Los siete integrantes cantan sobre su tránsito de género y proponen su propia visión de la masculinidad. Le compusieron una canción al Ejército y a la exigencia de la libreta militar.
Jonathan Espinosa es el primero en llegar al salón de espejos del Centro de Ciudadanía LGBTI de Teusaquillo. Lleva puestos un pantalón rojo, una camiseta azul y manillas de colores. En su clóset quedaron archivados hace cinco años los trajes grises y negros con los que visten los “varones”. Ya no encurva sus hombros para esconder su pecho; se dejó crecer el cabello, que antes llevaba muy corto, por exigencia del banco donde trabajaba, y ya no tiene que fingir una voz gruesa. Alista los instrumentos para que otros cinco hombres trans y una mujer heterosexual inicien el ensayo de la banda de rock 250 Miligramos.
“Me corté el cabello, me fajé las tetas, cambié los tacones por unas punteras. Caminé a la farmacia, me inyecté la testo, me cambié de nombre, me creció la barba y miré la noche oscura… y dejé de ser ella”.
Con una letra reinventada de la canción “Todos me miran” de Gloria Trevi, los músicos Thomás, Gustaff, Ale, Andrés, Martín y Jonathan hablan sobre su tránsito: al nacer los clasificaron como mujeres, pero siempre se identificaron como hombres. Hace un año surgió la idea de conformar la banda. Sus integrantes coincidían en haberse sentido observados en las calles, donde les gritaban “machorras” y “marimachas”.
La canción de la artista mexicana es una de sus interpretaciones emblemáticas, pero “Aunque no sea conmigo”, de Enrique Bunbury, fue en realidad el tema que los unió. Jonathan, en medio de una tusa, no podía dejar de escucharlo. Estaba en una reunión de la Fundación Ayllu Familias Transmasculinas y convocó a un par de compañeros para que la entonaran. Les gustó y desde entonces se reúnen los martes y viernes a las 6 p.m.
“Nos están invisibilizando. Todos nuestros derechos están rezagados, porque no hay una política pública, ni una agenda social de hombres trans. Queremos tener protocolos de salud y conocer cómo incide a futuro la testosterona en nuestros cuerpos. ¿Nos daña el hígado… los riñones?”, se pregunta Espinosa, de 43 años, quien desde los dos sabía que no quería vestidos de niña. Recuerda que cuando tenía cuatro vio a su papá y a sus tíos reírse de una mujer trans que pasaba por el andén, al frente de la casa de su abuela. “¡Loca, loca, loca!”, le gritaban. “Papi, ¿por qué le dicen así?”, preguntó Jonathan. “Porque es un man que se viste de vieja”, le respondió. “¿Entonces yo también soy loca papá? Me siento como ella, sólo que al revés”, insistió. “Deja de hablar maricadas y ve a jugar con tus primos”.
Para su familia era una niña. La conocían como Chiqui. Para “aplacar” sus ademanes masculinos, la matricularon en un colegio femenino. Se inscribió en cuanto deporte pudo: quería vestir sudadera. En las presentaciones de danza era la primera elegida para el papel de niño. Su hermano menor crecía y Chiqui copiaba sus cambios de voz. Lucía como hombre y sus profesores se dieron cuenta. Fue expulsada de la institución, luego de pasar por la oficina de psicología. Antes de cumplir 18 años estaba seguro de que no era una mujer y empezó a presentarse como Jonathan.
No se explica cómo logró hacer que su apariencia fuera masculina y ocultar por años que había nacido mujer. A sus parejas nunca les contó. Una de ellas era madre soltera y Jonathan asumió la paternidad. Hoy, la niña, que lleva su apellido, tiene 21 años. Cada vez que se iba de viaje con una compañera sentimental, su madre lo llamaba decenas de veces, preocupada de que lo descubrieran. Le llegaba la menstruación e inventaba artimañas para esconderla. El sexo se hacía con una prótesis, debajo de las cobijas y con la luz apagada.
Había cumplido su lista de hombre ideal: carro, casa, profesión, hija y pareja. Era administrador financiero con una especialización en gerencia social, pero su vida era solitaria. “Eso fue violento conmigo mismo. Si hubiese sabido quién era desde antes, no habría esperado tanto. Conocí a unos hombres trans y me vi reflejado en ellos”.
Hace cinco años, el 18 de marzo, día de su cumpleaños número 39, se inyectó los primeros 250 miligramos de testosterona, la dosis con la que comienzan su tránsito estas personas y a la que se debe el nombre de la banda musical. Una enfermera fue la encargada de iniciar el tratamiento hormonal, que cubre su EPS bajo el diagnóstico de disforia de género (una patologización con la que no están de acuerdo los defensores de DD.HH.). Después vinieron la mastectomía y la histerectomía.
