Eduardo Jozami pone a Walsh en su tiempo, y hace la biografía del hombre completo. Su temprana cercanía con la derecha nacionalista; su lugar en Prensa Latina, la agencia cubana de noticias; su apuesta por Montoneros (y los virulentos cuestionamientos que hace a la conducción poco antes de morir); su modo de pensar la literatura; su ejercicio del periodismo de investigación, género que prácticamente él inventó en la Argentina. Figura política y figura romántica, que abrazó con pasión el saber, la militancia y escritura, Walsh es un personaje complejo e intenso. Este libro hace honor a esas virtudes. No porque haya sido un hombre perfecto, sino porque el compromiso con los proyectos que emprendió fue absoluto. El merecido imán que todavía proyecta su figura quizás tenga su origen en esa entrega.

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Es notable que Walsh haya condenado la literatura policial a mediados de los años 60, porque en sus comienzos de escritor se revela como un entusiasta del género, cuyas convenciones parece tomar muy seriamente. En el escrito autobiográfico en que “abomina” de sus textos policiales, el escritor dirá que las tres novelas cortas que le valieron el Premio Municipal en 1953, “las hizo en un mes, sin pensar en la literatura sino en la diversión y el dinero”. No hay porqué creer, sin embargo, que esos fueran sus únicos motivos, cuando todo indica que entonces se tomaba muy en serio su carrera de escritor. Años más tarde, dirá también que cuando inició la investigación de Operación Masacre sólo pensaba en ganar el Premio Pulitzer. Esa postura entre pudorosa y displicente, la dificultad para admitir esas otras motivaciones que guían su conducta, será una constante en su vida que Walsh sólo irá modificando en los últimos años de activa militancia política. Sin caer nunca, afortunadamente, en la solemnidad que muchas veces caracteriza a la retórica militante.

En el reportaje que le hace Ignacio Covarrubias, en Leoplán, luego de haber obtenido el Premio Municipal de 1953, Walsh se muestra como partidario del relato policial clásico, aunque advierte que existe otro género, “el dinámico norteamericano a la manera de Dashiell Hammett”. En estas respuestas sugiere una postura que reiterará más de una vez: la literatura policial es un juego, pero que debe seguir reglas precisas. La importancia que nuestro autor entonces le otorgaba a ese juego se advierte por la seriedad con que hace referencia a las normas del Detection Club de Londres y a otras aun más curiosas como la que prohíbe incluir chinos en el relato.

En la introducción a Diez cuentos policiales argentinos, la antología publicada en 1953, Walsh había señalado a Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Adolfo Bioy Casares, como el primer libro de cuentos policiales en castellano –plausibles argumentos, afortunado rigor, un detective que representa el triunfo de la pura inteligencia– y en el mismo texto postulará al cuento de Borges “La muerte y la brújula” como el ideal del género: un problema puramente geométrico, con una concesión a la falibilidad humana: el mismo detective es la víctima minuciosamente prevista.2 En la “Noticia” previa al libro de cuentos premiado, Walsh –todavía más preocupado por mostrar su dominio del oficio y los códigos de lo policial que por explorar otros sentidos de la narración– insistirá con la idea de que cuanto más ortodoxo es el planteo de un relato policial menos margen queda para lo que llama “el interés humano”.

Esta reivindicación del “espíritu geométrico” de la narración policial había sido para Ernesto Sabato la piedra de toque de su crítica global de la obra de Borges. Este había cuestionado la arbitrariedad de la novelas psicológicas –asesinos que matan por piedad, enamorados que se separan por amor– arguyendo que sólo existiría rigor en las novelas de aventuras, particularmente las policiales. Pero ese rigor –señala Sabato– implica la supresión de los caracteres verdaderamente humanos.3 Walsh conocía seguramente la impugnación de Sabato que no conmovió su adhesión al ideario borgeano.

