Ulises Rodriguez. Cosecha Roja-.
La casa donde el odontólogo Ricardo Barreda mató a sus dos hijas, a su mujer y a su suegra será convertida en un centro de lucha contra la violencia de género. Lo confirmó Darío Witt, coordinador de la ONG María Pueblo, que brinda alojamiento y asistencia a las mujeres víctimas de violencia doméstica. Junto con la Municipalidad de La Plata, el Instituto Nacional de Hombres Contra el Machismo (INAHCOM), la Provincia y la Nación están trabajando para empezar las tareas de refacción en la casa de calle 48 entre 11 y 12.
La idea es “transformar ese símbolo de terror a un símbolo de vida”. El frente se había convertido ya en “un pizarrón público, todo el mundo le dejaba pintadas porque ese frente fue apropiado por la comunidad para generar un debate”. Witt agregó: “pedimos que se resignifique ese lugar transformándolo en un centro de referencia que promueva la cordialidad en las relaciones, la capacitación a docentes, policías, agentes de salud y penitenciarios”.
Además, dijo que “será el único antecedente en el mundo donde se expropió una casa en la que hubo un múltiple femicidio para transformarla en un lugar de lucha contra la violencia”.
La legislatura había sancionado el 15 de noviembre de 2012 la expropiación de la casa de Barreda. El cuádruple crimen ocurrió en 1992.
En la década del ’90 una de las bromas más pesadas de los “niños bien” platenses era meterse en la casa del cuádruple crimen. La hazaña consistía en recorrerla con una linterna y llevarse trofeos: un zapato, un cuadrito o una insignificante cuchara. La casa maldita, la vivienda que hoy será expropiada y transformada en un centro de referencia contra la violencia machista, alguna vez fue un lugar de diversión morbosa para los adolescentes del barrio.
Viernes de septiembre de 1997. Desde el martes se venía rumoreando entre los pibes de 5to año del Nacional de La Plata que el Fefe se animaría a lo que ninguno de ellos: entrar a la casa de Barreda.
La casa de calle 48 entre 11 y 12 de la ciudad de La Plata es famosa en Argentina por ser la propiedad donde el odontólogo Ricardo Barreda mató a sus dos hijas, su esposa y a su suegra, justamente quien le había regalado la escopeta de dos caños Víctor Sarrasqueta, la que había traído desde España.
Hasta ese momento el único conocido que se había animado era uno de los chicos del San Luis: Nico. Un mes antes, este rugbier se había metido por los techos con la ayuda de sus amigos: le hicieron pie para que trepara. Decían que estuvo unos nueve minutos recorriendo la cocina con una linterna, que había visto manchas de sangre en la pared, que una canilla goteaba y retumbaba y que había cucarachas y un olor a humedad horrible.
Nico volvió con un zapato de mujer en las pelotas. Estaba pálido y al tirarse desde el techo otra vez a la calle se dobló el tobillo. Salió rengueando y vomitó. Les tiró en la cara el zapato negro manchado de hongos de humedad a sus amigos y se sentó en el cordón a tomar aire. El corazón le latía a mil. Hizo arcadas y volvió a vomitar.
-¿Y boludo?, ¿qué hay?, ¿qué viste?
-Vámonos a la mierda. Después les cuento, pero dale vámonos de acá.
Cuando Nico entró, lo hizo porque su primo Juan decía ya haberlo hecho y, a su vez, este contaba la hazaña de otro amigo que supuestamente había sido el primero en tener los huevos para meterse.
Para la entrada del Fefe a “la casa del horror”, como la llamaron los diarios desde aquel 15 de noviembre de 1992 -el día del cuádruple crimen- se hicieron apuestas que iban desde un asado hasta una videocasetera. Hubo una vaca para comprar cervezas, una cajita de vino y dos petacas de vodka: todo necesario para sumar coraje.
Fefe era flaquito y muy ágil. No hizo falta trepar a los techos. Entre tres lo empujaron y una de las hojas del portón cedió. Fefe se mandó el último trago de birra, tomó aire y entró por el hueco.
Las manos le transpiraban y le temblaban las piernas. Lo primero que vio fue un Ford Falcon verde tapado de tierra, otro auto que no supo distinguir y una motoneta como la que tenía su tío Tito. Siguió caminando, arrastraba los pies. Pensaba en Barreda imaginando a su mujer, Elena Arreche, mientras le decía “conchita”, el apodo del odontólogo que pasó a la historia y que hoy es el título del libro Conchita: Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres, del periodista y escritor Rodolfo Palacios.
Alumbró a una cucaracha gigante posada sobre un diario Clarín con una foto de Batistuta festejando un gol de Boca en la tapa. Se tropezó con una olla y se le arrugó la cara del miedo.
Desde afuera se escuchaban los murmullos de sus compañeros. Le parecía que lo nombraban. Fefe quería llevarse algo groso de la casa maldita. Lo encontré, se dijo para sus adentros. Ese portarretratos con la foto del doctor Ricardo Barreda con una caña de pescar era un “el trofeo”. Estaba sobre un aparador con vasos y copas de jerez blancuzcas de tierra. Es mío, pensó y sonrió. Salió corriendo, quería irse rápido de ese lugar espantoso.
Afuera estaban los pibes. Iba a salir como un héroe. Pero los chicos no estaban solos. Con ellos había un patrullero de la Policía Bonaerense. La aventura terminó en la comisaría.
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