Lento.-
Guillermo Garat volvió de Punta del Diablo con tres historias: la del origen del pueblo de pescadores de tiburones (que elige culminar con el nacimiento de una cooperativa y la desaparición de El Sarco), la de la posterior ciudad balnearia, que ha forzado grandes cambios en la vida cotidiana, y la de un crimen extremo, lado oscuro de la reciente bonanza turística. Ignacio Iturrioz también fue al Diablo, pero pasó más tiempo de día y se encontró con la luz que arrasa fuera de temporada.
Punta del Diablo nació amenazada. Cosme Correa, médico de campaña, le había recomendado al padre de Lirio Rocha que lo ventilara. Vivían en Vuelta del Palmar, un rancherío polvoriento a seis kilómetros de Castillos y del Océano Atlántico.
—Lleve al niño a la orilla del mar o morirá.
No había otro lucero para un hijo en apuros. El señor Rocha se instaló con diez vástagos en el verano de 1935. Cimentaron con barro, levantaron paredes de adobe y techos de junco. Al padre le gustaba pescar y se escapaba en invierno para esperar la exquisita corvina negra. De a poco se fueron quedando. Todo se reducía a un desierto frente al mar, dos cañadas y otro rancho.
Punta del Palmar, como nombraban al lugar, irisó en 1942, cuando el boom del hígado de tiburón. Entre otros usos medicinales, el aceite era sorbido por pilotos aéreos para mejorar la visión nocturna, durante la Segunda Guerra Mundial. Los tiburones quedaron enmallados desde Mar del Plata al puerto de Santos en Brasil. Hasta al Diablo llegaron extranjeros para la faena. Los gauchos de mar que descuajeringaban el corazón hepático del escualo y ofrendaban sus restos a la marea decían de ellos, de los de afuera, que eran “gente rara”.
La guerra terminó, pero cada vez más pescadores remaban desde la ensenada mar adentro, civilizando las dunas para atrapar corvina en verano y, sobre todo, tiburones de mediano porte, como el cazón o trompa de cristal y el angelito. Fileteaban el tiburón, lo escurrían y secaban al sol colgado en varales a un metro de la arena, donde la lonja mortificada en sales pendía de un clavo. Era parecida al bacalao, y hasta hoy la llaman “falso bacalao”. Se trataba de tiburones bastante grandes que, dicen, ya ni se ven. En invierno algunos iban a los bañados, tras los cueros de las nutrias.
Fue entonces cuando Julio Amorín construyó un rancho tan bien hecho que todavía soporta la humedad frente al camping, a tres kilómetros de la ruta. Él fue el primer carrero en hacer huella en el arenal para saber por dónde ir y venir con gente, víveres, sales, pescado y charque.
Amorín también hacía todo tipo de changas para Lázaro Redín, empleado de Topografía del Ministerio de Obras Públicas, y para los hermanos Beyhaut, Alfredo y Alberto, que crearon una sociedad junto con otros accionistas y abrieron la Hostería del Pescador en 1949. Compraron casi todo el arenal, desde la ruta hasta el borde del Cerro de La Viuda. Lo fraccionaron y trazaron una ciudad imaginaria. Siempre y cuando hicieran caminos, las leyes liberales autorizaban a los propietarios a hacer lo que quisieran con ese pedazo de cielo. Entonces dibujaron un plano repleto de manzanas rodeadas de avenidas, bulevares, calles y caminos, plazas, clubes sociales y de pesca, proyectaron iglesia, comisaría, hostales, mesones, hoteles y pulperías.
Con el croquis los vendedores poco escrupulosos comisionaron el negocio por todo el país entre 1948 y 1950, cuando la sociedad se disolvió. Los compradores no sabían a ciencia cierta qué escrituraban, pero los solares se vendieron en cómodas cuotas. Una muy católica señora de Paysandú pagó por un terreno al lado de una iglesia que no existía. El vendedor se arrepintió un poco de la estafa:
—Ahora que ya le vendí tengo que decirle la verdad. La iglesia todavía no está revocada.
En 1948 se inauguró el primer camino al pueblo. Los autos llegaron al balneario. A los pocos años los médanos taparon el camino que se volvió a hacer y se volvió a tapar de pamperos y sudestadas. Entonces Amorín empezó a tirar semillas de acacia a diestra y siniestra del camino (y también por ahí).
En los años 60 ya había un pueblo estable. Cuando el caudillismo reclamó aquel puñado de credenciales, el intendente Jaime López Barrera inauguró la escuela 96, construida codo a codo entre vecinos. El administrador público se había comprometido —y cumplió— a llevar una maestra, pero seguía ofreciendo cosas. Hipólito Álvarez, curtido pescador y conocido vecino solidario, le espetó un “no, gracias” al de lengua prometedora.
—Camino acá, no. Eso nos mata a todos. Seguimos en carro.