En los primeros cuentos de Walsh se encuentran elementos que Borges quizás hubiera rechazado como propios de la novela psicológica. Sin embargo, en sus comienzos, aquel parece haber ido más allá del autor de El Aleph en la reivindicación del modelo clásico. Borges habló en diversos textos sobre la literatura policial y sería difícil atribuirle una definición única: el joven Walsh parece más rígido en el modo en que se aferra a las normas de un género que es para Borges, por el contrario, poco más que un juego, sólo un modo de “hacer estallar determinadas convenciones de la literatura”.4

Entre los diez relatos seleccionados para su antología, Walsh incluye uno de los suyos, “Cuento para tahúres”. La trama del cuento no podría calificarse de convencional puesto que quien mata no es el jugador que está perdiendo para liberarse de la deuda ni el ganador que no puede cobrar lo que ha ganado. Condenado a no perder –los dados están preparados para que sean siempre favorables a quien los tira– Flores teme porque sabe que tarde o temprano será acusado de hacer trampa. Para salvar su vida se adelanta a matar. La resolución en pocas páginas, precisa y relativamente verosímil, muestra que Walsh ya domina cómodamente el oficio.

El comentario que, en lugar destacado, dedica a la Antología el suplemento literario de La Nación, considera a Walsh “otro muy apreciable cultor del género hoy en boga”. Sin embargo, cuestiona que en su “Noticia” el autor hace datar de muy poco tiempo atrás las obras argentinas del género, lo que –con un tono fuertemente polémico– considera un error: “La literatura de esencia criminal proviene entre nosotros de hace más de un siglo”. El crítico cita antecedentes desde Amalia a las obras de Fray Mocho o Eugenio Cambaceres como prueba de antigüedad de una literatura marcada por “el signo de lo espeluznante”.5 Probablemente Walsh no hubiera rechazado estos precedentes; aunque interesado en una definición más ortodoxa del género, consideraba al de Borges y Bioy como el primer texto de literatura policial.

Como si quisiera redoblarle la apuesta al crítico de La Nación, en el artículo publicado, en 1954, en el mismo suplemento, siguiendo el camino abierto por Borges con su reivindicación de los géneros menores, Walsh señala remotísimos orígenes del género policial.6 Contra la interpretación canónica que hace nacer la literatura policial con los cuentos de Edgar Allan Poe, a mediados del siglo xix, Walsh encuentra en La Odisea, el Quijote y los relatos de Voltaire historias y personajes típicos del relato policial. Es más, las reflexiones y la gestualidad de Sancho Panza, gobernador de la ínsula, anunciarían al mismo Sherlock Holmes. Pero los primeros relatos policiales se encuentran en el Libro de Daniel y el primer detective de la historia sería este personaje bíblico, capaz de demostrar tanto la inocencia de la casta Susana acusada de adulterio como la culpabilidad de los sacerdotes que roban las ofrendas del templo.

En esas historias de la Biblia quedan establecidos, sostiene Walsh, por obra de Daniel –descifrador de enigmas (“declara sueños, desata preguntas, suelta dudas”)– tres elementos básicos de la novela policial: la confrontación de testigos, la clásica trampa para descubrir al delincuente y la interpretación de indicios materiales. Una referencia similar se encuentra en la “Noticia” preliminar a Variaciones en rojo, dos de cuyos relatos son precedidos, además, por citas del Libro de Daniel. No es arbitrario, en consecuencia, atribuir a cierta identificación con el personaje bíblico la elección del seudónimo que durante muchos años habrá de utilizar Rodolfo Walsh.

Unos meses después de la publicación del artículo de La Nación, Adolfo Pérez Zelaschi, unos de los cuentistas policiales más estimados desde los años 40, se refiere elogiosamente a “Dos mil años de literatura policial” y, en general, a la obra de Walsh, lo que evidencia que el autor de Variaciones en rojo ya es reconocido por sus pares. En la década de 1950 la literatura policial se va constituyendo en un espacio importante en torno a algunas editoriales y colecciones, con la participación de un número no desdeñable de escritores. Walsh ya ocupa en ese campo un lugar destacado, aunque más tarde actuará como si no se diera cuenta de ello o no le importara demasiado.

