La bandera hace contraste detrás suyo, le recorta la cara. Habla con las pausas que le dejan los estruendos de una pirotécnica insistente y dice que ahora es diferente, que antes lo convocaba una tragedia de otros, que la sentía propia pero que ahora es suya de verdad y que duele más. Parado sobre Avenida de Mayo, Jorge Castro Rubel (40) ve pasar las primeras columnas que llegan a la Plaza. Hace menos de dos años que se enteró de su nueva vieja historia: es hijo de los militantes de las FAL desaparecidos, Hugo Castro y Ana Rubel. “Saber es liberador pero muy doloroso. Siempre me sensibilizaba lo que sucedió. Sentir que le tocó a tu propia familia, a mis padres y a mí también es un dolor más personal que a veces cuesta poner en palabras”.
Jorge es el nieto recuperado 116, uno de los últimos. Ya había venido a muchas marchas del 24 de marzo. No desconfiaba ni un poco de lo que sus padres adoptivos le habían contado. “Era una casa en la que se leía Página 12, era un ambiente progresista, no había de qué desconfiar”, recuerda. Una tarde una tía se le acercó para revelarle el secreto familiar. Su mundo interno se conmocionó. Se enojó. Quiso saber. El padre adoptivo le contó que lo habían dejado en la guardia de la Casa Cuna, donde trabajaba como pediatra. Que había llegado muy chiquito y prematuro y que él se lo llevó a la casa. No había más que eso.
Es temprano pero ya hay mucha gente en el centro porteño. Se anticipa lo que va a pasar después. Grupos de jóvenes sin columnas y parejas de la mano llegan a la plaza. No hay aún partidos políticos y desde 9 de Julio hasta Bolívar no se puede caminar sin frenar. Jorge habla y al lado suyo un trabajador de AGR, la planta de Clarín, vende una edición de la revista que cuenta el conflicto y que imprimieron en la semana para bancar el fondo de huelga.
“Yo sabía que no me iba a quedar con la duda. Le pregunté a mi tía si yo era hijo de desaparecidos y me dijo que eso no lo sabía. Fue entonces que me hice los análisis. Sentía que si había una familia buscándome era mi responsabilidad encontrarlos”, cuenta a Cosecha Roja. Esto le sucedía apenas unas semanas después de que en todos los medios se publicara que Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, había recuperado a su propio nieto.
Un grupo de estudiantes secundarios pasa por al lado. Aplauden y abrazan a abuelas e hijos. Se siente el afecto. Sucede varias veces mientras dura la charla. “Esta vez es distinto de cuando venía con mis amigos o con compañeros de la facultad. Ahora vengo encolumnado y recibo todo el cariño que la gente le demuestra a las Abuelas y a Hijos, a su lucha”, dice con una sonrisa. Jorge es sociólogo, estudió en la UBA y es investigador del Conicet.
La historia sigue hacia adelante. Ya se encontró con su familia de sangre. Tiene tíos y primos a quienes está conociendo. “A pesar de todo, esto que sucedió, de alguna manera, vino a enriquecerme la vida”. Su padre adoptivo murió el año pasado. “Con él me quedaron charlas pendientes”, dice con algo de lamento.
La enorme lona azul de más de una cuadra lleva las fotos de miles de desaparecidos. Va rumbo a la plaza levantada por las manos de decenas de personas. Al lado los chicos de la revista La Garganta Poderosa muestran unas letras en telgopor tamaño gigante que dicen: “Son 30.000”. Es una respuesta al cuestionamiento oficial al número de desaparecidos; los ceros funcionan como aros de básquet para chicos que tiran bolas de papel. Las distintas vertientes del kirchnerismo van llegando y los lugares vacíos comienzan a ocuparse. Los humos de los choris y patys impregnan todo alrededor.
En la esquina de Bartolomé Mitre y San Martín, frente al Banco Provincia, se encuentran Fernando Araldi (41) y Martín Mórtola (43). Son primos y van juntos a las marchas del 24. También son nietos del creador de El Eternauta, Héctor Oesterheld, asesinado en la dictadura. Y son hijos de dos de las cuatro hijas desaparecidas del escritor. Ellos fueron entregados a sus abuelas luego de que a sus padres los secuestraran o mataran.
