policiasLydia Cacho.-

Cuando el entonces gobernador de Puebla, Mario Marín, ordenó mi arresto ilegal hace ocho años, comprendí que en México la policía hace lo que el sistema le exige: el sistema reproduce impunidad y la impunidad fortalece la creencia de la que ilegalidad y la tortura son indispensables para que en nuestro país haya un símil de Estado de derecho.

A veces es la policía la que decide el escenario de culpabilidad y hace todo para que la sociedad lo crea y, de la mano del Ministerio Público, destruye, inventa, manipula o fabrica pruebas.

En el largo viaje de mi detención con los policías armados les pregunté por qué me trataban como si me odiaran (había un goce en la tortura). Nosotros seguimos órdenes, ¿para qué se mete con los patrones?, respondieron reiteradamente, instruyéndome sobre lo que debía confesar al llegar a prisión.

No se trataba de que hubiese violado una ley sino de “haberme metido con la gente equivocada”. Ese arquetipo de policía al que miles de hombres y mujeres nos hemos enfrentado tiene varias características comunes: cree en la verticalidad del sistema, pero no en la ética policiaca del entrenamiento con que fue capacitado.

Lleva sus creencias personales de violencia, racismo y sexismo, a su trabajo. La mayoría pasa las pruebas de control de confianza porque son disciplinados con la corporación.

Ese tipo de policía generalmente ejerce violencia en todos los ámbitos. El 36 por ciento de los agresores registrados por CIAM Cancún por ejercer violencia doméstica grave en Quintana Roo eran policías. Ese agente puede ser judicial (encargado de apoyar las investigaciones y detenciones con el Ministerio Público) o federal (a partir del calderonato, responsable de todo tipo de tareas legales y supra-legales para levantar índices de detenciones por razones políticas).

Este tipo de policía encaja perfectamente en el sistema de corrupción corporativa; es el que espera el ascenso para poder extorsionar a sus subalternos con la “cuota”, el que justifica la violencia, desconfía de la Constitución, se niega a leerle los derechos a la víctima y es, en pocas palabras, un agente con un perfil psicológico de verdugo que racionaliza el uso de la violencia, justifica la discriminación y se siente orgulloso de formar parte de una institución que si bien no hace justicia, entrega resultados que política y estadísticamente lo convierten en buen policía.

Se gana reconocimientos y a la vez es corresponsable de construir y proteger el entramado de la impunidad.

En ese mismo caso que causó mi detención, y otros cientos que he documentado, me topé también con agentes judiciales y federales que hicieron lo posible e imposible por proteger a las víctimas de pederastia, que rompieron las reglas del sistema pero no la ley, para proteger la evidencia que posteriormente llevó al líder pederasta a una sentencia histórica.

Se atrevieron a declarar contra sus jefes y MP a sabiendas del riesgo y lo hicieron porque era lo correcto. Son miles de policías, mujeres y hombres, que sufren las extorsiones de sus superiores; los que sí aprendieron en la escuela los derechos de las víctimas, que creen que están allí para servir a la sociedad, para fomentar el Estado de derecho y no para destruirlo.

Puedo asegurar que cientos de agentes estatales y federales durante el sexenio pasado recibieron capacitaciones en derechos humanos, género y no racismo, y no sólo aprehendieron sino obtuvieron inspiración.

Ellas y ellos, desde el interior de una corporación cuyos grandes jefes pertenecen al primer grupo (los verdugos), salvaron vidas, hicieron detenciones legales, ayudaron a periodistas a frenar detenciones arbitrarias e ilegales y, me consta también, hicieron declaraciones valientes ante Asuntos Internos para señalar los actos de corrupción de sus pares y sus jefes.

El costo de su honestidad en algunos casos fue muy elevado, o un seguro para evitar su ascenso en el coto de Genaro García Luna, o del procurador en turno en cualquiera de las 32 entidades del país.

La organización INSYDE y otras más llevan años dando capacitaciones de derechos humanos, de salud psicoemocional, trato digno, etcétera, a los miles de agentes de todo el país.

Las capacitaciones, me consta, son efectivas a nivel individual, pero los directivos del sistema desalientan los nuevos comportamientos en un alto porcentaje.

Las cartillas recientemente entregadas por la Secretaría de Gobernación a 37 mil federales para que sepan tratar a personas detenidas son un acto mediático. Lo indispensable —desde mi punto de vista— es rescatar el inmenso capital humano que durante años se ha producido y renovar los liderazgos, sólo así cambiará el sistema: eligiendo no a los verdugos sino a quienes creen que su trabajo es  darnos seguridad y justicia.

(Cimacnoticias / emequis.com)

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