El guardiacárcel Polonio Barrera revisa mi bolso y exige documentos. Luego pone voz de locutor y bromea: “¡Y en este rincón, Gabriel la Garza Funes!”.
Detrás del mostrador Gabriel rebota en el piso como un boxeador a punto de saltar al ring. Su rincón es el encierro. Nada menos que en el Establecimiento Penitenciario N°9 de Córdoba. Ahí está él: pantalón de gimnasia, buzo sin mangas, los hombros tatuados y en una mano la bolsa de carbón.
–Vení mi loco, pasá. Ya ponemos el asado– dice.
Sí. En el patio de la cárcel –el rincón de la Garza, boxeador profesional condenado a 12 años de prisión– hoy sábado, día de visitas, hay asado. Rodeando una mesa de hormigón cinco presos hablan de su última pelea ganada por puntos en el Orfeo, al peruano Raúl “Gatúbelo” Zambrano. Polonio no se queda afuera y mete la cuchara: “Ganaste porque yo te acompañé. Porque le mostré la pistola al peruano ese. Que si no te rompe la jeta”, dice.
La broma no hace reír a la Garza, que ensarta un pedazo de vacío y mastica callado. A sus 38 años sabe que esa, su sexta pelea desde que fue condenado por secuestro extorsivo en 2006, le pudo haber costado mucho más que su reputación: “Si perdés, dejate de joder con esto”, le había dicho un funcionario del Servicio Penitenciario. Hasta entonces Gabriel conocía una sola manera de boxear:
–Peleando, fajando. Al ‘tome y traiga’. Aunque me juegue la cabeza.
Zambrano –un moreno demasiado grandote para ser peso ligero– le acomodó a piñas las ideas y Gabriel, que fundó una escuela de boxeo en Bouwer, empezó a pensar con un pie afuera:
–No puedo perder más. Tres o cuatro peleítas y me retiro. Cuando salga les enseño a los guachos en la cárcel y me pongo un gimnasio. Yo quiero vivir de esto.
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El prontuario Nº 47460 lo identifica como Gabriel Alejandro Funes, condenado a vivir en prisión hasta el 1º de diciembre de 2018. Gabriel ya era un púgil conocido en el ambiente por su estilo desprolijo y por ser un pegador empedernido, cuando en noviembre de 2006 dio un golpe que lo llevó a la fama: fue partícipe necesario del secuestro de una mujer en barrio Villa Allende Golf, por quien se pagó un rescate de 170 mil pesos.
– ¿Qué pasó con la plata?
–Nunca apareció. Todos saben que se la quedó la Yuta– dice mientras caminamos de un lado a otro por uno de los senderos del patio del penal.
Todos los días, a las ocho de la mañana y a las cinco de la tarde, corre ida y vuelta esos 40 metros empedrados boxeando a veces con su sombra y otras con su amigo y representante, el condenado Mario Baldo.
La Garza llegó en abril al Penal N°9, ubicado en barrio Cáceres, a pocas cuadras del centro de Córdoba. Antes pasó cinco años en Bouwer. El cambio de una cárcel a otra no acepta metáforas: es como pasar de Bouwer al Penal N°9, un lugar donde hay más patios que espacios cerrados, no tiene muros perimetrales y casi no se ven guardias. Desde el frente, el edificio es bajo, blanco y lo corona una franja color ladrillo. Tiene jardines y un mástil. Y aunque parece una escuela, alberga a 87 presos bajo régimen de autodisciplina.
A ese lugar sólo llegan los que tienen 10 en conducta y una vez que cumplen la mitad de su condena acceden a salidas transitorias. Gabriel podrá empezar a salir en diciembre. “Están a prueba. Se busca que ellos empiecen a incorporar la ley insertándose de a poco en su entorno”, explica Alejandra González del Pino, Trabajadora Social del penal.
