista del Deportivo Malacateco, de la liga Nacional. Mataron a un policía y a un civil. Doce integrantes de la banda fueron arrestados y condenados a 30 años de prisión. Una misión aislada que cuando se le pregunta a cualquier lugareño sobre la violencia provocada por el narcotráfico, es la primera que le viene a la mente.

La fortaleza de San Marcos, que no han podido traspasar hasta ahora Los Zetas, estaba sustentada sobre los hombros de Juan Ortiz Chamalé, el encargado de mantener el buen equilibrio con el cártel de Joaquín El Chapo Guzmán, en un lugar donde el propio gobierno, en palabras del ministro de Gobernación, Mauricio López Bonilla, ha reconocido el “desgobierno”.

El hermanito Juan, como se conocía a Chamalé en el departamento después de que se autoproclamara pastor evangélico, daba dinero a la señora que no tenía con qué pagar los medicamentos o la hospitalización de su hijo; empleaba a muchos de sus vecinos en sus enormes haciendas de cultivo y ganado. Era para muchos, como reza un narcocorrido en su honor que todavía hoy circula por internet, “un hombre noble, en quien se encontraba siempre el amigo y la sonrisa franca”.

Un año después de que la DEA y las fuerzas guatemaltecas, en marzo de 2011, lograran su captura, miles de personas salían vestidos de blanco, con flores y carteles para pedir justicia para su benefactor. “La táctica de ellos es siempre dar beneficios, trabajo, regalos y aquí ha habido una mezcla de lo religioso y lo delictivo. Son padrinos, actúan como la mafia italiana. En San Marcos ha habido una ausencia de las fuerzas de seguridad y del Estado”, afirma Monseñor Álvaro Ramazzini, el arzobispo de San Marcos.

Con la caída de Juan Chamalé se completó el desmoronamiento de la vieja guardia de los narcos “buenos” en Guatemala, los cabezas de familias que habían hecho negocio con índices de violencia relativamente bajos. Una tras otra, las plazas guatemaltecas han vivido las disputas entre los sucesores locales, con más hormonas y gatillo fácil, y por estas rendijas Los Zetas se han extendido como un cáncer con un  90% del territorio nacional, asegura  Galeano.

“La presencia de Chamalé no permitía la entrada. Ahora sí pueden entrar y además no hay mucha autoridad. Aunque ha pasado un tiempo en el que han estado en cierta pausa. El por qué es lo que queremos saber. Si se están reorganizando o qué”, analiza el ex director de Inteligencia Civil, quien ya fuera del trajín de su anterior puesto platica animadamente en un Taco Bell de Ciudad de Guatemala.  Sin el caudillo local y con Los Zetas expandiéndose a costa de las familias guatemaltecas y su aliado, el cártel de Sinaloa, aquí se espera que la confrontación entre los dos carteles mexicanos y la respuesta del Estado se desate con una fuerza feroz.

La ‘zetificación’

El comandante de Los Zetas en Poptún tiene 24 años y le gusta demostrar que es uno de los jefes de la zona del Petén (frontera con Quintana Roo). Todos le conocen y le temen. Cada día se mete en una de las tiendas, en la avenida principal, a beber alcohol e inhalar cocaína. Es su oficina. Ahí recibe a todo el pueblo. Se sabe quién es y no le importa. La única patrulla que hay en la zona está a pocos pasos, cuidándolo.

El hombre que cuenta esto, y al que llamaremos Pedro, ha trabajado durante los últimos cinco años siguiendo a Los Zetas como agente de inteligencia. Decide reunirse con nosotros en un céntrico hotel de Ciudad de Guatemala. Habla como un cazador que persigue a su presa. Para él la irrupción de Los Zetas es algo personal. “Un zeta se reconoce a 100 kilómetros de distancia. Se huele. Se siente”, comenta entre cafés al contar la historia de violencia que azota Guatemala desde que el brazo armado del cártel del Golfo irrumpió el 20 de agosto de 2007. La Z ha construido una marca que para un país especialmente violento —el quinto a nivel mundial, con 45.2  homicidios por cada cien mil habitantes—, representa una justificación.

