Un cuerpo como el tuyo, un cuerpo como el mío

¿Qué hay que aprender para poder tocar mi cuerpo? ¿A qué hay que acostumbrarse para poder sentir su placer? Nicolás Cuello escribe porque quiere que otrxs se sientan acompañadxs en el arduo trabajo de sobrevivir al desprecio, a la duda, al descuido y la animalización desexualizante a la que están expuestos los cuerpos gordos.

Un cuerpo como el tuyo, un cuerpo como el mío

Por Nicolás Cuello
07/11/2019

Hace mucho tiempo, me acuerdo, caminábamos de noche con un pibe con el que nos estábamos conociendo. La conversación empezó a volverse cada vez más sexual, nos preguntábamos por cosas que nos gustaban, cosas que no, experiencias anteriores, noviazgos, etcétera. 

Todo iba bien, hasta que de pronto: “Es la primera vez que estoy con alguien como vos”, me dijo. Me quedé sorprendido. No entendí bien de qué se trataba. “¿Como yo? ¿En qué sentido?”, pregunté. “Así, con un cuerpo como el tuyo, distinto. Todavía me tengo que acostumbrar”. Mi cabeza ardiendo y  mi respiración cada vez más acelerada me llevaron por todas las posibles respuestas que esa situación se merecía. Traté de explicar como pude lo mucho que me afectaba esa respuesta. ¿Un cuerpo como el mio? Me resultaba inentendible. Para el caso, yo también podría haber dicho lo mismo sobre él, dado que todos los cuerpos son distintos, únicos. Cada cual tiene su ritmo, su olor, sus miedos, sus potencias. Cada cuerpo guarda secretos, enseña sombras, muestra heridas. Cada cuerpo se dobla, se endurece, se cierra o se abre de distinta manera. Cada cuerpo, un mundo, como dice la expresión. ¿Un cuerpo como el mio? ¿Cuál es esa diferencia pronunciada en silencio que lo vuelve realmente distinto? ¿Ser gordo? ¿Qué hay que aprender para poder tocar mi cuerpo? ¿A qué hay que acostumbrarse para poder sentir su placer? Recuerdo que la conversación siguió, intermitente, incómoda, vuelta un nudo. La noche se volvió, paradójicamente, más pesada que mi propio cuerpo.

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Lo importante de esta experiencia, que no fue la única, ni la primera ni la última, es que me permitió entender algo fundamental. La crudeza de esa expresión no tenía que ver con la insensibilidad específica de una persona, pero sí con algo que está más allá y dentro de tod*s: los efectos de la cultura de la delgadez obligatoria que vuelve algunos cuerpos como objetos inimaginables del deseo. Como un misterio que otros, con suerte, develan. Como un objeto no identificado, que por accidente emerge e ilumina lo que hasta el momento no tenía lenguaje. Como una especie otra, olvidada o desconocida que irrumpe. Por eso me interesa pensar en la incapacidad de ser imaginados, porque posiciona nuestros cuerpos en una zona que está un poco más allá del silencio o el mero ocultamiento. Es directamente, impensable. Algo que está sustraído de la fantasía. Me atrevería a decir, incluso, un cuerpo exiliado de lo vivo.

Creo que es importante partir de reconocer el deseo como un territorio de conflicto. No como una zona de indeterminación espontánea o casi como un nuevo biologicismo: “estos son mis gustos” “nací así”, porque sobre gustos está todo escrito. Y en esa formulación compleja que nos devuelve el deseo, en esos trazos ambiguos, en esos movimientos inesperados que empujan soluciones, que producen destellos o que nos hunden en frustraciones pantanosas, puede ser importante empezar a nombrar una lógica productiva que nos ayude a escapar de la individuación de lo injusto. Claro, el rechazo ante todo se vive como una respuesta personal, como una cancelación subjetiva.


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Somos nosotr*s l*s que estamos debajo de esta piel abultada, los que paseamos panzas peludas, dedos gruesos, piernas gigantes, doble papada y por ello recibimos distancia. Somos nosotr*s quienes vivimos el temor del abandono y sabemos que la principal razón puede ser nuestro cuerpo. Somos nosotr*s quienes notamos la incomodidad, la duda, el temor ajeno y tenemos que trabajar el doble para resultar atractiv*s. Una y otra vez. Desde siempre y casi siempre.

Pero si juntáramos todas nuestras experiencias, que forman ese archivo tembloroso de la fragilidad de nuestros cuerpos, y nos escucháramos mutuamente, estoy seguro de que podríamos nombrar la evidencia de una estructura histórica de violencia erótica que afirma la delgadez como único horizonte de ensueño. Una construcción cultural que posiciona el adelgazamiento como un sinónimo armónico de superioridad moral, de funcionalidad sexual y capacidad erótica. Una gestión ordenada de nosotr*s mism*s que a través de la reducción del tamaño de nuestro cuerpo nos vuelve personas capaces de recibir reconocimiento afectivo, es decir, de ser deseadas. Un tipo de imaginación que nos promete en el opaco espacio de nuestra intimidad que la mesura, el ajuste, la disminución y el encogimiento de nuestra corporalidad nos traerá felicidad, y si somos felices, somos atractivos, y si somos atractivos, somos mirados, y si somos mirados, quizás, alguien por fin pueda realmente vernos. Después de tanto tiempo.

Es cierto, hoy los medios de comunicación, en especial a través del lenguaje publicitario, incluyen corporalidades gordas, pero es proporcionalmente cierto también que dicha inclusión está realizada en una clave de identificación consumista antes que en un proceso ético de humanización de nuestra diferencia corporal. ¿Qué significa eso? Básicamente que la circulación de una nueva cultura de la atracción no nos pone de protagonistas, más bien sitúa el producto en venta como objeto deseado y nos interpela reconociéndonos como sus usuarios o consumidores. Pero esas representaciones no hablan de nosotr*s, no piensan en nosotr*s, ni nos desean por fuera de nuestro poder adquisitivo.

Escribo esto porque necesito leerlo, necesito pensarlo en voz alta para desacreditar el desgaste constante que produce el reconocimiento desigual del valor afectivo y sexual de los cuerpos. Escribo porque sé lo que significa sentirse imposible y quisiera que otr*s también se sintieran acompañad*s en el arduo trabajo de sobrevivir al desprecio, a la duda, al descuido y la animalización desexualizante a la que estamos expuestos por arriesgarnos al placer y al peligro de vivir una vida con estos cuerpos. Escribo porque quiero hacer algo distinto con la sensación de ser  inimaginable: desnaturalizarla como un dictamen, deshabituar su cercanía, olvidarla como una lengua madre. Escribo, para objetivar el temor a esa promesa cruel que el mundo nombra como nuestro destino. Escribo para explicitar críticamente el origen de esta desigualdad, para quebrar la atomización victimista de lo que siente tan único, tan cierto, tan propio. Escribo porque estoy cansado de trabajar, de entender, de justificar, de aceptar lo que no corresponde, impuesto por el voluntarismo de la autorresponsabilización, eso que ahora disfrazan de empoderamiento. Escribo para nombrar la delgadez obligatoria como un aparato de captura de las posibilidades del deseo. Escribo para recordar que el poder no conoce la totalidad de sus efectos, y allí en el desierto magro donde no se imagina nuestra posibilidad, también vive latente la amenaza de nuestro placer, la alegría obstinada de nuestros deseos, la vibratilidad de nuestros cuerpos y la fuerza valiosa de nuestros sentimientos.

Nicolás Cuello
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