Pero en 1967 Jorge Pacheco Areco apareció trotando, la fusta en una mano, la rienda en otra. Cabalgó desde la fortaleza militar de Santa Teresa, donde le lustraban las botas en verano. Desmontado, conversó con la gente, alguien dijo “camino” y el camino hasta la ruta se inauguró en 1968.
Unas chicharras en pleno concierto recibieron a Pacheco Areco, que esta vez llegó en auto. Estacionaron a la hora de la siesta en la hostería, el único lugar donde se podía pedir un almuerzo. Bajó, tomó el picaporte de la puerta de entrada, abrió y no encontró a nadie en los salones. Entonces empujó la puerta de la cocina donde Amorín lavaba los platos del almuerzo.
—Buenas tardes. ¿Quién es usted?
—Jorge Pacheco Areco, presidente de la República.
Se secó las manos y extendió firme la derecha.
—Encantado. Julio Amorín, ministro de Guerra.
Otro que se bronceaba en Punta del Diablo era Gregorio Goyo Álvarez, quien mandó cementar el Restorán del Mar, el parador más austral sobre las últimas rocas, hoy absolutamente desvencijado. Ya dictador y decreto mediante, le permitió a Lirio Rocha vender su rancho en terreno fiscal. El general tenía quien le escribiera y, en su honor, uno de los puestos de artesanías llevaba por nombre “Don Goyo”. Como responsable de esa región militar, ordenó luz eléctrica para el pueblo. Y se hizo la luz.
Sin embargo, cuando Silvia Báez llegó a su rancho, un farol iluminaba el cenicero en la mesa, donde había un único plato con un churrasco y un trozo de carne prendido del tenedor. Era el lunes 2 de diciembre de 1974 y Olivar Sena, su compañero de 35 años, había desaparecido, según el corresponsal rochense de El Día.
Le decían El Sarco, era simpatizante de izquierda y se dedicaba a las artes del enmalle y a la albañilería. Silvia esperaba un hijo de él. Año y medio después un cuerpo apareció en las costas de La Esmeralda. Lo enterraron como NN en Castillos. Aquel año la dictadura estaba empecinada en que la orientalidad creyera que la espeluznante cantidad de cadáveres que escupía el Río de la Plata era el saldo de ajustes de cuentas entre marineros asiáticos. En el año 2000 se descubrió que uno de aquellos era el cuerpo de El Sarco.
Sena se negó a formar una cooperativa. Pero la mayoría de los pescadores vencieron broncas, miedos y cuestiones políticas, y empezaron a gestionarse. La empresa reunía a seis de cada diez de ellos. Contaban con el apoyo del Instituto de Lobería y Pesquería del Estado (ILPE, luego Inape, hoy Dinara) y de la FAO, que pusieron dinero y tecnologías para un Plan de Desarrollo Pesquero. La Cooperativa de Pescadores de Punta del Diablo estaba aggiornada en materia de barcos y redes. Además, se levantaron galpones para filetear y estoquear porque hasta máquinas de hielo había. Las chalanas ya no precisaban tanto compases, brújulas, puestas de sol o a la Cruz del Sur, porque ahora tenían radiotransmisores.
La pesca artesanal e industrial del cazón y de otros tiburones fue un éxito en toda la costa rochense. En 1975 el puerto de La Paloma mandó a la capital 3.000 toneladas de cazón. Pero en 1981 prácticamente ya casi no salían tiburones: la pesca intensiva no discriminó a las hembras —que se arriman a la costa en mayo y paren en primavera— de los machos —que coletean en invierno—.
No fue la única estampida que prodigó el hombre organizado. En noviembre de 1982 el descalabro económico, conocido como “la tablita”, reventó los precios y precipitó el final de la dictadura. Las ventas no cubrían los costos y las deudas en dólares se redoblaron. Los hombres casi que escuchaban, impotentes, el adiós de los tiburones.
Los escualos volvieron tímidamente, pero nunca como antes.
Hoy Punta del Diablo es una ventana oceánica sempiterna, una playa de aguas claras y arenas soleadas que sofrita al turista y cincela las arrugas lugareñas con ventiscas de sales marinas. En el pueblo no usan reloj y nadie conoce el nomenclator de las calles: es imposible identificar una esquina. No hay plazas, ni cajero automático, ni un lugar para pagar facturas. Hay un supermercado abierto y decenas cerrados, esperando el verano. Todos esperan el verano.
Las bacanales durante los primeros 15 días de enero convirtieron al pueblo de pescadores en anzuelo de turistas. El traqueteo empezó en la segunda mitad de los años 90. A Punta del Diablo llegaban cada vez más carnes blancas untadas de filtros solares y dispuestas a comprar cuanto estuviera a la venta. Se pasó del fiado al dólar contado. El pueblo creció y también la pila de facturas de servicios y el correo que repartía la Policía. Se construyeron nuevas cabañas para acomodar a los visitantes. Se puso algún otro foco eléctrico y también llegaron el agua potable y el camión recolector de basura, aunque nadie pagaba impuestos.