Este primer período de la obra literaria de Walsh se sostiene sobre supuestos y valores que serán cuestionados en la nueva etapa iniciada por Operación Masacre. Puede comprenderse entonces que, en el afán de ruptura, el rechazo haya arrastrado toda su obra anterior, tanto sus cuentos como el periodismo que de pronto descubre “que no es periodismo”. Pero sería imperdonable que tomáramos esa negación al pie de la letra, subestimando algunos de esos relatos –novelas policíacas deslumbrantes las llamó Gabriel García Márquez– ue siguen figurando en todas las antologías del género. No son pocos, por otra parte, los puntos de continuidad entre esos cuentos y la obra posterior de Walsh, tributaria en muchos casos de la estructura del relato policial. Sobre las estrategias del policial va a armar los relatos de la llamada no ficción” –destaca una investigación reciente–, mostrando las similitudes entre “Cuento para tahúres” y ¿Quién mató a Rosendo?

El premio municipal

 Variaciones en rojo obtiene el Premio Municipal de 1953 que por primera vez se otorgaba a un texto del género policial: “Una vez cada tanto, muy rara vez, un autor de policiales es tratado como un escritor”, había señalado Raymond Chandler. El jurado advirtió la excepcionalidad de la decisión como para dejar constancia en su dictamen. El protagonista de los tres relatos que integran el libro es Daniel Hernández, corrector de pruebas y detective aficionado que muestra notables afinidades con el autor. Lo acompaña el comisario Jiménez, un hombre de oficio, con cierta formación en los métodos de la “policía científica”, pero siempre superado, y a veces desairado, por el corrector de pruebas que termina develando el enigma. Walsh subrayó la identificación con el personaje de Hernández, utilizando su nombre como seudónimo para firmar artículos periodísticos y cuentos.

El señalamiento de que las facultades utilizadas por Hernández en la investigación de casos criminales han sido desarrolladas en su actividad de corrector es interesante, porque Walsh, que ha ejercido ese oficio, parece estar refiriéndose a sí mismo. Además, aquí aparece otro de los rasgos característicos que desarrollará el escritor, dispuesto a dar a cualquier personaje o cualquier tarea, por pequeña que fuere, la importancia y la dignidad que sea posible atribuirle. Observación y minuciosidad aparecen, obviamente, como requisitos necesarios para la tarea de corregir, pero tal vez no resulte tan evidente que también se requiere fantasía para interpretar traducciones u obras originales, y “esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos”, para atender a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.

Si en “Cuento para tahúres”, la ubicación de los protagonistas es fundamental para determinar quién pudo haber disparado su arma, ese mismo énfasis en la dimensión espacial será una de las características de la mayoría de los relatos de Walsh. En “Asesinato a distancia”, uno de los cuentos del libro premiado que luego sería llevado al cine, el análisis de las distintas trayectorias posibles entre la casa y el muelle es un elemento decisivo para la determinación del asesino. En consecuencia, Walsh arguye que es lícito incluir diagramas en los textos –seguirá haciéndolo en los relatos de no ficción–, lo que parecería además avalar cierta pretensión más científica, una jerarquización de los destinatarios del texto: esos diseños sólo interesarán a los lectores que quieran descubrir al asesino antes que el autor –dice en la Introducción a Variaciones…– no a los lectores pasivos.

Por otra parte, bastaría comparar “La aventura de las pruebas de imprenta”, uno de los cuentos incluidos en el libro premiado, con el artículo de 1961 sobre el desciframiento de las claves de la diplomacia guatemalteca para advertir hasta qué punto Walsh seguirá siendo también Daniel Hernández, como, más tarde, cuando en la militancia política muestre su natural disposición a las tareas de contrainformación e inteligencia. Aunque los servicios de informaciones nos han acostumbrado a asociar esas tareas con la prepotencia y el delito, Walsh entendía por inteligencia el apego a los hechos y el desarrollo de la “fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos”.

