Julia Muriel Dominzain y Leila Mesyngier-
– Apareció muerto, ¿viste?
– Sí, me dijeron. Menos mal.
Así recibieron los vecinos de Barracas la novedad: la policía encontró el cuerpo de Facundo López, el principal sospechoso del crimen de la mamá, Silvia López, y la abuela, Olga Triñañez. Colgaba de un cable acerado atado al tirante del techo de su casa en Del Viso, Pilar. Desde el sábado, el día del asesinato, los vecinos no dormían porque nadie lo encontraba y era el único familiar de las mujeres asesinadas que tenía llaves del edificio.
Facundo tenía 38 años, una hija en edad de ir al jardín, un nene de unos diez años y una denuncia por violencia de la mamá de los chicos, su ex mujer. Alquilaba una casa sin lujo, de material, en el barrio residencial Elpidio González. Agentes de la Delegación Departamental de Investigaciones (DDI) de la Policía Bonaerense y la División de Homicidios de la Federal fueron anoche a buscarlo a su vivienda de Carlos Calvo y Florida con una orden de captura. Lo encontraron ahorcado.
Trabajaba de herrero y era de estatura y contextura física medianas, según contó a Cosecha Roja Horacio Martínez, jefe de la Sub DDI de Pilar. Tenía puesto un pantalón y un buzo clarito y estaba solo. La policía secuestró un celular, un manojo de llaves y una remera con sangre. Falta determinar si las llaves son las de la casa de la abuela -que murió de golpes en la cabeza- y si la sangre es de su mamá, a quien el sábado mataron a cuchillazos.
Hoy se va a hacer la autopsia para confirmar de qué murió y hace cuánto. Cuando encontraron a Silvia y Olga, los familiares llamaron a Facundo, pero no respondió. Ese mismo día, la policía empezó a buscarlo basándose en las fotos que había en la casa. Las hipótesis que circularon en los medios iban desde el intento de cobrar un seguro de vida a que el asesinato era consecuencia de una pelea con ambas por ayudar a la ex mujer. Facundo tenía una orden de restricción de un juzgado de Familia de San Isidro por una denuncia de maltrato de la mamá de los chicos.
Los vecinos de Barracas aseguraron a Cosecha Roja que Silvia y Olga “daban todo por Facundo y los nietos”. En el PH de Olavarría al 2000 lo conocían desde chiquito porque la abuela siempre vivió ahí. Aunque en el último tiempo no lo veían a menudo, cuando iba se saludaban con amabilidad.
Olga tenía 86 años y no escuchaba muy bien. Cuando los vecinos pasaban al lado, sonreía y, a veces, comentaba alguna noticia. Silvia, la hija, tenía 63 y estaba siempre impecable. Se encargaba de la limpieza del PH porque le gustaba darle brillo a los baldosones blanco y negros, a la escalera de mármol y a los vidrios de la puerta antigua. También se ocupaba de prender el farol de afuera cuando oscurecía. Si un auto estaba mucho tiempo estacionado, ella que hacía la denuncia. “Eran las protagonistas de este edificio”, dijeron los vecinos.
Silvia trabajaba, salía a hacer compras o a tomar café. Y era extremadamente meticulosa. Por eso llamó tanto la atención cuando el sábado, después del partido de Argentina contra Irán, una de sus amigas vio por la hendija de la ventana que la luz estaba prendida. De día. Silvia nunca hacía eso, se extrañó. “Tengo un mal presentimiento”, cuentan los vecinos que dijo. Además, hacía dos días que nadie las veía. Entonces llamaron a la prima, a la policía y a los bomberos, que tiraron la puerta abajo.
Los vecinos esperaron en la vereda. Temían que hubieran muerto por un escape de gas. Pero no. La cara golpeada de Olga y el charco de sangre alrededor de Silvia no dejaron lugar a dudas: las habían asesinado. La puerta no tenía marcas de haber sido forzada y en el departamento no faltaba nada. Por eso la policía sospechó desde el principio de alguien cercano.
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En Olavarría y Feijoo -a cuadras del hospital psiquiátrico Borda- huele a chocolate todo el día. Hay varias fábricas de galletitas por la zona, pero el aroma que llega a la casa rosa del crimen viene de una que está a la vuelta. “Es que el viento da para acá”, dijo el policía de turno que custodia la puerta desde el sábado.
Entre la reja y la ventana de Silvia queda un espacio. Hay una manta azul con pelos blancos y unos cartones que protegen del viento. Es el refugio que le armaron a un gato callejero al que alimentaban. Lo cuidaban como propio. La última mascota que tuvieron Olga y Silvia fue un perro que murió hace poco más de un año. Se pusieron tan tristes que no quisieron tener otro.
El gato ahora no está y, en su lugar, alguien dejó una rosa roja de plástico.
– Nos podemos turnar para limpiar de ahora en más- combinan los vecinos.
– Sí, dale, una semana uno, la siguiente otro.
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