El pueblo devenía costaneros de pinos en ranchos con piso de cemento, mientras los fraccionamientos se sucedían junto a la ocupación de terrenos y los pleitos entre la descendencia de los fundadores. En los papeles, Punta del Diablo es un caos territorial. Existen juicios contra el Estado por la negligente gestión pública de antaño: más de uno no quiere que lo echen de donde los abuelos tallaron el tótem, haciéndose los sordos cuando les decían “alambrado”. Todos patalean porque el precio del metro cuadrado aumenta sin pausa, como las pilas de rolos de pinos que hacen crack entre motosierras dentadas.
Hace cinco años Punta del Diablo se convirtió en una gold rush town, ironiza una residente angloparlante. Colocaron aires acondicionados, pintaron los tablones de tonalidades vivas, ocres, naranjas, verdes, pusieron griferías importadas e iluminación cool. Además, por primera vez, se votaron leyes y reglamentaciones para construir. Alquilar es negocio y el negocio es más lucrativo en un chalet distinguido a la vera de la tosca, que pide permiso al lánguido bosque psamófilo. Tablas de pinos y eucaliptos y también piedras laja fueron esmeradamente laqueadas por arquitectos que reinterpretaron el eclecticismo nativo para pulirlo y darle brillo, refinando las formas. El resultado: casas de 100.000 dólares (y más) cuando hasta hacía no tanto se conseguían por 15.000.
La posibilidad de especular, de probar eso de realizar los sueños, de plantar tus propios vegetales, de hacer tu casa octogonal de barro en plan Feng Shui y, sobre todo, la promesa de salir de la rosca de la ciudad, convencieron a parejas treintañeras que llegaron a Punta del Diablo a criar a sus hijos. Y también a solitarios aventureros. Estadounidenses, ingleses, argentinos y hasta filipinos dicen estar enamorados de la naturaleza de Punta del Diablo.
También se arremolinaron trabajadores de otros parajes, atraídos por el despunte de la industria de la construcción. Les gustó para cortar, martillar, instalar eléctricas y sanitarias, cavar pozos negros, cortar pasto o lo que fuere. Aquello se hizo un pueblo: entre 2004 y 2011 sus habitantes pasaron de 318 estables a 823, según revela el censo. La Policía dice que ya hay 2.000 residentes y los pescadores calculan 3.000.
Sin embargo, desde que los argentinos no pueden sacar mucho de sus bancos, las respingadas construcciones se frenaron. En las últimas dos temporadas las obras arrancaron primero en julio y al año siguiente en octubre, dice una artesana. El ferretero —que me habla mirando sus uñas hacer clac en el alicate— dice que ahora se gasta menos dinero en cada casa. La llovizna borronea la tiza en un cartel recostado en su ventana que avisa que “no se fía más”.
Los que parecen haber vivido siempre ahí, como los peces, piensan — y muchas veces dicen— que “cada vez hay más pichaje” en el pueblo.
—Yo voy al almacén y pido fiado. Pero ellos no tienen sus contactos.
Se ofende al escucharlo uno que pasa por pescador, porque sí tiene todo los piques de la zona: sabe dónde conseguir la comida más barata y encontró dónde vivir. Duerme en lo que fue una tapera, luego una mesa para filetear, reconvertida en un bar, y luego vuelta en hogar lacerado por la humedad salada.
Desde el parate se ve sin esfuerzo un puñadito de hombres que caminan como vigilia de las sombras, aunque sea de día, con todas sus esperanzas rotas en la cara, cabeza gacha y manos en los bolsillos. Patean piedritas y van solos. Los vecinos los ven ausentes, sentados desde temprano en la zanja de un bosque tras la bruma que todo lo envuelve en algodones blancos helados. Una mujer de 37 años que ya no sale a correr por ahí dice que son “pibes haciendo nada”. O son “caras tomando cerveza y fumando”, como los describe un pescador, que se pregunta de dónde sacan plata. Los robos también aumentaron y con ello la cautela hacia los desconocidos.
Hace cuatro años Violeta emigró al bosque con su marido. Allí limpia mocos de sus hijos y se ocupa de su taller de artesanías, de tomar clases de yoga y de respirar profundo. Le merodearon cuatro veces la casa desde que se despierta en Punta del Diablo.
Mientras construían su precioso rancho se hospedaban en un complejo de cuatro cabañas. Una de ellas la ocupaba una holandesa grandota. Un martes de noche acomodó en la maleta 6.000 euros que escondía en una maceta. Se volvía a Montevideo por la mañana y quería tener pronta la valija para salir temprano. El regreso se retrasó: le robaron todo mientras dormía.
