Florencia Alcaraz- Cosecha Roja.-
La Comisaría 7ª está en el corazón del barrio porteño de Once, escondida entre telas, camiones que bajan mercadería a cualquier hora y puestos callejeros que ocupan las veredas. Tiene una jurisdicción de 80 manzanas y una “caja negra” que desborda los límites de Balvanera. Los chulos que manejan los prostíbulos, los puesteros, los vendedores de las galerías, los comerciantes, los arbolitos, las financieras, las casas de joyas. Los mayoristas y minoristas. Quieran o no, todos arreglan con la Brigada de la 7ª para sobrevivir en Once. Chinos, peruanos, senegaleses, dominicanos, argentinos. Blancos, negros. Cristianos, judíos. La corruptela no discrimina.
Desde junio de 2011 el Ministerio de Seguridad investiga a esta Comisaría a partir del llamado de un policía al 0800 que recibe denuncias sobre el accionar de las fuerzas de seguridad. El efectivo declaró que había compañeros que cobraban coimas a comerciantes. En septiembre, dos peces gordos fueron destituidos de sus cargos: Luis Alberto Poggi y Claudio Lucione, ambos responsables de la 7ª en años anteriores. La denuncia explotó en los medios y desnudó la trama de corrupción que lleva años y que llevará un buen tiempo desarmar.
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La lluvia y los feriados son los peores enemigos de los puesteros de Once. Si llueve no pueden trabajar. Si la gente no pasa por ahí, tampoco. Es viernes al mediodía y unas gotas tan gruesas como inesperadas empiezan a caer del cielo. Los puesteros de la calle Pueyrredón sacan sombrillas y nylon para tapar la mercadería. Ojotas, zapatillas, imitaciones de perfumes importados, juguetes, luces navideñas, bebidas, un cuarto de helado a 6 pesos, calzas amarillo flúor, naranja flúor, rosa flúor. Un peluche enorme con ojos vidriosos y un corazón en los brazos. “Te quiero” dice el perro con cara de oso o el oso con cara de perro.
-Lleve, lleve. Todo barato.
Hay que comprar. Son cosas que no se necesitan. Pero están ahí, baratas y disponibles. Dan ganas de comprar, aunque sea una hebilla del pelo. Hay un puesto que tiene todo a un peso. ¿Qué cuesta un peso hoy?
En el trayecto que va desde la salida de la estación de trenes de la línea Sarmiento, por la calle Bartolomé Mitre hasta Pueyrredón, hay treinta puestos callejeros. Es una extensión de menos de media cuadra. “A cada puesto, según el tamaño, se le cobra entre $30 y $100 por semana. Hay gente que tiene más de un puesto, puede llegar a acumular diez. “Esos le pasan a la Brigada una cuota de mil mangos por semana”, dijo a Cosecha Roja Raúl, un hombre que vende cordones hace más de diez años en Once. Para poder trabajar tranquilo, Raúl paga una coima que varía entre $20 y $30 por semana, según como haya sido el trabajo.
La esquina de Sarmiento y Pueyrredón es el patio de comidas del Once. En la vereda están plantadas unas diez sombrillas con vendedores de comida. Todos peruanos.
-Hay chicha chica. Comida. Tamales. Papa rellena.
En frente está La Salada de Once, la Galería “Punto Once”. Según un policía que trabajó muchos años en la Comisaría 7ª, el dueño de la galería paga una cuota de $5.000 semanales para poder descargar la ropa sin impedimentos.
Ahora no están descargando mercadería. En la esquina de “Punto Once” un man espera que el semáforo se ponga en verde para cruzar. Tiene una camiseta de la selección de fútbol de Colombia. El chico lleva una boligoma en la mano. Guarda un pilón de papelitos en el bolsillo de su jean ancho. Cruza la calle y camina por la Avenida Pueyrredón hacia Corrientes. Lleva auriculares puestos. Escucha una bachata a todo volumen. Recuerdo esas calles donde te amé. Donde nos sentamos a ver pasar el tiempo. Tiene un andar tranquilo. Un ritmo a contramano de las personas que se cruza. En Once la gente siempre está apurada. Corren a trabajar o estudiar. Va a comprar o vender. Once es puro movimiento. Es la conexión de la zona oeste del Gran Buenos Aires con la Ciudad. Pero también es un gran centro comercial de venta minorista y mayorista para todos los gustos. Vienen a comprar hasta de Bolivia. Los micros paran sobre las calles internas. Los vecinos de los edificios, molestos por los ruidos, les tiran macetas a las cholitas, acostumbradas a mirar hacia arriba para esquivar el golpe. En Once no hay veredas. La venta callejera en Pueyrredón, Corrientes y Rivadavia las desborda.
-Medias Tres pares die’ peso’. Celulares vendo celulares.
