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Javier Sinay-.

Luego de mi encuentro con la policía me detengo en la plaza de Moisés Ville: quiero sentarme a descansar antes de cumplir con mi visita a un viejo sargento con buena memoria. Me acomodo en un banco de madera; es lunes y es la hora de la siesta. Adivino que a seiscientos kilómetros, en la ciudad en la que vivo, el hormiguero bulle. Aquí, en cambio, no hay nadie. En este parque largo, que se engalana en su centro con un busto del General San Martín, me aburro y me achicharro bajo el sol.

En una mañana igualmente soleada, en una de las esquinas de esta misma plaza, la historia negra de Moisés Ville tuvo uno de sus grandes capítulos con el robo al Banco Comercial Israelita. Ocurrió el lunes 25 de octubre de 1971: cinco hampones tomaron por asalto el hall del banco con ferretería pesada, dispuestos a llevarse hasta la última moneda. A las ocho menos cuarto había allí doce clientes y siete empleados, que fueron echados al piso y controlados a punta de pistola. Sin embargo, los ladrones no tuvieron en cuenta que al abrir la puerta del Tesoro y la Caja de Caudales se activaría una alarma conectada a la comisaría.

Ahora, muchos de los crímenes sobre los que escribió Mijl Hacohen Sinay parecen un juego de niños al lado del golpe al banco.

El oficial subayudante Oscar Chazarreta y el cabo primero Eliseo Duarte fueron los primeros en llegar: aparecieron corriendo cuando los asaltantes agarraban de a manotazos los billetes. «¡A darles!», pidió el cabecilla cuando los vio, y les dio la bienvenida con una descarga metódica. Aunque pronto se sumaron dos policías más a Chazarreta y a Duarte, era evidente que estaban superados en número y en calibre. Los recién llegados se cubrieron detrás de los árboles de la plaza de Moisés Ville y retrocedieron unos pasos haciendo fuego, hacia el patio del correo, sembrado con árboles. En el celeste matinal del pueblo, la música de las balas era una diana insólita.

Los asaltantes comprendieron que debían escapar cuanto antes. Ya tenían en sus manos un botín de 3.967.000 pesos, ya habían dejado fuera de combate a Chazarreta y a Duarte —que habían caído heridos— y ya se escuchaban cada vez más cerca las nuevas sirenas. En poco tiempo tendrían encima a toda la comisaría de Moisés Ville, dispuesta a celebrar su bautismo de fuego. Corrieron entonces hacia sus coches —un Ford Falcon claro y otro auto negro— y aceleraron echando ráfagas de metralla hacia la policía. Pocas horas después, el diario El Litoral habló de un «espectacular asalto».

Uno de los ladrones, sin embargo, quedó en el hall del banco, echado en un charco de sangre y rodeado de billetes quemados. El tipo se llamaba Zenón Menéndez, era el hijo de un policía y ya había probado el gusto de los penales santafesinos. Hacía un mes que había recobrado la libertad y ahora, que olía a pólvora y a frenesí, respiraba con un silbido creciente: tenía una herida en el maxilar y otra en el tórax. Alrededor de él se armó un revuelo de vecinos y policías, y de algún modo el herido terminó en la camioneta Ford de ocho cilindros de Ingue Kanzepolsky, el profesor de Matemáticas que había dejado la clase de cuarto año del Colegio Nacional para arrimarse a ver qué pasaba (y cuyo hijo pequeño acababa de llegar a casa desde el jardín de infantes advirtiendo, sin demasiada gana: «Mami, en la plaza hay un tiroteo»). Kanzepolsky llevó al ladrón caído al hospital Barón Hirsch. A su lado iba el médico de policía, que era, también, el director del Colegio Nacional.

Zenón Menéndez, el hombre del pecho sangrante, había sido contratado por su fama de gatillero: el jefe de la banda lo había ido a buscar al bajo fondo rosarino para que hiciera de tirador en un enfrentamiento que parecía poco probable, casi imposible. Pero, contra todo lo que habían planeado, el gatillero moriría en el hospital de la ciudad de Rafaela pocas horas más tarde.

