Lydiette Carrión – El Universal.-
Más de 100 policías federales embozados, acompañados de miembros del Ejército, funcionarios de la Secretaría de Gobernación y activistas de derechos humanos, además de peritos, sicólogos y médicos, conformaron el contingente que ingresó el martes al albergue La Gran Familia, en Zamora, Michoacán
Los policías federales embozados, los activistas de derechos humanos y los funcionarios públicos que participaron el martes pasado en el operativo del albergue La Gran Familia cuentan que estaban mentalizados para enfrentarse a casos de trata para explotación sexual o mendicidad extrema. Incluso, se sentían preparados para documentar tráfico de órganos. Pero no para lo que hallaron.
Un megaconvoy integrado por más de un centenar de policías federales, funcionarios de Gobernación, miembros del Ejército y personal del DIF, así como peritos, sicólogos, trabajadores sociales, médicos y paramédicos, salieron rumbo a la casa hogar desde la medianoche del lunes. Esta reportera acompañó a los participantes de uno de los operativos multidisciplinarios más grandes de que se tenga noticia, y pudo observar lo ocurrido dentro del albergue durante los últimos tres días.
La Policía Federal entró primero. No hubo necesidad de usar la fuerza. Mientras algunos agentes entraban por la puerta grande, otros embozados escalaban la malla ciclónica. Pronto detuvieron a Mamá Rosa, de 85 años, y otros nueve presuntos implicados. Los niños y jóvenes estaban pasmados.
El patio principal no es muy diferente de cualquier albergue o internado del país: oscuro, deprimente; pobre. Destaca un llamativo mural con la leyenda: “Enrique Krauze, Los verdaderos sacapanes”. Adorna el edificio de la escuela de música “Abuelo Alberto Alfonso Sahagún”, en honor al padre de quien fuera primera dama en el sexenio de Vicente Fox.
Adentro, en pleno operativo, algunos niños tocaban el violín.
Atrapados sin salida
Al cruzar al segundo patio, llega la primera patada olfativa: una mezcla de orines, excremento, suciedad, plagas, sexo, pobreza. Es un patio de escuela rodeado de edificios de dos y tres pisos; ahí están los dormitorios. En éstos viven casi 600 personas: tres bebés lactantes, dos adolescentes embarazadas y un crisol de niños y jóvenes. En este albergue también hay hombres y mujeres que rebasan los 40, 50, 60 años. La Gran Familia en realidad sí está emparentada: no sólo porque Mamá Rosa registraba a muchos con sus apellidos, alegando que “ella era su verdadera madre”, sino porque hay matrimonios, novios y generaciones enteras de abuelas, madres e hijos.
Tal es el caso de T., una chica de 16 años que nació aquí. Su mamá es Rosa, una mujer de 50 años, muy delgada, canosa, sordomuda, que llegó cuando era joven. T. no sabe quién es su papá. Sale unas tres veces al año por un par de horas.
A eso de las 10 de la mañana, las personas a cargo del operativo divide a la gente por grupos de edad en el patio. Una niña de 15 años pregunta, ansiosa, si podrá irse con su mamá. Dice que lleva tres años acá. “Mi mamá no sabía lo que era esto. Le decían que aquí estaban muy bien”. Llevan meses tratando de sacarla, pero Mamá Rosa siempre se negó a dejarla ir. Voltea a los lados y de pronto se echa a llorar. “Es que dicen que ella tiene muchas palancas”, y baja la voz, “también con la mafia”.
El patio está retacado. Los agentes dan la orden de que todos ingresen a los dormitorios y permanezcan ahí. Algunos acompañan a los hombres al tercer piso, y ahí es cuando viene la segunda patada olfativa: más que dormitorios son crujías carcelarias: la mayoría de los colchones se encuentran podridos, orinados y agusanados. Las ventanas no tienen vidrios, sólo barrotes. En algunos hay letrinas tras un pequeño muro de tablaroca. En los demás hay baldes y cubetas repletos de excrementos.
En La Gran Familia, chicos y grandes debían conseguir su propio jabón, toallas sanitarias, desodorante, cepillos de dientes. Cada botellita es un tesoro. A., una chica de 20 años, guarda en una caja de metal con dos candados cuatro paquetes de toallas femeninas y unos jabones. En esta economía de cárcel, ella es poderosa.
Sexo y heridas
Una mujer policía entra y pregunta sobre abusos sexuales; una responde: “a nosotras no, porque no nos dejamos, pero a los niños sí los violan los otros muchachos más grandes”. La agente, de forma torpe, les pregunta si ellas han iniciado vida sexual. Algunas la miran socarronas; muchas tienen novios ahí.
—¿Y a dónde van para tener relaciones? —revira la agente, queriendo documentar el abuso.
—En los pasillos —responde una de las chicas.
—¿En los pasillos? —pregunta la policía, sorprendida, y de nuevo desatina la pregunta:
—Pero, ¿cómo?
—Pues te tapas con un sarape. Pero los encargados y los que están bien con La Jefa, pueden usar un cuarto.