El chico de la remera futbolera llega a un refugio de colectivos. Levanta el pegamento y lo pasa sobre el poste que sostiene el techo. Desliza la boligoma de arriba hacia abajo. De abajo hacia arriba. En la parada algunos esperan el 118. ¿Este va derecho por Pueyrredón? El man mete la mano en el bolsillo, saca los papelitos y los pega uno abajo del otro. Nadie lo mira. Es parte del paisaje. Los papeles son todos iguales. En ese poste entraron veinte. Guarda el resto. Quedan menos. Si termina con todo, y además lleva clientes, va a ganar cien mangos. Su día estará hecho.
Unos metros más adelante un pibe con remera de Boca repite el procedimiento. Los mismos papelitos verdes y rojos con tetas gigantes. Los mismos cuerpos desnudos ofrecidos por dinero. Otro refugio de colectivos. El pibe se va. Pasa una negra dominicana con caderas de bailarina de movida tropical. El pibe le da un pellizcón. ¿Quihubo mi negro? Se saludan y siguen cada uno en lo suyo. Al chico lo espera un container de basura que será víctima de la pegatina. A la negra un cliente en algún departamento privado. En Once, los teléfonos públicos están encorsetados de papelitos de oferta sexual. Veinte, treinta, hasta cien volantes con teléfonos diferentes de departamentos privados donde se ejerce la prostitución. “Hacemos lo que queremos”, dicen muchos. ¿Cómo saber si eso es cierto? No están las direcciones. Pero los teléfonos son un pasaje directo a las calles Perón y Sarmiento, donde se concentra la mayoría de los privados. Mujeres, travestis, chongos. Lo que se pida.
En Once la oferta sexual es más visible que en otros barrios de la capital. Se deja ver en los papelitos y en la plaza Miserere, donde las dominicanas pasean sus cuerpos esculturales. Los chulos que manejan los prostíbulos tienen línea directa con la Comisaría 7ª. “Es corta la bocha. Los privados pagan entre $200 a $5000 por semana – cuenta un policía que trabajó en esa dependencia durante 5 años – La cuota depende de la cantidad de chicas que hay, o si son menores o no.”
Los que conocen el territorio dicen que algunos prostíbulos son regenteados por los mismos policías. “Hay uno en Sarmiento y Pueyrredón que todos saben que era del Subcomisario Claudio Lucione, que estuvo entre 2008 y 2009. Vos ibas ahí, bajaba una mina con un sobre y te decía ‘Esto es para Lucho’. Lo decía por Lucione, claro”.
El policía habla sin miedo. Pide que su nombre no salga en esta nota. Está vestido de civil en un bar del microcentro. “Es difícil trabajar en Once”, dice. Cinco años en la 7ª fueron suficientes para que conociera las secuencias que se tejen en la matrix del Once.
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Por las calles del Once transitan personajes que libran pequeñas batallas. Mabel es una de ellas. Atrás de los pibes que pegan papelitos de los prostíbulos llega esta señora rubia y gorda. Uno a uno los despega y los guarda en una bolsa de Coto.
-Padre nuestro que estás en los cielos –Mabel reza y despega–. Santificado sea tu nombre.
Un señor desde un puesto de diarios la mira. También la miran Justin Bieber, la princesita Karina y el Che Guevara desde los posters que el hombre vende.
-¡Me escupieron! ¡Me escupieron!
Una chica morocha de rulos con cara de oficinista grita. Lleva una cartera Prune.
-¡Me robaron! ¡Negros de mierda! ¡Me robaron el celular!
El punga que le robó corre entre la marea de gente con el teléfono de la morocha. Los pibes jóvenes andan de descuido al acecho de pibas como esta. Las personas que van, que vienen, las que esperan el bondi miran a la chica que grita. La miran un segundo y siguen en el dancing.
El punga corre. Corre con el celular de la morocha en la mano. Va por Pueyrredón, llega a Sarmiento y dobla. Una cuadra. Dos. Agarra la calle Paso. Dos hombres que bajan mercaderías de un camión le ponen la traba y el pibe vuela al piso. Un grandote lo inmoviliza con un fierro largo. (¿De dónde salió ese fierro?) La gente se amontona a su alrededor.
-Pegale. Chorro. Negro. Peruano. Bolita. Venía robando desde temprano. Yo lo ví.
La gente grita. Lo patean. El pibe está tirado boca abajo en el piso. Se queja un poco. Es morocho. Lleva ropa deportiva.
Llegan tres policías de civil de la 7ª. Abren la mochila del pibe y encuentran el kit del punga: tijeras, arma de juguete, un rociador cargado de mostaza. Con eso le tiran a la gente. Se paran a limpiar y un cómplice les roba.
-Sacale las zapatillas. Seguro son robadas –grita un hombre entre las personas que rodean al pibe tirado. El policía obedece y lo deja descalzo.
-Son mías las llantas. Déjamelas –ruega el chico desde el piso.
-¿Tenés documentos? –pregunta uno de los efectivos.
-No –contesta el pibe.
-¿Sos argentino?
-Sí.
-Qué vas a ser argentino vos, peruano.