“Variaciones en rojo”, el cuento que da título al libro premiado, retoma un tema clásico del género policial, el crimen en un cuarto que se encuentra cerrado, y se resuelve con un expediente no menos clásico, el rechazo de la declaración de quien se autoinculpa por el homicidio. Frente a un caso que cree fácilmente resuelto, el comisario Jiménez considera, por una vez, que puede prescindir del aporte del corrector de pruebas.

Con suficiencia, el comisario reconoce que “la literatura policial ha nacido y se ha desarrollado en el gabinete de los escritores” pero, frente a quienes como Hernández siguen estrechos criterios intelectualistas, pontifica que “sólo la larga experiencia permite la afortunada aplicación de la teoría”. Pero una vez más, será Hernández quien desbarate el razonamiento del comisario y devele los motivos que pueden llevar a un inocente a declararse culpable. Para Jiménez, conociendo el oficio, las soluciones están a mano porque “la realidad es siempre menos espectacular de lo que podemos imaginar”. No piensa así Hernández: que las cosas suelen ser más complejas y que la verdad no se detiene en las fronteras de lo verosímil será uno de los ejes de la poética de Walsh.

En su estudio sobre los géneros populares, Antonio Gramsci había señalado que el policial de enigma representaba un retroceso respecto de las historias judiciales, la llamada “literatura de causas célebres”, en boga en Francia y en Italia, desde el siglo xviii. En estas, el “amigo del pueblo” que develaba culpabilidades y delitos se inscribía en una lucha de los estratos populares contra la tiranía de los jesuitas, los príncipes o las policías secretas. El pasaje al policial implica un proceso de despolitización: en el enfrentamiento entre delincuentes profesionales y las fuerzas del orden, asistimos a la “esquematización de la intriga pura, despojada de todo elemento de ideología democrática y pequeño burguesa”.

En los textos de Variaciones… el detective se limita a develar la autoría del crimen y como no aparecen referencias críticas a la justicia ni a la policía, como las que caracterizan a los relatos de la “serie negra”, puede aceptarse que en el autor subyace cierta confianza en la capacidad de reparación del aparato policial y la institución judicial. David Viñas ha destacado que Daniel Hernández, “esencialmente conservador”, tiende a restablecer “los residuos de una confianza en el equilibrio de la sociedad”.

Este supuesto sobre el comportamiento adecuado de las instituciones y organismos de la sociedad es parte de una visión más global de un mundo que funciona según patrones de racionalidad. La compleja y sofisticada explicación del crimen en “La aventura de las pruebas de imprenta” se apoya sobre una referencia –los horarios de salida y llegada de los trenes– que a todos parece incuestionable. Quizás ese estricto cumplimiento del diagrama ferroviario correspondiera a la realidad argentina de 1953, pero esta constatación empírica resulta lo menos importante: en el universo cerrado del policial de enigma no hay lugar para conflictos o desperfectos técnicos que pudieran afectar esa regularidad.

Tampoco en estos primeros textos aparece, todavía, una visión crítica de las instituciones culturales. El prólogo del libro premiado hace un elogio del oficio de corrector de pruebas, que es el de Daniel Hernández, pero omite cualquier consideración sobre las condiciones de su trabajo en la empresa editorial. Walsh, que ha recorrido en Hachette un largo camino –ingresó como corrector en 1944–, parece sentirse cómodo en el mundo de la producción de libros y revistas. Diferente será la mirada en “Nota al pie”, un cuento de mediados de los 60 en el que describirá despiadadamente vida y miserias de quien –traductor avezado y con cierta trayectoria– no es sino un mínimo engranaje de la industria cultural.