Ese día se empezó a escribir la historia del país con una letra sangrienta, que encontró una oportunidad en el oriente, —en la frontera con México, muy cerca de Honduras—, donde la poca presencia policial y militar, el terreno selvático y la difícil comunicación con el resto del país por sus caminos, fueron el territorio perfecto para un tipo de narcotraficantes nunca antes vistos aquí. Hasta entonces, Guatemala no se había encontrado en un Estado de sitio, ni con hombres decapitados en plazas públicas y mensajes en mantas amenazando con matar a “gente inocente”. Los traficantes, que se distinguían por ser una especie de mini carteles de la droga, eran “agentes libres2, que aunque trabajaban principalmente con el cártel de Sinaloa, tenían vía libre para vender la mercancía al mejor postor, explican las fuentes consultadas. Siempre “pacíficamente”. Nada de lucha de plazas, ni masacres a campesinos.

San Marcos, el único lugar que Los Zetas no han logrado apropiarse, es un vestigio de esa manera de entender el negocio. Aquí todavía continúa esa normalidad. A unos pasos de la frontera oficial del Carmen decenas de personas cruzan a pie el río con cargamentos a los hombros con todo tipo de mercancía como gasolina, gas y cerveza. Los policías los ven desde las vallas y no hacen nada.

—Se van por el camino difícil para no pagar impuestos —dice un cambista que nos da casi 300 quetzales por 500 pesos, suficientes para comer y pagar el hotel de esa noche.
—¿Y cómo saben que no trae droga? —se le pregunta a este señor, de origen humilde, que cada día vuelve a su casa a media hora de la frontera, con miedo de que le roben los quetzales cambiados.
—No se sabe, contesta fríamente entre el bullicio de personas que cruzan de un país a otro.

A lo largo de los 572 kilómetros de frontera entre México y Guatemala hay al menos 152 puntos ciegos, prácticamente imposibles de controlar. No hay registro de lo que entra y lo que sale, afirma Rony Urizar, ex portavoz del Ejército y ahora segundo comandante de la Brigada de la Policía Militar. Se sabe que entra combustible desde México, cervezas, aceite, gas; que salen drogas y personas hacia Estados Unidos y que camiones cargados de dinero van hacia el Sur. “Pero es imposible controlar la frontera”, apunta el militar, resignado, en sus oficinas en el Cuartel Militar, rodeado de cámaras viejas de fotografía y video. De acuerdo con información dada a conocer por WikiLeaks a finales del año pasado, sólo unos 125 policías mexicanos vigilan la frontera. Del lado guatemalteco, el número llega a los 200.

Ante un panorama como este, Los Zetas llamaron a la puerta aprovechando las pugnas entre los mini carteles. La invitación vino de Horst Walter Overdick alias El Tigre, un famoso narcotraficante local. “La ambición de Walter Overdick por jugar un papel más importante, después de no poder hacer alianzas fuertes con los narcos locales, fue lo que trajo a Los Zetas“, dice el especialista en conducta criminal del narcotráfico, David Martínez Amador.

El orden que durante décadas había caracterizado a los narcos guatemaltecos, que empezaron como agentes aduanales, se acabó y empezaron las matanzas al “estilo mexicano”, como se le conoce en Guatemala a las masacres que han definido a Los Zetas.

Los Zetas encontraron en Guatemala un hábitat ideal por la cultura de violencia de este país, que es endémica. Ellos rompen el esquema del narco tradicional, invaden la economía informal, utilizan a los migrantes, no tienen límite, así que empiezan a hacer una especie de franquicia en Guatemala. Los Lorenzana, los Mendoza y Chamalé tenían como grandes aliados al cartel de Sinaloa. Los Zetas vienen a romper con esto”. precisa Édgar Gutiérrez, ex canciller de Guatemala y director del Instituto de Problemas Nacionales.

Pueblos como Morales, a unos 100 kilómetros de Honduras, también Petén, fueron cerrados para los enfrentamientos entre capos, que dejaban cadáveres como parte de la estética. Masacres como la de Huehuetenango (con 17 muertos) en medio de una carrera de caballos, donde los narcos tenían hipódromos privados y una personal militar garantizando su seguridad, cambiaron el idioma entre cárteles. En la finca Los Cocos, en La Libertad (Petén), 27 campesinos fueron decapitados el 16 de mayo de 2011 por supuestos nexos con el cártel del Golfo. Las mantas, amenazando al entonces presidente Álvaro Colom, y a cualquier posible enemigo, crearon un ambiente de terror y espanto que todavía no termina a pesar de los dos Estados de sitio que ordenó el gobierno hace un año en Alta Verapaz y Petén, el último tras la matanza en La Libertad.