Precavida, y ya en su rancho, Violeta colocó una silla contra la ventana que además había trancado. Tenía una mesa repleta de pequeñas piezas cerámicas debajo de la ventana tapiada con una esterilla. Aunque es de sueño liviano, no escuchó cuando manotearon la billetera de su pareja. Por suerte no tocaron la mochila donde tenía plata para terminar la obra.
En el almacén del barrio dicen que te echan cosas para que te duermas, pero la Policía lo niega. Algunos insomnes vieron a los ladrones entrar en la penumbra y por no enfrentar los miedos —y proteger a la familia— les dejaron llevarse la plata. En Punta del Diablo no hay rapiñas ni arrebatos. Los ladrones llegan por la plata y se van en puntas de pie.
Un día Violeta llegó a casa y le habían dado vuelta los roperos. Se llevaron sólo la ropa de los niños. Este invierno, por primera vez, le robaron dinero. Pero en un campo vecino le dejaron la cartera con la cámara de fotos, tarjetas de crédito, documentos y el teléfono. Otra vez los vio cuando bajó a tomar agua. Ellos salieron corriendo y dejaron atrás su obra: ya habían sacado prolijamente el vidrio de una ventana.
—Hasta ahí les agradecía. Pero el otro día entré a las puteadas. No quiero más, te quedás quemada.
Le entraron al taller y dejaron la puerta abierta. No se llevaron nada.
Los vecinos se organizaron y a veces tiran tiros al aire para avisar que están alertas. También disparan si los perros ladran “de determinada manera”. Todos tienen el teléfono de todos. Según con quien se hable, una noche llegó a haber 27 robos o hasta 35. La Policía hace memoria: unos opinan que es imposible, otros dicen “puede ser” y hay quienes hablan de que las estadísticas están mejorando.
La comisaría tiene dos turnos con entre tres y cuatro servidores. Se comunican con tres handies, pero dos de ellos no siempre sintonizan el cambio y fuera. El pueblo tiene cuatro salidas, pero una sola camioneta, que casi siempre hay que empujar para que arranque. A veces son los indagados los que tienen que bajarse y hacer fuerza.
En verano la comisaría viste una larga cola para denunciar robos. La Policía se ataja: a veces las denuncias son de un inquilino que estacionó el auto en el garaje de otro. Pero en invierno también se han desvalijado sin inconvenientes complejos de cabañas.
Cuando se incendió la feria de artesanías y chucherías a finales de setiembre de este año, los que vendían gargantillas y bombillas no encontraron rastros de ellas. Los bomberos dicen que hubo un cortocircuito. En cambio, los que se levantaron primero oliendo combustible especulan con otras causas.
Sentado en el living de su casa, un pescador recuerda ahora cuando los que venían dejaban la mochila colgada de una acacia todo el tiempo que se quedaban. Hoy se ha perdido todo valor, lamenta. El padre de una familia de artesanos, que con el incendio perdió la posibilidad de pagar cuentas y enviarle dinero a su hija que estudia en Montevideo, también se queja.
—Pasan demasiadas cosas, robos, esto de la feria, y nunca se aclara nada. Después del incendio nos dan ganas de irnos.
En los 90 robaban garrafas de gas, groseramente. Ahora, con disimulo, se llevan dinero. Se refinaron, como el pueblo. Dicen que había una pandilla, muy bien vestida, que alquiló una casa y se daba el lujo de robar todo a su alrededor.
Entre mate y mate los policías concuerdan en que los ladrones no son de Punta del Diablo. Han aprehendido a unos cuantos y por eso se llegó a procesar a gente de Montevideo, Maldonado, Ciudad de la Costa y Parque del Plata. Cuando los agarran no dan problemas: no insultan, no se ponen agresivos.
—Perdí. Pero es por todas las que gané. Alguna vez se pierde —dicen, de acuerdo a los agentes.
No largan bocado con policías ni jueces. Están organizados, saben qué decir y cuándo. En la comisaría los apodan “escoberos”. Gustan de las escaleras y se relamen con las puertas corredizas: con un certero agujerito las destraban. A veces entran a las casas solitarias y se quedan, comen, se cambian la ropa mojada, se toman lo que haya. Pero los policías dicen que la enorme mayoría de los robos ocurre porque nadie toma precauciones básicas, como cerrar ventanas y puertas.
En invierno se pasea quien vive todo el año con mucho y quien la lleva con poco, quien ostenta y quien pudiera, hay militares retirados, también señores y señoras con plata en el banco. En verano hierve una pléyade de hormonas del sur brasileño, de Argentina, Estados Unidos y Europa, dispuesta a exprimir las rocas y tomar todos los rayos de sol que la noche permita. Aunque los que se quedan más de dos inviernos no son tantos, me dice alguien que vive hace cinco años por allí.
