“Nuestras vidas no son delito” parece ser la única manera posible de reclamar contra los deseos de control total que hoy en la provincia de Mendoza se podrían aprobar con la sanción del Nuevo Código Contravencional.
Estamos hablando del proyecto de ley impulsado por el gobierno provincial de Alfredo Cornejo, que busca completar la media sanción que obtuvo de manera acelerada en el senado provincial meses atrás. Con un panorama desalentador que nos promete casi con seguridad su aprobación sin modificación alguna, nos enfrentamos a la oficialización de un conjunto de políticas de carácter represivo que condenan con multas económicas (hasta 9 mil pesos) y arrestos (1 a 90 días) una cantidad desmesurada de comportamientos no tipificados en el código penal.
Esta iniciativa que busca, en palabras del gobernador, regular y mejorar la convivencia de los mendocinos en la vida diaria, a través de la actualización del código de faltas con el que se contaba desde 1965, criminaliza el trabajo precarizado, restringe críticamente la libertad de expresión, persigue con especial énfasis a las trabajadoras sexuales y vuelve a profundizar el estigma sobre las personas que viven con VIH, al castigar legalmente la expresión pública del disenso, la venta ambulante, la limpieza y cuidado de autos, el consumo de alcohol en la vía pública, la oferta de servicios sexuales, la mendicidad, la ocupación desordenada de la calle, y una de las más alarmantes, al criminalizar la transmisión de enfermedades venéreas o “contagiosas”.
Decimos que es una de las más alarmantes, porque se sabe que los análisis filogenéticos no son capaces de reponer el recorrido del virus. Es decir: no existe modo científico para dar cuenta del momento exacto de la transmisión ni de su origen específico. Lo que nos deja en claro es que legislaciones de este tipo están programadas para el ejercicio de la injusticia y para el abuso judicial premeditado que especula con nuestra salud para producir disciplinamiento. Y reactivan un pánico social que vuelve a figurar a las identidades sexuales fuera de la norma, a las trabajadoras sexuales, a las comunidades migrantes y a los cuerpos racializados como focos de peligrosidad, y como objetivos móviles de la expulsión necesaria. Se trata de un modo de ordenar a través de la fuerza y de la coerción económica un perfil ciudadano, no sólo eliminando su capacidad de expresar disenso y controlando aún más su paso por el espacio público, sino también sancionando el ejercicio de su sexualidad, el uso de sus placeres y la posibilidad de sus cuerpos.
Es así como en su conjunto todas estas nuevas dimensiones de lo penalizable producen una experiencia social restringida que no sólo profundiza las desigualdades que ya organizan la ocupación del espacio público, sino que vulneran las garantías constitucionales y los derechos adquiridos que protegen el ejercicio de nuestras libertades individuales y colectivas.
La aprobación de este nuevo Código Contravencional, que toma lugar en un proceso de profundo desfinanciamiento y precarización de la vida colectiva, instala un modelo de vigilancia, control y castigo sobre la vida social que profundiza la gestión punitiva de una política neoliberal en curso, no sólo en nuestro país sino a escala regional, que busca diseñar a la fuerza una nueva ciudadanía a partir del consenso obligatorio, de la obturación de la protesta social, de la hegemonía mediática y finalmente de la reincorporación de normas culturales y sociosexuales de carácter conservador, como una expresión de temor frente al aumento irrefrenable del malestar y la desobediencia social que se expresa de forma continental ante el rechazo de una política especulativa de explotación, represión y ajuste.