Mientras la Z se esparcía durante los últimos cinco años por Guatemala, las alianzas entre los cárteles locales se debilitaban y el trabajo de la DEA en la zona conseguía las cabezas de sus líderes: Juan Ortíz Chamalé, Waldemar Lorenzana, Mario Ponce. Todos detenidos en los últimos dos años. El último fue el propio Overdick, capturado a principios de abril de este año. El tablero cambió de piezas.

Actualmente, Los Zetas controlan totalmente la llamada “ruta de ingenieros” —la droga proveniente de Honduras pasa por el departamento de Izabal, sigue a Raxruja (Alta Verapaz), cruza la frontera hacia México por Ingenieros (Quiché) y llega a San Cristóbal de las Casas, donde las rutas varían—. La reducción del Ejército en un 33%, consecuencia de los Acuerdos de Paz, hizo que esta zona, protegida por los destacamentos militares, quedara al descubierto al igual que la Costa Sur, indica Manuel Galeano.

Guatemala, a su juicio, es como un círculo que Los Zetas empezaron a dibujar desde el Petén, luego adueñándose de parte del territorio del Quiché, Alta Verapaz y luego de Izabal, al sur del país. Después irrumpieron en Huehuetenango  y actualmente pelean en Zacapa, Escuintla y Chiquimula, donde operan en Puerto Quetzal —uno de las zonas marítimas con mayor trasiego de droga—. Para cerrarlo, sólo queda San Marcos y  la capital, Ciudad de Guatemala.

Zetas y zetillas

Era viernes aquel 1 de abril de 2011, cuando un autobús de pasajeros explotó en el oeste de Ciudad de Guatemala. Una señora de 60 años perdió a su hijo ese día. Dos jóvenes estudiantes, según los diarios locales, nunca llegaron al colegio. En total, seis personas murieron y ocho quedaron heridas. Marcela Rojas estuvo internada ocho días por una hemorragia interna a causa del atentado, que nunca fue resuelto. Días antes, el gobierno del ex presidente Álvaro Colom, había recibido un comunicado supuestamente de Los Zetas, en el que amenazaban con “desatar una guerra” si las autoridades continuaban la persecución a ese grupo en Alta Verapaz.

Para algunos expertos, como el ex canciller Édgar Gutiérrez, se trató de una imitación Z. “Hubo una cierta manía del gobierno de culpar a Los Zetas de todo, por eso ves zetas hasta en la sopa, porque eso vende y coloca el problema en México, como si este país fuera Costa Rica”.

Los ecos de Los Zetas viajan por todo el país. También han llegado a los oídos de Ademar Barilli, el sacerdote que ayuda a los migrantes que van a Estados Unidos en Tecún Umán. Pero el cura asegura nunca haber visto a uno. Este pueblo, fronterizo con Ciudad Hidalgo, ha sido durante décadas el paso clave de los migrantes desde San Marcos hacia México. Es “un lugar con mucho miedo”, donde es común la desaparición y trata de personas, así como los rumores sobre Los Zetas.

La última vez que Barilli escuchó sobre el cártel fue hace un par de meses cuando un grupo de 40 migrantes fue secuestrado al cruzar el Río Suchiate. Unos días después, todos ellos escaparon. “Usan su nombre cuando no son ni narcotraficantes, ni secuestradores, ni nada. A Los Zetas no se les hubieran escapado”, dice este hombre de temple de acero que apenas sonríe.

La proliferación de imitadores tiene una explicación: “Son protozetas o zetillas. Lo paradójico es que sin una estructura tan fuerte se han apoderado del 90% del país”, dice Pedro. Desde el Estado de Sitio de Petén, en mayo de 2012, Los Zetas se tuvieron que reestructurar. Según informes de inteligencia, en estas áreas viven de la extorsión a finqueros y todavía no tienen una lógica militarista. En el Petén, donde está la escuela de kaibiles, se tiene registro de que los jóvenes reclutados son entrenados y enviados a México para participar en masacres como parte de su formación. “Los adiestran en las fincas a las que llevan a los migrantes. Los ponen a pelear hasta la muerte. Los diez o veinte que sobreviven se quedan con ellos y regresan”.