Tres décadas después de esconderse, Jonathan ya no teme desnudarse frente a un médico o una pareja. No tiene que acudir a especialistas particulares y disfruta su sexualidad sin miedo a que toquen su cuerpo. “Perdí más de la mitad de mi vida sin disfrutarla plenamente. Viví 38 años en función de que la sociedad me aceptara. Ahora me importa un carajo. Nunca le he dicho de frente a mi hija que soy trans y si me pregunta le diré: ‘Soy el mismo que te crio, que te cuidó cuando te enfermaste’”.
Jonathan dice que en la banda son diversos y defienden otro tipo de masculinidades. “Hemos aprendido que el machismo existe porque se coloca la masculinidad en el otro. Hay que andar con mil viejas para que te aprueben. Que me veo medio gay, que me veo muy hombre. No me importa”.
Un grito al servicio militar
“Voy por la calle y los ojos en mí, ya lo presiento me la van a exigir. En el silencio la redada sin fin, cómo decirlo, no lo puedo fingir. Ya no quiero una guerra nueva, es el reto de una nueva era. No me obliguen, no quiero tenerla, de tus balas no quiero más huella. No es la testo, en lo humano no hay certeza, nuevos hombres no pierdan la cabeza”… Es la letra de Utopía militar, canción compuesta por 250 Miligramos.
Pese a que al nacer les asignaron sexo femenino, en sus cédulas ya aparecen con el masculino. Por este cambio estarían obligados a prestar servicio militar. En el caso de Espinosa, quedó exento porque se presentó al Ejército como padre de familia. Una situación diferente enfrenta Thomás, de 21 años y estudiante de artes visuales en la Universidad Pedagógica, quien tiene cita en el Ejército el 12 de julio y no sabe qué le espera. Por su parte, Andrés ha tenido dificultades para conseguir trabajo, porque no tiene libreta militar. (En video: “Es esperanzador ser trans en Colombia”: Matilda González, activista LGBT)
En 2015 la Corte Constitucional cambió la historia de los hombres y mujeres trans. En el caso de ellas (que cuando nacieron las clasificaron como hombres, pero toda su vida se identificaron como mujeres) no se les puede exigir libreta militar. En el caso de ellos, el alto tribunal le ordenó al Ministerio de Defensa crear un mecanismo para su reclutamiento. Esto no se ha cumplido.
Para entonar Utopía militar, Ale, de 30 años, quien estudia licenciatura en artística, toma la vocería y organiza al grupo. En la universidad ha vivido su propia experiencia de discriminación. “Tuve clases donde me preguntaban cuándo me iba a hormonizar; que si me bajaba o no me bajaba la regla, y qué me iba a quitar. Unos me leen como ella y otros como él”, relata, con su guitarra al hombro.
Algunas familias también segregan. La de Thomás, por ejemplo, es cristiana. “Para ellos, esto no es normal, es antinatural. Quiero que me respeten esta nueva construcción de lo que es ser hombre”, señala.
Los otros integrantes
Ale antes soñaba con ser futbolista, pero su amor por la música hoy lo hace pensar en viajar a festivales. Andrés inició su tránsito de género en diciembre y ahora está reconciliándose con lo femenino que hace parte de él. Aboga por la tranquilidad de su familia, que sufre pensando que algo malo le pasará en cualquier marcha del Orgullo LGBT o protesta por la igualdad.
Viviana, de 31 años, es vocalista y la única heterosexual de la agrupación. Es enfermera y les inyecta la testosterona a sus amigos. Está cansada de explicar por qué es la única mujer en una banda de hombres trans. Llegó a cantar por Gustaff, a quien conoció antes de su tránsito. “Soy yo y mi vida. Este proceso ha sido muy bonito y positivo”, afirma.
El día más feliz en la vida de Gustaff, estudiante de zootecnia en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, fue cuando le practicaron la mastectomía en mayo de 2016. Le extirparon las mamas en dos cirugías que lo incapacitaron 30 días. Cuando se vio al espejo, sonrió a pesar de las cicatrices. Thomás y Andrés asienten con la cabeza. También quieren que llegue el día en que, sin vergüenza, se paren frente a una piscina, en la playa o a la orilla de un río y se quiten la camiseta.
* Este artículo fue escrito en el marco de la Beca Cosecha Roja. Fue publicado también en El Espectador
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