Lima, un sábado más es el nuevo libro del periodista Juan Carra. Cosecha Roja adelanta dos capítulos de un policial que da pelea arriba del ring.
1
Lima asoma el bucal. Busca aire en cualquier parte. Las piernas le tiemblan, pero igual avanza. Tira la izquierda en punta. Marca el golpe y avanza. El corte en la ceja ya no sangra. Pero la zona parece un volcán morado a punto de estallar. Por eso sube la derecha. Se cubre. Lima sabe que, si el Nelson acierta otro golpe, ya no habrá forma de parar la hemorragia. En eso piensa mientras tira manos para mantenerse lejos. En eso piensa cuando baja la guardia para ensayar un gancho que corta el aire. En eso piensa, cuando Nelson retrocede y pega.
Otra vez en la ceja. La lona desgastada se tiñe de sangre.
—Te lo dije, forro, te lo dije…
—No pude, traté, pero no pude.
—Fracasado y la rreeconcha de tu madre. ¡Todo te puse para que aproveches este puto momento! Y vos un choto…Nada… Te dejás cagar a trompadas por ese gordo pelotudo que no sabe ni levantar las manos. ¿Qué mierda hago ahora yo? ¿Qué mierda…? Decime, pelotudo.
—Perdón, don, yo me cubrí como me dijo el Chango…No vi la mano, no la vi venir… Y el corte… el corte me cagó…siempre tuve quilombo para cicatrizar…
—¿Qué mierda me importa a mí tu cicatrización, pajero? Lo único que me importa es que empieces a pensar cómo mierda me vas a devolver toda la guita que me hiciste perder. Diez lucas te puse encima. Una torta de guita para que lo tiraras, por lo menos una vez, en el octavo. ¡Es un gordo fofo! ¡Una bolsa de mierda que no puede ni moverse! Pero al lado tuyo parecía una gacela. ¡Ni una le pegaste! ¡Ni una!
—¡Sí! Una le entró… ¿No la vio?
—Seee, la vi… Tu mujer en cuatro y la pija de un negro entrándole a fondo. Pelotudo, no lo hiciste ni transpirar. Ese gordo de mierda se cae solo. Pero no… vos no… vos ni lo tocaste. Y para colmo te dejaste pegar como una puta.
—No diga eso. La Negra y mi vieja trabajan de eso…pero cuando yo gane unos pesos más las saco de ahí…
—¿Unos pesos más? Olvidate Lima… Te vas a tener que hacer cagar a trompadas todos los sábados, pero a mí me devolvés hasta el último peso que puse. Y decile a tu jermu que me abra cuenta, me la voy a ir cogiendo para achicar diferencia… ¿Qué te parece Lima?
—No, don, si usted toca a la Negra yo lo mato… Deme un sábado más, yo se lo soluciono.
—Tarde Lima, tarde… Te hubieras acordado arriba del ring cuando el gordo puto ese te estaba cagando a trompadas. Ahí te hubieras hecho el taura, no conmigo… Yo de última lo único que quiero es lo que es mío. Mi guita.
Don Cristóbal Duarte se puso el sombrero, escupió en el suelo del vestuario y se fue. Lima se quedó solo. Todavía tenía puestas las vendas en las manos. Un hilo de sangre le bajaba desde la ceja como lágrimas que lo asemejaban a un santo pagano.
2
Adalberto Lima nació en el amanecer de los cincuenta. Apenas lo parieron, quedó tirado en el barro de un terreno atrás del Justin, el puterío del bajo. El viento arrastró su alarido de guacho, y fue la Tota, madama de carrera, la que salió a la búsqueda. La luna decoraba la tierra bañada de sangre y placenta.
La Tota lo levantó sin asco. Las manos amarillas de nicotina y ásperas de crema barata lo cubrieron del frío. Lo envolvió en la falda del camisón blancuzco, que alguna vez fue de un celeste intenso, y se lo llevó adentro. Tota sabía que se metía en un quilombo. Pero estaba acostumbrada. La yuta la tenía a raya, literalmente hablando. Si no vendía una bolsa entera por noche, cobraba. Feo. Piñas, patadas, pijas, lenguas. Por todo el cuerpo. Eran ellos los que ponían las reglas. Por lo menos algunas. Y ella tenía que respetarlas. Por los menos algunas. Las necesarias para que su puterío fuera el más tranquilo de la zona. Toda una garantía para la abultada y heterogénea cartera de clientes.
