Por Daniela Rea
Aún no amanecía ese lluvioso 7 de mayo cuando el señor Nepomuceno Moreno ya caminaba entre el campamento del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Solitario, en una mano sostenía un estandarte con las imágenes de su hijo y otros tres jóvenes desaparecidos por policías municipales y estatales de Hermosillo, Sonora. En la otra tenía un sobre amarillo, arrugado y lleno de expedientes, que metía bajo su chamarra de mezclilla para protegerlos de la lluvia. Con los papeles guardaba como un tesoro varias fotografías de su hijo.
Don Nepo, como todos lo conocieron, llegó a México esa madrugada directo de Hermosillo. Un par de días antes se enteró por la televisión que un poeta, de quien no sabía ni el nombre, arrancaría una marcha a pie de Cuernavaca al Distrito Federal para exigir el alto a la guerra.
El señor, de cabello canoso, cara marcada por el tiempo, pero un ímpetu de juventud, miró a Javier Sicilia en las noticias y supo que debía unirse a la lucha para exigir la aparición de su hijo Jorge Mario, un joven de 18 años.
Pidió prestado aquí y allá para comprar el boleto de ida. No le importó no tener para la vuelta. Tomó un cambio de ropa, lo metió a una pequeña mochila y se despidió de su familia, su esposa y dos hijos.
Alcanzó al movimiento en Topilejo y cruzó la Ciudad de México hasta llegar al Zócalo, con otras 100 mil personas en la marcha del 8 de mayo. Quienes lo conocieron esos días no sabían que el hombre había recorrido ya el estado de Sonora exigiendo la aparición de su hijo.
“Aquí ando, buscando lo que no encuentro en mi Estado, la justicia y la solidaridad y el consuelo”, decía animoso y sonriente a quien le mostraba su apoyo.
Nepomuceno se unió al Movimiento y con él cruzó el país en las caravanas al norte y al sur. Solidario siempre, escuchó la tristeza de otros padres cuyos hijos, como el suyo, fueron desaparecidos por policías. Común era verlo en las plazas de las ciudades con su estandarte en mano y en otra la imagen de algún ausente, la manta escrita con protestas o la bandera nacional.
Cuando la lluvia caía inclemente, Don Nepo sacaba de su mochila una bolsa de plástico y la acomodaba como un pequeño impermeable sobre las fotografías de los muchachos. Cuando el frío acariciaba, los abrigaba con su chamarra. Con su gesto Don Nepo les decía que con ellos estaba. Aunque no supiera dónde.
Su sonrisa amplia, franca, su manera acelerada de hablar, sacudían cualquier desánimo. Aunque él mismo tuviera el ánimo destrozado.
“No tengo esperanza de encontrarlo vivo, sinceramente. Pero yo no quisiera que volviera a pasar jamás esto a ninguna persona, como hemos sufrido nosotros”.
Nepomuceno sabía el costo de exigir justicia en este país. Y corrió el riesgo. No tuvo miedo de denunciar las irregularidades de la Procuraduría de Sonora, de unirse a la búsqueda de otros hijos en Nuevo León, en Guerrero, en Durango. No paró pese a las amenazas por teléfono, pese a que el gobierno local creó un delito para encarcelar a su otro hijo, pese a que las últimas semanas gente lo seguía por las calles de Hermosillo.
“Le digo a mi familia que no se desespere, que me comprenda. Pronto va a haber un resultado, no le hace que me quede en el camino. No puedo dejar abandonado a mi hijo”, solía decir a quienes le preguntaban si tenía miedo. “Hay que seguir para adelante, vale más morir en la raya”.
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