Hay muchas Punta del Diablo: la de los nativos, la de los sin cara, la de los universitarios-horneo-mi-propio-pan-y-planto-mi-propio-porro y la de los extranjeros. Cuanta menos gente vive en el pueblo, más se acercan los polos. Punta del Diablo es pequeño, los recursos no abundan, los que vienen empujan y todos se topan buscando su lugar.
—Hay mucha gente haciendo sus proyectos de fantasía. Todos vienen a tratar de hacer dinero. Pero no hay mucha plata para hacer.
Así opina Jütta Wolf. Más cerca de los 50 que de los 40, viste joven y además lo parece: usa jeans y zapatillas all star y tiene una cara redondeada típica del norte europeo. Tuvo su ascenso y un buen puesto allá, donde vivió 20 años. Sus amigos hablaban de cambiar de pisada, de salirse, de abandonar la city, de vivir la naturaleza, pero se quedaron respetando los semáforos y consiguieron niños. Ella está satisfecha. Hizo su propia casa en el Diablo. Disfruta de Playa Grande. Tuvo un amor con un nativo descendiente de un cacique pescador en abril de 2009 y se fue, pero volvió por él en junio. Él era inestable, complicado y la cosa terminó. Pero ella se quedó.
Se sintió ayudada y querida por el pueblo, le dieron calor de bienvenida y buenos augurios. Todos le tiraban buenos viajes y ella los respondía con amable sinceridad. Le resultaba extraño que muchos pensaran que estaba escapada de algo. Aunque ahora concluye que los extranjeros llegan a integrarse, aprendió a guardar sus cartas contra el pecho. Sabe qué decir, qué no y oculta sus sentimientos que algunos hirieron el primer año, cuando se dejaba llevar por la corriente. Terminó entendiendo que era necesaria la cofradía en alguna de las tribus. Se siente a gusto con los artesanos universitarios, bohemios, interesados por asuntos diversos, más allá de si llueve o hay niebla.
—Nunca quise ser como ellos pero cada vez me convierto más en uno de ellos.
Con el tiempo descubrió los trucos para la sobrevivencia de quienes negocian con la realidad. Su casa se demoró un año y medio más de lo previsto. Y el constructor, buen conocido de ella, le pedía 30% más de lo que había dicho.
“Los de aquí no planifican. Se pasan yendo a la ferretería porque siempre se olvidan de algo. Si hay olas le rezan a Iemanjá para que la marea no arrastre el andamio. Si hubo milonga la noche anterior ni los esperes. A las cinco de la tarde se despiden con el bolsillo lleno y si lo tienen vacío piden anticipos”. Aprendió la lección: no pagar por adelantado y comprar ella misma los materiales.
La mano de obra local no gusta de la foránea. Una argentina cree que si trajera gente de su país le saldría mucho más barato construir y la cosa sería más rápida y seria. Pero no lo hizo.
—No sé si es que toman ventajas o que yo tengo expectativas mayores. Sólo tienen 20 pesos en el bolsillo y tratan de tener más.
Hablar del otro es infotainment de horario central. El verano pasado una madre de tres, esposa de un guardavidas, el amor de toda su vida, bajaba a la playa con un padre de dos recién separado. El almacén, que es como decir el noticiero de las siete, los dio por juntos y ya nadie pudo parar la ola. Pueblo chico, infierno grande.
—Se pierde la cortesía de la distancia normal entre una persona y otra. Hay mucha confianza y la gente piensa que puede decir cualquier cosa, y lo dicen —refunfuña una montevideana aburrida de escuchar consejos para educar a sus niños en boca de la comunidad locataria.
Los que vienen de otros países sienten miradas despectivas, cuchicheos o soberbia cuando no se interesan por las habladurías sobre alguien o cuando quieren hacer las cosas a su manera.
—No es racismo, pero a veces siento discriminación acá. Es la discriminación del que se cree superior. Es una discriminación diferente pero duele, duele —dice una europea, y una latinoamericana asiente con la cabeza mientras la escucha.
Hay otros valores en el pueblo. Claro, la mayoría de la gente tiene buenas intenciones. Las mujeres “son más confiables”, dice alguien que vino en avión y trabaja con algunas de ellas en verano. Fuera de esa estación, las mujeres locatarias se dedican al artesanato o a las tareas del hogar, salvo excepciones. Una es el supermercado del Vasco, que abre todo el año. En verano los hombres trabajan pero suelen dilapidar el dinero entre cervezas. En invierno los fondos se acaban.
—He visto mujeres cuidar, guardar, ahorrar para tener todo el año y crecer. Los hombres no. El working class man siempre está en la misma posición. En mi país pasa lo mismo —dice una mujer que llegó de Inglaterra.
Todos aclaran que tienen buenos amigos y que no todos se portan mal. O que a veces no es que sean malas personas, porque cuando el pueblo lo necesita, todos trabajan hombro con hombro. Como cuando se incendiaron los 42 puestos de la feria y los vecinos en dos semanas construyeron otra, provisoria, enfrente.