La Tota entró al Justin y caminó entre las mesas sin detenerse. Los parroquianos la miraron pasar. Ninguno reparó en el bulto extraño que cargaba. Los ojos de todos se detenían en su par de tetas. Y en el tatuaje que asomaba por el escote; un corazón rojo sangre atravesado por una daga doble filo y un nombre: Adalberto.
Los que la conocen a la Tota, que son pocos, saben muy bien lo que significa ese nombre en la vida de esa mujer curtida por el tiempo y el abandono. Dicen que, cuando las carnes todavía estaban duras y que no le abría las piernas a cualquiera, se enamoró de un comisario: Adalberto Sosa.
Todo arrancó en el camastro de atrás del Justin. Ella era una puta más del clan del Mono, el dueño del puterío. El Mono era un tipo leído. Dicen que también escribía algunos poemas. Siempre dedicados a alguna de sus putas. No podía con su genio: se enamoraba de las pendejas recién llegadas. La historia siempre tenía el mismo final: el Mono les escribía unas líneas y ellas, después de leerlas, se burlaban y enrollaban el papel para meterse algún tiro.
Él fue el que le puso Justin al piringundín de cuarta que heredó de su abuelo. Lo había sacado de un libro que le dejó un marinero que tocó puerto en Buenos Aires. Justin, sin la “e” final. Así se lo habían escrito en el cartel de la entrada, y al pedo era quejarse. En definitiva, lejos estaba su puterío de ser uno de los tantos escenarios de las historias del marqués.
El comisario Adalberto Sosa era el que recolectaba la cuota mensual que el Mono pagaba a la taquería. Siempre fue respetado por eso. El tipo iba en persona a buscar el billete. En el Justin, de paso, se tomaba un whisky y si daba se hacía tirar la goma. Y para eso la Tota era una máquina. Algunos dicen que han escuchado al comisario gritar como una morsa, mientras a la Tota se llenaba la boca de leche. Lo que nadie sabe bien es, porque la Tota siempre fue una mina reservada, cómo se enamoró de Sosa. Lo cierto es que una noche cayó con la teta tatuada. Y desde esa misma noche, Adalberto Sosa dejó de aparecer por el Justin.
El Mono más de una vez le quiso tirar la lengua, pero siempre recibía una media sonrisa como respuesta y el movimiento del culo de su puta más querida que se iba a refugiar a la pieza. El Mono cree que apenas se cerraba esa puerta la Tota lloraba. Tenía veinte recién cumplidos, y el comisario había sido su única esperanza de cambio. Pero se fue, y con él las promesas. Entonces la Tota empezó a tomarse el negocio más en serio. El Mono vio en ella mucho más que un par de piernas y empezó a enseñarle el manejo de la cosa. Diez años después, el Mono se quedó seco en una mamada. Una piba de diecisiete salió espantada de la pieza, y fue la Tota la que se acercó para ver qué pasaba. Ahí lo encontró al Mono. Seco, la verga al palo todavía, y los ojos dados vuelta. El corazón no bancó la intensidad juvenil de esa boca. Y se fue. La Tota se encargó de todo y quedó al mando. Nadie puso un pero. Desde entonces, el Justin se mueve al ritmo de sus tetas.
Por eso, aquella noche que encontró al pibe tirado en el terreno, caminó segura entre las mesas y no se detuvo a atender los piropos berretas de los clientes. Abrió la puerta de su habitación en suite y se sacó el camisón. El bebé quedó envuelto sobre la cama de dos plazas. La Tota, desnuda, fue al baño y cargó la bañadera con agua tibia. Cinco minutos después, con el pibe sollozando, los dos desnudos, piel con piel como si recién lo hubiera parido, se metió en el agua.
—Te vas a llamar Adalberto como él; Lima como yo, como mi viejo.
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