—La banda había sido armada por un viejo carcelero que estaba radicado en la zona de Rosario, desde donde la capitaneaba —me cuenta Alberto Lind, un policía memorioso, cuando lo visito en su taller de bicicletas «Lili», sobre la Barón Hirsch, una calle larga y ancha que atraviesa el pueblo de este a oeste.

Hijo de inmigrantes rusos (la madre, llegada desde Kiev; el padre, desde Chernobyl) Lind mira por detrás de los grandes anteojos que caen sobre sus ojos atentos. A los 65 años es un hombre robusto y moreno, que fue educado en las escuelas locales —en la hebrea y en la técnica—, de donde salió con habilidades de tornero para seguir sus estudios en la ciudad de Santa Fe y volver a trabajar en la cooperativa La Mutua Agrícola. Ya desde esa época las bicicletas eran lo suyo: Lind era el que se las arreglaba a todos los vecinos, y creció en el rubro hasta que puso su propia gomería para autos y camiones.

Todo marchó bien durante algunos años, pero las grandes inundaciones de 1973 acabaron con todo su trabajo y cubrieron con un metro de agua y lodo la calle Barón Hirsch, esta misma donde todavía tiene su taller luminoso, de paredes cascadas, repleto de cámaras, cuadros y ruedas de bicicletas.

—¡Esto era un mar, un caos, una cosa insólita! —se espanta Lind, recordando aquellas inundaciones.

De los campos solo se veían los alambrados, y el resto era el lecho de un mar que sumió a Moisés Ville en una honda depresión económica. Cuando el agua se fue, el agro y el tambo dejaron paso al invernadero y a la cría de novillos, y los grandes sembradores fueron absorbiendo a los pequeños.

—Y entonces el pueblo se petrificó —se lamenta el bicicletero.

¿Fue la crisis de 1973 el principio de algo que todavía no ha culminado? A media cuadra del taller de bicicletas de Lind, la persiana de hierro de un local ha quedado a medio camino. Es difícil imaginar una cola de jóvenes que avanza entre las risas y las bromas de un sábado a la noche para ingresar a este boliche. Pero alguna vez esa cola existió. Dos palabras cobran en su fachada una actualidad inquietante: «KRISIS Disco». (Las letras parecen borrachas; pintadas a mano, su informalidad es escandalosa.)

Lind salió de la crisis de 1973 con su ingreso a la policía: que un judío se sumara a la institución no era raro en un lugar como este, donde, como cantaba Jevel Katz, hasta el comisario había sido israelita. Él, por su parte, dice que fue de los que hacían cumplir la ley.

—Yo soy nacido y criado en el pueblo —explica—, pero si me tocaba ir a buscar a alguno que hubiera metido la pata, amigo o no amigo… ¡Él en la suya y yo en la mía!

Los tiempos cambian: ahora no quedan ni siquiera malevos, a pesar de la fama singular que tiene el barrio de La Salamanca, el caserío más despojado de Moisés Ville.

Con la cámara de una rueda de bicicleta en las manos, Lind asegura que se retiró con el grado de sargento en el año 2000, en una época en la que los ascensos no eran sencillos. «¿Vos sos loco?», le reprochó uno de sus compañeros cuando se enteró de la decisión. «¿Cómo un chango como vos se va a ir de la policía? ¿Qué va a hacer Moisés Ville?». Pero él no dudó: estaba cansado del papeleo infinito de todos los días y quería irse a arreglar bicicletas. Después, como en las películas, devolvió la placa y el arma: el último policía judío se fue en silencio.

—Esa banda hizo muchos asaltos —continúa ahora, sobre el robo al Banco Comercial Israelita—. Trabajaban con un avión que los esperaba a veinte kilómetros y los recogía después del asalto. Así escapaban. Supe que al robo de Moisés Ville siguió otro en Entre Ríos, donde ya habían entrado a varios bancos, pero al poco tiempo el asunto se acabó… Después del tirador que quedó acá, fueron cayendo todos.

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