De acuerdo con las investigaciones de la Secretaría de Inteligencia Estratégica, dependiente de la Presidencia de la República, la mayor parte de los llamados zetas en este país son locales que siguen la orden de un comandante mexicano. Sólo en ciertas misiones son enviados representantes del cártel en México. “Hay muchachitos de algunos pueblos que te dicen que quieren ser zetas porque Los Zetas son soldados invencibles”, comenta Martínez Amador, profesor de Etnografías del Crimen Organizado en la Universidad Rafael Landívar.

La calma y la tempestad

Al final del pueblo, un 4×4 y una pick up nuevos están estacionados en un changarro destartalado, los únicos elementos que se interponen con la playa y el Pacífico. El fin de semana los lugareños de San Marcos se acercan a Ocós para asolearse, pero hoy es uno de esos días laborables en donde la vida parece recogerse. Sólo alguna mirada furtiva rompe el inmovilismo de las calles. Cuentan los que han vivido la guerra que en los paisajes desolados la batalla es precedida por una calma tensa. Uno tiene aquí la impresión de que cualquier gesto, cualquier chispa que prenda la indignación, puede romper el silencio de esta gente ensimismada que ha vivido sin rendir cuentas a nadie durante años. “Mucho tiempo hubo casas donde tenían a migrantes secuestrados a la espera de un rescate y luego se iban por el mar”, confiesa monseñor Ramazzini.

Este feudo del cártel de Sinaloa, en donde la costa es vigilada por dos militares de la Fuerza Naval y otros 15 efectivos del ejército y seis policías se encargan de la seguridad de sus 60,000 habitantes, se ha quedado sin Juan Ortiz Chamalé, su general, que ha dejado un vacío de poder sin un heredero capaz de tomar las riendas del negocio. “Ahorita los mexicanos (Los Zetas) no están operando”,  afirma Pedro, el agente de inteligencia, “pero cuando se reorganicen y entren no se van a andar con babosadas. Eso va a ser un desmadre porque les va a hacer falta un ejército y lo van a hacer”.

“Por donde tú lo veas Guatemala todavía no experimenta los grados de violencia que le toca. Alguien se va a apoderar de Ciudad de Guatemala, por un tumbe de drogas… va a estallar simplemente porque se encuentran. No puedes pretender que el cártel de Sinaloa y Los Zetas vivan pacíficamente aquí y se estén rompiendo la cabeza en México”, añade Martínez Amador.

A pesar del embargo de armas impuesto por Estados Unidos desde el 76, por la violación de derechos humanos en la Guerra Civil, Guatemala sigue siendo un país fuertemente armado. La seguridad privada triplica el personal de la policía y el Ejército, aunque menguado por los acuerdos de paz, está en el punto de mira.

—Veo que está muy apegado a su arma, ¿qué les pasa si desaparece?
—Es una falta muy grave —cuenta un sargento dentro de un pick up del Ejército en San Marcos.

El hombre acaricia el fúsil, como si acariciara a un perro. Lo trata como una prolongación de su cuerpo.

—Tenemos que dormir con él, como si fuera nuestra mujer.
—¿Han desaparecido armas?
—Sí alguna vez…

“Las Fuerzas Armadas se han involucrado, y mucho armamento de ellos lo ves ahora en manos de Los Zetas. Una vez mataron a cinco policías en Amatitlán, en unas bodegas con armamento del propio ejército”, cuenta el ex jefe de inteligencia Manuel Galeano. Una AK47 en la frontera con Honduras cuesta unos 1,000 dólares.

Los ex militares han dinamitado el reparto del tablero de los cárteles tradicionales en un país por donde cada año pasan al menos 250 toneladas de droga y en el que las armas han sido tan cotidianas como el noticiero de la tarde. “Aquí no pueden ni van a entrar. En Guatemala acabamos de terminar una guerra de 30 años. Estamos acostumbrados”, se indigna Pedro, antes de acabar su último café. “No nos va a asustar que vengan a pintar mensajes con las piernas de la gente. Aquí es donde se han hecho las masacres. Si vienen aquí a por una guerra la van a perder”.