En el piso de abajo, otras jovencitas de 17, 18 años piden permiso para ir al baño. Entran a un cuarto, sacan un espejo y se cortan las muñecas. No intentan morir. En realidad es una práctica común con profundo dolor emocional: sus antebrazos están llenos de heridas.
La Policía Federal estaba lista para repeler agresores, tal vez ataques del crimen organizado. Pero no estaba preparada para contener a casi 600 personas en situación de vulnerabilidad. Un agente observa, con mirada contrariada, el patio lleno de basura, los muchachos asomándose desde sus crujías y gritándose de un lado del patio a otro.
—¿Le había tocado algo así? —se le pregunta.
—Nunca —y entonces habla de su vida como policía: de haber rescatado secuestrados, de exhumar fosas clandestinas, enfrentarse en balaceras. Pero como esto, nunca.
A la hora de la comida, alguien ingresa a la cocina a ver qué se puede rescatar. Ahí viene la tercera patada olfativa. Las cucarachas corren por las paredes. Se decide lidiar con esto hasta el día siguiente. Se improvisan unos sándwiches.
Hay unos cuartitos para madres de niños pequeños. Pero cuando cumplen los seis años, madre e hijos son separados y mezclados con el resto de la población. Todos de nuevo se integran a La Gran Familia. Los colchones de los cuneros están agusanados.
“Mamá Rosa” se pone mal
Para antes de que termine el primer día, han rendido su declaración ministerial algunos indiciados, así como padres de niños privados de la libertad. Peritos de la PGR han practicado casi un centenar de pruebas de ADN a madres y posibles hijos. Mamá Rosa llama a sus abogados y a su médico particular. Antes de medianoche es trasladada a un hospital. Los otros nueve detenidos son mantenidos en un cuarto, acusados de delincuencia organizada: Kiro, señalado por los niños de secuestrar a su propio hijo; Cito, acusado de abusar sexualmente de chicos, y Dino, descrito como golpeador, entre otros.
Durante esa primera tarde, los chicos saquearon las bodegas donde había los alimentos menos pasados. Bebieron refrescos con fecha de caducidad de febrero de 2013. Comieron chicharrones del mismo año. De pronto, en el patio, había pequeñas explosiones de niños arrebatándose los paquetes de botanas. Algunas bolsas reventaban, y los niños levantaban la comida del suelo para comer: chicharrones, dulces. Y es que en La Gran Familia les cambiaban su dinero por vales: pequeños cuadros de cartón por uno, cinco, 10 pesos. Podían usarlos en la tiendita y comprar refrescos y dulces caducos o cigarrillos.
Por la noche, dos chicos se pelearon por unos zapatos. Fueron separados y llevados al patio.
En el segundo día había que limpiar: cambiar colchones, repartir cobijas sin piojos ni chinches. Trapear, barrer. De los dormitorios masculinos sacaron botes y cajas de cartón repletas de excremento. Los chicos ayudaron y después de varias horas de trabajo, habían amontonado basura y ropa de cama en el patio. En total, salieron cuatro camiones de basura.
Entonces vino el ingreso a la cocina. Esa fue la quinta patada olfativa. Y la letal. La gente del DIF sacó carretillas de latas caducas, queso de puerco podrido, bolsitas de atole con cucarachas. Piezas de carne de res congelada con fecha del año 2012. Piñas podridas. Tortillas enlamadas, papas pasadas. Trastes sucios. Salieron carretillas y carretillas de comida en putrefacción.
Kilos de ropa nueva
Al tercer día, abrieron una de las tantas bodegas. Rellena hasta el techo, una voluntaria debió escalar ropa y desperdicio para ver el final. Sacaron kilos y kilos de ropa nueva, empaquetada, gorras rotuladas con La Gran Familia, pañales usados, ropa podrida, trajes de charro infantiles apolillados, pants que nadie utilizó, doblados, sin estrenar y jumpers desechos. Al inicio, trataron de clasificar, rescatar lo que pudiera usarse. Imposible tarea.
A un lado de la bodega, está en silencio el cuarto de Mamá Rosa: una crujía en la planta baja, justo en la zona centro del patio. El cuarto de La Jefa no es más lujoso que el de los demás (aunque sí está más limpio y tiene un baño propio). El único privilegio es una ventanita carcelaria tapiada con una puertecita de metal que asoma al terreno trasero: un vergel sí se compara con el horrendo patio del albergue. El cuarto es oscuro y ruin, pintado de verde pistache, retacado de cosas: expedientes, paquetes de Pomada de la Campana, fotografías. Mamá Rosa guarda cada recorte de periódico y fotografía con personalidades del ámbito público. Casi no hay espacio libre en las paredes.
Mamá Rosa acumuló las donaciones: colchonetas, cobijas, diversos artículos de limpieza, ropa usada y ropa sucia; y acumuló niños. Acumuló tantos niños que le dieron más y más niños.
Foto: Raúl Tinoco / El Universal
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