En verano las serpientes salen de los montes. Pero en invierno se esconden.
Andrés cubría a sus hijos con su brazos, sus manos y su regazo. A Camila le presentó la luna, las estrellas, el océano y sus barcos descansando en la orilla arenosa. Era marzo de 2009 y Camila probaba sus primeros pasos. Andrés le mostró un pingüino que miraba amistosamente a una distancia prudencial. Había respeto mutuo: la niña veía un pingüino por primera vez, que se balanceaba como ella y posaba para la foto que Andrés —todavía— tiene en su perfil de Facebook.
La luz de esa imagen habla de otra época, una de celuloide, en la que no hay tiempo y el sol da siempre de frente. Era mediodía o quizá de mañana, los dos estaban abrigados y de espaldas a una chalana naranja. Andrés miraba al pingüino, que confió en él, con sus rulos largos y la frente ancha tapada por un gorro. La pequeña, de pompón, se sujetaba en las manos de su papá. Sonríe como él, un ojo confiado y otro mirando un poco más allá, un cuarto de dientes asomando una sonrisa que se puede tanto abrir como cerrar. Son igualitos.
Los niños en primer plano, él atrás: así se mostraba Andrés como padre. Lo que quedaba de él vivía para ellos. Decía que nunca pedía para sí, que pedía para los demás. Lo recuerdan buen tipo, solidario, introvertido, sin agravios o palabras fuertes para nadie. Estaba “en la suya”. Del trabajo a cuidar a los niños y los días libres a pasear con ellos. Tenía pocos amigos en Uruguay, apenas un primo-hermano en Montevideo y algún otro pariente un poco más lejos.
A los ocho años dejó Montevideo y armó valijas para aterrizar en Estados Unidos con su hermano, madre y padre. A veces volvían para los veranos y se quedaban en la casa de unos tíos en el Diablo. A Andrés le encantaba la bohemia de la playa, sus estrellas, sus lunas llenas y sus noches, que se ajustaban a sus poemas llenos de voz y ritmo.
Estudió hasta los 18 años, cuando su padre, que sostenía la economía del hogar, enfermó de los riñones. No conseguía un trasplante y estuvo un año sin poder trabajar. Los hermanos se pusieron al hombro la subsistencia familiar y el pago de los servicios médicos para su padre. Andrés no se matriculó en la universidad. Trabajó, le fue bien. Se hizo ciudadano estadounidense. Cuando su padre volvió al trabajo pudo ahorrar. Los hermanos juntaron unos dólares, compraron el terreno en Punta del Diablo y después construyeron su chalet de dos pisos y quincho a dos aguas.
Por eso volvió a Uruguay en el verano de 2005. Entonces conoció a una chica que quiso mucho. Hoy lo recuerdan tomando cerveza con ella en el pueblo, en un restaurante comiendo empanadas o preguntando a Robert, el pescador, por corvinas para tirar a las brasas. Al poco tiempo se fueron de mochileros por Europa y ella llegó embarazada del viaje. Andrés, que hablaba inglés fluido, se decidió por Montevideo y se metió a trabajar en un call center.
Nació Matías y Andrés le pintó un mural en la azotea de su apartamento, entre La Aguada y el Centro. La pintura imitaba el estilo de Torres García. Buen dibujante, Andrés tenía un trazo seguro. Al centro pintó un sol, a la izquierda un pez sobre una luna, un hombre, un corazón de dos colores seccionado en tres partes que posa sobre un reloj y también hubo espacio para un pato, una tortuga y una jirafa.
La alegría del primer hijo se fue diluyendo entre peleas de pareja. Él jamás respondía con violencia; más bien con resignación y docilidad. Empezó a hacer de la cocaína su obsesión, su descuelgue, su forma de soportar la soledad.
En el laburo no le iba mejor. Atendía llamadas sin parar hasta que tuvo un accidente por su compulsión y se desmayó ahí mismo. La insuficiencia renal sobrevino porque no se cuidaba, no tomaba agua, comía mal y consumía ese alcaloide que no perdona. Convulsionó, tenía 40 y pico de fiebre, alucinaba y lo llevaron al sanatorio. No hubo vuelta. Lo mandaron a seguro de paro en mayo y recorrió dos clínicas para sacarse el bicho de adentro. No lo consiguió. Tampoco tuvo contención. Se sentía culpable. Y se tragaba toda la bronca: con los pocos que todavía tenía relación apenas hablaba.
Ella lo echó de la casa con violencia. Andrés se veía amenazado y los que lo conocían de cerca dicen que seguía en el hogar por puro altruismo paterno. Sabía que la estaba embarrando con la droga y empezaba a adivinar que la presión en su casa había pasado de la raya. Un pariente dice que Andrés, a pesar de todo, era un buen padre, siempre atento a los dos niños. Dio todo lo que podía, y como escribió en uno de sus poemas, lo demás lo debía.