Es domingo. En la cancha de fútbol de la cárcel algunos presos juegan un picado con los vecinos de la villa contigua que cruzan a través del alambrado. Gabriel dice que acá se siente “al aceite”, pero extraña el gimnasio y la “Escuela de Box” que dejó en Bouwer.
–Le pusimos escuela porque se hizo en aula vacía. Yo enseñaba y a cambio los presos tenían que portarse bien y estudiar– dice mientras recorremos por enésima vez el sendero. Después frena de golpe y larga un reto dirigido a dos perros que ofrecen una escena de sexo explícito:
–¡Che, Lavandina, no seas guarango, soltá a la Juana, no vez que hay gente!
En el ocaso de su carrera, condenado a vivir encerrado, a veces se atreve a ir por un título. Todo es posible mientras no pierda.
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En la piecita donde Gabriel comparte su presidio con otro interno se ve más orden y confort que en la casita humilde de barrio Guiñazú donde vive su esposa, Yoli, y los tres hijos de la pareja: Candela, Enzo y Morena, de once, ocho y cinco respectivamente.
–Aaah, sí. A Morena le decimos ‘tumberita’ porque la hicimos en Bouwer– dice Yoli antes de que le pregunte de nuevo la edad, mientras sirve mate cocido. De la pared cuelgan unos guantes de boxeo. Son sus guantes: Yoli también es boxeadora. Entrena a diario, tiene dos trabajos y los jueves, sábados y domingos visita a Gabriel, a quien, dice, le pegó su mejor piña.
–Se me vivía escapando. Era moqueraso. Una vez no le abrí por tres días y cuando vino a pedirme perdón le encajé un sopapo que lo tiró para atrás.
–¿Ahora cómo se llevan?
–Bien. Por lo menos no sale de joda– bromea.
Yoli y la Garza hicieron mucho más que una hija dentro de los muros de Bouwer. La tarde del 27 de octubre de 2009 Gabriel festejaba junto a otros presos, y ante la mirada protocolar de las autoridades, su victoria en la primera pelea profesional que se realizó en una cárcel del país. Después peleó otras tres veces y en uno de esos festivales intramuros, Yoli también se subió al ring.
–De repente la cárcel, que siempre mostró cadenas y rejas, aprendió de marketing. Mostraba a Gabriel como a un preso que hacía las cosas bien, que se rehabilitaba gracias al deporte. Pero todo lo impulsamos nosotros, los presos, que hicimos el gimnasio soldando fierros viejos– dice Baldo, promotor del proyecto.
– ¿Sabés cuál es mi mayor gloria? –interrumpe Gabriel–. Ver que los guachos que entrené en la cárcel no han vuelto a delinquir. Porque yo les decía: “si te la bancás para pelear, dejá las drogas, estudiá, y te entreno. Si no, no jodás”.
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–Primero sentís el campanazo. Después se pone todo en cámara lenta.
Gabriel dice que eso se siente cuando se está al borde del nocaut. Cuando ya te sacaron hasta el banquito y estás solo, tambaleando. Él lo sintió dos veces: contra Rocky Jiménez, en Salsipuedes, y en Tribunales Federales N°2, cuando escuchó la sentencia y el llanto de su familia después.
–Lo que pasa es que siempre fui más rápido que mi cabeza. Cuando tenía veintipico hacía las cagadas de un chico de 15. Y ahora que ya piso los cuarenta, pienso como uno de 25: quiero pelear, ganar títulos, pero ya no es tiempo.
En los pasillos del Penal N°9 no hay olor a encierro. Será por eso que a las pocas horas de estar ahí uno se olvida que está en una cárcel. Pero hoy, domingo de visitas, el día es gris como uniforme de penitenciario y no hay forma de evadirse: estamos en una cárcel, con la familia de Gabriel, todos metidos en la piecita, hablando de boxeo y mirando el Chavo del 8.
A las seis el guardia anuncia el fin de la visita.
–Mami, ¿puede venir el papi a dormir a casa?– pregunta More, la tumberita.
Suena la campana. Cada uno a su rincón.
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