El policía rie. Se lo llevan a la Comisaría.
-Si querés salir en seis horas juntate unos pesos. Llama a tus amigos –aconseja el agente.
No hay denuncia. El chico hace un llamado. Alguien va a la Comisaría y el chico es liberado.
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Pablito, Tito y el Narigón son los tres nombres de la Brigada que conocen de memoria los puesteros, las prostitutas, los arbolitos y los vendedores de las galerías. “Yo arreglo con la gente de Pablo”. “Tito ya pasó”. “El Narigón ya estuvo por acá”. Todos repiten lo mismo cuando se les pregunta cómo hacen para trabajar en Once.
Estos tres nombres y cinco más aparecen en la denuncia que presentó el Ministerio de Seguridad como querellante a través de Cristina Caamaño, a cargo de la Secretaria de Cooperación con los Poderes Judiciales, Ministerios Públicos y Legislaturas. La causa que investiga a los policías corruptos de la Comisaría 7ª está en el Juzgado de Instrucción Nº1, a cargo de Hernán López.
Pablito es Pablo Askiuk, subinspector y jefe de la Brigada. Tito es conocido por ese apodo en Once, pero su nombre es Miguel Vázquez, un auxiliar que maneja el patrullero del Comisario Tapia. Narigón es el apodo del Cabo Jorge Omar Fermini. Según los testigos, Tito y el Narigón son los encargados de recaudar.
-Nadie sabe los nombres verdaderos. Acá todos los conocen como Tito y el Narigón –dice el hombre que atiende un maxikiosko sobre la calle Paso.
-Son una banda armada. Tito y el Narigón recaudan. Pero hay toda una estructura que la armó el Subcomisario Lucione cuando estuvo como 2do jefe en la 7ª, entre 2009 y 2010 –agrega un policía que trabajó en la Comisaría recientemente.
A partir de la denuncia se calmaron por un tiempo. Luego, volvieron a la rutina.
-No es que se asustaron y se calmaron. Nada que ver. Hay una sensación de que se van a ir, se les va a acabar el negocio, entonces están juntando con todo –dice un hombre que maneja un estacionamiento hace quince años–. Lo único que cambió es que no se los ve tanto en la calle. Los vi moverse en autos particulares de ellos. Antes iban caminando con una lista encima con las direcciones y los nombres de a quienes les tenían que cobrar.
-Los viernes –dice un policía que trabajó en la jurisdicción- están durante todo el día moviéndose a full. Las coimas son semanales. Pasan a cobrar a los puesteros y a los mayoristas de las calles Sarmiento desde 2300 al 2700, y Pasteur desde Rivadavia hasta Corrientes. A veces se quedan los sábados a la noche para ir a cobrar a los bares que están en Corrientes y Boulogne Sur Mer. También pasan por los que están Corrientes y Ecuador; y los de la calle Jean Jaures desde Corrientes hasta Rivadavia”.
Según la investigación judicial que desencadenó la denuncia del Ministerio, sobre la calle Sarmiento al 2400 hay locales mayoristas importadores de productos chinos, que traen perfumes del exterior sin documentación. En los papeles dicen que llevan muñecas y sommmiers, pero bajan perfumes. Los locales reciben containers con mercadería después de las 18 hs. Las coimas que pagan los comerciantes son cuotas de $500 por cada container. En un día pueden llegar a descargar hasta veinticinco containers.
Once es zona liberada para la carga y descarga.
-En Jean Jaures entre Azcuénaga y Larrea hay una galería en la que los chinos bajan mercadería. Ahí los patrulleros tienen prohibido acercarse.
Según los comerciantes de la zona, la Brigada de la 7ª no es la única que cobra entre los comerciantes del Once. También integrantes de Brigadas anteriores recorren las calles en busca de coimas.
-Acá todo el mundo tiene su quintita. La gente de contravenciones, los de tránsito, los que trabajaban en Brigada hace cinco años y ya no están más. Todos pasan a cobrar –dice un policía que trabajó un lustro en la jurisdicción.
La caja negra se ensancha con la seguridad y protección policial. Las comisarías muchas veces funcionan como servicios de seguridad privada. Es algo ya institucionalizado. A los patrulleros que circulan de noche y pasan por los bares y restaurantes se los llama “móvil de restaurante”. Según distintos comerciantes entrevistados, la Brigada cobra una cuota de entre $1500 y $2000 por mes a los vendedores mayoristas que quieren seguridad.
-Antes de que me afanen un rollo de tela cuando bajo la mercadería tengo al cana y me quedo tranquilo –cuenta un comerciante de Once que prefiere preservar su identidad.
Hacia fines de octubre los comerciantes de Once se suben a un caballo que detiene el galope recién en febrero. Empieza con el día de la madre, después llega diciembre, navidad, año nuevo. En enero están los reyes, las mayas y las ojotas para las vacaciones. En febrero Once pone pausa. Recién entonces los recaudadores se toman vacaciones.
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