Se decidió a empezar de nuevo de alguna manera que no tenía clara. Hacía tiempo que hablaba de construir otra casa en Punta del Diablo para alquilar. Tenía esa opción o meterse otra vez en un call center. Prefirió la empresa propia.
Con su osamenta de metro ochenta se fue el miércoles 10 de julio a Punta del Diablo. No llevaba más que lo puesto. Tampoco tenía la llave de su rancho. No debe de haber pensado, no debe de haber sabido qué pensar. Estaba recién echado de su propia casa y se tomó el primer ómnibus. Andaba mal, pasado de revoluciones y llevaba la mirada perdida. Llegó a la noche, tosiendo, en medio de una niebla espesa que arañaba los focos naranjas. Estaba todo frío y el mar rugía, como siempre. Se sentó en el único restaurante abierto y pidió cerveza y muzzarella. Salió a fumar varias veces. Era el único cliente. Pagó ostentando su billetera, que rellenó con el vuelto de 1.000 pesos. Disimuló o mintió: dijo que estaba arreglando su casa, que no estaba habitable, que no tenía a dónde ir. Le sugirieron un hostal no muy lejos, a diez minutos caminando. La del local se quería ir y Andrés no quería caminar. Probablemente estaba paranoiqueado: a la poca gente que veía le decía que lo seguían. Pero efectivamente alguien lo seguía o estaba empezando a seguirlo o le gustó por algo para seguirlo. Convinieron en llamar a un remisse que lo llevara al hostal en cuestión, pero nunca apareció. Así que lo llevaron en moto para poder cerrar y volver a casa.
Pero Andrés no se quedó en el hostal esa noche. El check in lo hizo el jueves al mediodía ¿Dónde estuvo Andrés esa noche? Nadie lo sabe. El jueves sacó un fangote de guita del bolsillo y pagó por adelantado en la recepción junto a una cerveza que bebió sentado, mirando el mar. A los del hostal les resultaba extraño que fuera para ahí, porque él tenía una casa a pocas cuadras, aunque dijo haber olvidado las llaves en Montevideo. Lo recuerdan ya extraño, “nerviosito”, contando el motivo de este retorno al Diablo: hacer una cabaña en el terreno de su familia para vivir todo el año. No caminaba erguido, tenía los hombros arqueados hacia adentro. Una pareja que lo vio esos días todavía se asombra de que se rascara la nuca con la mirada perdida.
—Qué cagada, qué cagada —repetía frotándose la cabeza, mirando para abajo.
—¿Qué cagada qué, Andrés?
—Nada, nada.
La Policía lo había visto pasar, como tantos. Al hostal sólo iba de noche, a dormir. La noche del viernes comió chorizos que asaron con un lugareño siempre dispuesto a recibir un convite. Andrés además le llevó fideos, arroz y una grappamiel, que bebieron, y después se fue a la oscuridad del invierno.
Jueves y viernes por la mañana desayunó en el hostal. Esos días compró cervezas, alfajores, snacks y tres paquetes de Marlboro.
Aquel tiempo, breve y definitivo, lo dedicó a la nueva construcción. Fue a buscar a dos conocidos del verano pasado que sabía que estaban construyendo casas y lo hacían muy rápidamente. Quería la suya en 20 días, así no levantaba eventuales sospechas administrativas y podía evadir los trámites y los pagos de una nueva construcción. Le dijeron que era posible. Ya habían armado algunos ranchos y uno de ellos hacía de jornalero entre andamios, tablones, palafitos, martillos y clavos. Andrés les iba a salvar lo que faltaba del año a dos familias que en verano se la rebuscaban y en invierno sobrevivían. Al más ducho del dueto le explicó con lápiz y papel lo que quería hacer, pero no tenía una idea muy clara: no sabía si quería uno o dos pisos y pensó en construir sobre palafitos. El dibujo que le presentaron en una hoja de cuaderno le pareció bien. Andrés pensaba en volver a alquilar su cabaña, como hacía habitualmente los veranos, y además quedarse o alquilar la que fuera a construir. Necesitaba un lugar, quería un aire. Pensó en irse de Uruguay, porque le habían ofrecido un trabajo en Estados Unidos, en el que le pagaban 12 dólares la hora, pero no se quería alejar de los niños.
Compró algunas de las maderas que precisaba y volvió al pueblo en el viejo camión verde del aserradero, conversando sobre trivialidades. También compró cemento. Y salieron a buscar algunas herramientas que hacían falta.
El viernes sobre las nueve de la mañana salió para el Chuy a comprar las aberturas, que le parecieron caras. Pidió choripán y refresco, compró algunos víveres brasileños, sacó 500 dólares del cajero y volvió al pueblo sobre el mediodía del sábado. A la noche estuvo en una casa y poco más se supo de Andrés. La bruma se lo tragó. El invierno. La serpiente. La paranoia. La noche sin luna.