A diferencia de Castro Rubel, ellos supieron demasiado desde muy chicos. La infancia estuvo llena de relatos y fotos de sus papás y sus tíos que no estaban. La abuela Elsa, la única sobreviviente de la antigua casa familiar, fue la encargada de contarles para que ellos supieran lo felices que todos habían sido antes del terror. “Después de que secuestran a mi vieja en Tucumán a mí me entregan a mis abuelos maternos. Fui enterándome de lo que había pasado cuando empezamos a vernos más con Martín y mi abuela Elsa, que tenía más necesidad de transmitirnos lo que les había pasado”, dice Fernando.
Los recuerdos de Martín comienzan más temprano. El día que matan a sus papás en una casa de Longchamps él tenía cuatro años. Los asesinos lo llevaron a ver a su abuelo que estaba secuestrado en un centro clandestino. No saben cómo pero Héctor consiguió que se lo llevaran a Elsa. “Mi primo se acuerda de un lugar oscuro de paredes grises. Era chico pero es uno de sus primeros recuerdos”, cuenta Fernando. Él siente que la historia familiar sigue siempre viva. “El año pasado se publicó un libro (Los Oesterheld, de Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami) y conocí a mi madrina, que se había exiliado a Paraguay. Cada tanto vuelve a suceder algo y te llegan nuevos relatos de tus viejos y conocés algo más de ellos”, agrega.
Más adelante, en las columnas que llegan de la Zona Norte del conurbano marcha Adriana Moyano (65). Baja de uno de los micros que llegan tarde a la Plaza. A diferencia de Jorge, Martín y Fernando, a ella no tuvieron que contarle nada. La suya es una historia de esas que son difíciles de contar y en las que abunda el dolor. Uno de sus cuñados, miembro de la resistencia peronista, fue asesinado en los fusilamientos de José León Suárez sobre los que escribió Rodolfo Walsh en Operación Masacre. Su suegro, en un exilio uruguayo, murió de un infarto al enterarse del crimen.
Adriana era la esposa de Miguel Francisco Lisazo, el Gordo, uno de los miembros del secretariado de la JP. De él lo único que se sabe es que fue a una cita en Martínez y nunca más volvió. La única persona que escapó de ese fallido encuentro fue la actual ministra de Seguridad Patricia Bullrich. A esa pérdida se sumaron la de una sobrina, dos cuñadas, su cuñado y su papá. Todas en la última dictadura. Después de la muerte de su marido, Adriana, que era militante peronista en Munro, tuvo que irse a Mar del Plata primero, y luego a Córdoba con su bebé a cuestas. “Después de varias veces que estuvimos a punto de que nos encontraran tomé la decisión más difícil de mi vida, dejar a mi hijo con una mujer que no estaba vinculada a la militancia”, cuenta. Estuvo cuatro años mandándole fotos a Jorge, su hijo, pero sin poder acercarse demasiado.
“Volver a la Plaza no es doloroso para mí. Al contrario. Es como revivirlos, recordarlos amorosamente como los luchadores que eran. Nosotros sabíamos qué nos podía pasar y seguíamos luchando. En ese momento había mucha gente que la pasaba muy mal. Donde militábamos había gente muy pobre. Alguien tenía que hacer algo por ellos. Para mí el 24 de marzo es una fecha de resurrección, no de duelo”, dice. Adriana está en Perú, a metros de Hipólito Yrigoyen, y marcha bajo una bandera de la agrupación Néstor Kirchner de Vicente López.
Las columnas de Nuevo Encuentro cierran la procesión de la primera convocatoria, luego de que desde el escenario, montado de espaldas a la Casa Rosada, los oradores leyeran el documento de los organismos de Derechos Humanos y criticaran la gestión de Macri.
La Plaza comienza a vaciarse de los cientos de miles que vinieron a conmemorar los 41 años del golpe cívico militar, y por avenida de Mayo las banderas no paran de flamear. Mientras la primera convocatoria termina, las columnas de la izquierda esperan en la 9 de Julio y se extienden hasta el Congreso. Un grupo de españoles que llevan una larguísima bandera con los colores de la República caminan de regreso. También vuelven una organización de bolivianos que recuerda a sus compatriotas desaparecidos en la Argentina y jóvenes de los centros de estudiantes de colegios y universidades porteños. Ellos y otros tantos caminan por el bajo hacia Retiro, por Cerrito hacia Constitución, cada vez más disgregados. Se termina la última gran marcha de un mes en el que el movimiento de mujeres, los docentes y otros trabajadores llenaron la Plaza de Mayo para protestar contra los ajustes del gobierno.