El domingo 14 de julio era el Día del Padre. Y Andrés no llamó al suyo. Los días pasaron y no respondía el teléfono. Se hizo la denuncia por su desaparición. Y nada. O casi nada. El día 22 dos niños encontraron un cráneo y unos días después el antropólogo Horacio Solla pudo confirmar que era el de Andrés. La televisión ya había hecho lo suyo: ahí estaban los canales mostrando los restos y también la madre de los niños pisando el área que la Policía había demarcado con cinta amarilla. La jueza le dijo que no la procesaba por facilitar ese material a la prensa y haber obstruido la investigación porque entendía que lo había hecho desde la ignorancia.
Nadie entiende cómo puede pasar algo así en Punta del Diablo. Cómo un asesinato con tal saña pudo ocurrir en un pueblo tan pequeño, cómo nadie escuchó nada, cómo nadie sabe nada. En un lugar donde los crímenes nunca son violentos, esta muerte fue algo excepcional. O no tanto: muchos recuerdan el caso de Flora Francisca Neira Di Roco, que los vecinos tenían por Blanquita. Había construido uno de los primeros grandes complejos en el camino, cerca de La Viuda. Desapareció en 2009 después de retirar dinero en el Chuy.
Ahora algunas madres acompañan a sus hijos a tomar o esperar al ómnibus. La cerrazón de Punta del Diablo, la falta de luz y la amenaza del despojo y la violación de la privacidad acechan a algunos que fueron a buscar paz y se encuentran en guerra contra algo innominado e invisible. En esos bosques que en noviembre dan miedo, crepitan frondas y ranas, hablan sólo los búhos y duermen las aves de paso. En un lugar tan chico la desconfianza se desborda. Todos sospechan de todos. Nadie sabe qué creer: ni la familia, ni la Policía, ni los vecinos, que tienen la sensación de que aquello es tierra de nadie. Porque nunca aparecen los culpables de lo de la feria, de los incendios a ranchos —que este año fueron unos cuantos—, de los robos y de lo de Andrés.
Casi todos conocieron la noticia en el almacén, donde se reprodujeron las especulaciones de algunos medios. Un usuario de drogas, que aparece de la manera que apareció Andrés, es un traficante en apuros: un chivo expiatorio. Casi toda la explicación, incluso de algunos actores judiciales, se reduce al ajuste de cuentas, que es como decir “caso cerrado”. Tres fiscales y tres jueces pasaron por el expediente de Andrés y declaró casi una veintena de personas. Pero todavía no declararon todos los que podrían haberlo hecho. No todos dicen lo que saben tan rápido y eso los jueces responsables lo saben.
La muerte, el asesinato de alguien que no tenía pensado morir en estas circunstancias, devastó a una familia y mata algo adentro de cada uno que se arrima a procurar conocer quién era Andrés y qué pasó.
Otra vez el cazón mira la costa y mira el océano. Otra vez al camino lo tapa la arena. Otra vez el humano depreda a su hermano para quitarle todo lo que tiene.
Las pistas de qué pudo haber pasado se hacen un cóctel de dolor para la familia. Alguien muy cercano que se puso al hombro lo de Andrés desconfía de todo y no quiere desconfiar de nadie.
En el pueblo dicen haber visto aquello sólo en películas. Nadie se lo explica. La familia se sintió un número en un expediente y espera que algo se mueva en el juzgado del Chuy.
—Ahora desconfiás de todo el mundo. La vida es así ahora. ¿Ese quién es? ¿Y ese otro? Especulás —dice un artesano que estuvo con Andrés el sábado.
—Pasan demasiadas cosas raras y no se aclara nada. Es como tierra de nadie; venga para acá que está todo bien. Incendios, robos, lo de este muchacho, la gente que ocupa casas que iban a demoler, los juicios por la vista. Y a la comunidad no le llega información, no sabemos si están investigando o no —comenta una artesana que frecuenta el pueblo hace 40 años.
Un familiar se excusa: lo hecho, hecho está. Pero lo que no está hecho está por hacerse y en eso está Punta del Diablo, creciendo. Humana, depredadora y maternal, sol y sombra, como todo territorio conquistado por la civilización, no escapa de las mezquindades del mundo. De culpables está lleno, porque algunos señalan al capital —al que otro le dice “progreso” o “boom”— y siempre hay un dedo que señala y unas cabezas que miran para el costado. La desgracia tiene cara. Pero la bonanza tiene trompa de cristal y el cristal se cuida: es útil y frágil. Puede estallar para lastimar y hasta para matar, como pasó con Andrés, Blanquita y El Sarco. No hay bálsamo posible, pero cuidar el cristal podría ser una buena forma de dormir más tranquilos.
Fuentes:
Crónica de Punta del Diablo – Memoria e Identidad, de Humberto Ochoa Sayanes.
Punta del Diablo, de Jorge Pasculli.
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