Cecilia González.-
Las jefas
Las mujeres vinculadas al crimen organizado han cumplido los roles tradicionales impuestos por un mundo machista y misógino. Han sido madres protectoras y defensoras, hermanas leales, esposas abnegadas, amantes dispuestas, vírgenes ofrecidas como trofeo. Pero también han roto estereotipos y modificado relaciones de poder hasta involucrarse directamente en un negocio peligroso que, según la mirada prejuiciosa, sólo podían o debían manejar los hombres. Inteligentes, sagaces, valientes, sanguinarias, ambiciosas y controladoras, algunas han llegado a ser, directamente, las jefas.
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Se llamaba Griselda Blanco y le decían “La Madrina”.
Para que no quedaran dudas del sentido de su apodo, ella misma bautizó a uno de sus hijos como Michael Corleone. Fue un homenaje al mundo criminal en el que se abrió paso desde muy joven en su Cartagena natal. Blanco había nacido el 15 de febrero de 1943, en plena era de la violencia colombiana. Desde su entorno plagado de miseria vivió la muerte, los asesinatos, como algo cotidiano, y sufrió en carne propia maltratos familiares que la llevaron a ejercer la prostitución y a robar cuando todavía era una niña.
José Darío Trujillo apareció en su vida cuando ella tenía 14 años. Se casaron y, a su lado, Blanco conoció el crimen en otra escala, lejos de las raterías que había cometido hasta entonces en las calles. Trujillo ya traficaba cocaína a Estados Unidos, aunque todavía no en grandes cargamentos. La pareja tuvo tres hijos, pero el hombre murió en 1973 baleado a quemarropa. Blanco se casó luego con Luis Alberto Bravo, otro traficante con el que abrió el mercado de la cocaína en Nueva York. Allí se reveló como eficaz empresaria. Se convirtió en “la Madrina”. Narcos legendarios como Pablo Escobar o Carlos Lehder viajaron para visitarla, para aprender de ella. La admiraban. Su liderazgo provocó los celos de Bravo, lo que desató violentas peleas conyugales. En 1975, refugiados ambos en Bogotá, se enfrentaron a tiros. Ella quedó herida con una bala en el estómago. Él fue enterrado. Su tercer marido, Darío Sepúlveda, corrió con la misma suerte. La custodia de su cuarto y último hijo, Michael Corleone, desató una feroz pelea.
Blanco quería llevárselo a Estados Unidos, pero Sepúlveda quería mantenerlo consigo en Colombia. La mujer resolvió el conflicto de la única manera que sabía: lo mató.
A mediados de los años setenta, Blanco era millonaria. Había abierto las puertas de Estados Unidos para el tráfico a gran escala de cocaína y demostrado que nada la amedrentaba. Cuando la policía la cercó en Nueva York, se mudó a Miami, en donde construyó un imperio basado en la violencia que estalló cuando el mercado comenzó a ser disputado por otros narcotraficantes. Blanco fue denunciada por mandar a asesinar a más de doscientas personas, ya fueran enemigos, rivales o simples clientes que habían tardado en pagar una deuda. No perdonaba nada. Fue detenida en 1985 pero, con la ayuda de sus hijos y un amante estadounidense, siguió manejando su imperio desde la cárcel.
Cuando la condena a pena de muerte parecía inminente, Blanco se jugó una última y audaz carta: planeó el secuestro de John F. Kennedy Junior. Negociaría la libertad del hijo del presidente más venerado en Estados Unidos, a cambio de que la dejaran escapar a Colombia. Su amante y cómplice se asustó, denunció el plan y, ahora sí, parecía que las únicas opciones de la Madrina eran la silla eléctrica o una inyección letal. Tuvo suerte. Irregularidades en la investigación lograron que solo fuera condenada a veinte años de prisión. En 2004 volvió, deportada, a Colombia, en donde no había ninguna causa judicial en su contra. Disfrutó su fortuna y libertad con discreción hasta que el destino la alcanzó.
La mañana del 3 de septiembre de 2012, dos sicarios en moto la ejecutaron cuando salía de una carnicería en el barrio Belén, en Medellín. Murió a los 69 años, sin haber terminado de digerir la arepa con queso que había desayunado.
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Si Colombia tuvo su Reina de la Cocaína, México puede presumir de haber contado con su propia emperatriz de las drogas.
Así bautizó la prensa, siempre ávida de apodos espectaculares, a María Dolores Estévez Zuleta, más conocida como “Lola la Chata”, una mujer que se convirtió en líder del narcotráfico en la ciudad de México en los años treinta. Su historia colmó durante décadas las primeras planas de los diarios ante la sorpresa que generaba su papel como jefa narco en una época en que las mujeres ni siquiera podían votar.
Estévez Zuleta nació en 1906 en La Merced, un popular barrio del centro histórico; su vida giraba alrededor del gigantesco mercado en donde su madre tenía un puestito de comida. La verdad era que, clandestinamente, también vendía marihuana y morfina. Lola, como la llamaron desde niña, se familiarizó muy pronto con las drogas e incluso comenzó a repartir ella misma las dosis a los adictos de una colonia que también estaba colmada de prostitutas y ladrones. La ilegalidad fue su hábitat. Siendo todavía adolescente, se casó con un hombre que la llevó a vivir a Ciudad Juárez, urbe fronteriza e inmejorable escuela para aprender las reglas del narcotráfico.
En los años veinte, la joven volvió al Distrito Federal, sin pareja pero con dos hijas, para replicar la historia materna. Puso un puesto de comida en La Merced, desde el que repartía drogas, cada vez con mayor éxito, hasta que llegó a controlar la distribución en la capital. Con la ayuda de su segundo esposo, el policía Enrique Jaramillo, amplió su poder a otras ciudades del país y atravesó las fronteras de Estados Unidos y Canadá con cargamentos de heroína, cocaína y marihuana. Los millones acumulados dejaron atrás su empobrecida infancia.
Tanta celebridad no podía pasar desapercibida.
A fines de los años treinta, los gobiernos de México y Estados Unidos la identificaron, de manera inédita para la época, como una narcotraficante tan peligrosa como cualquier hombre. La persecución tuvo sus frutos, a medias. La Chata fue detenida en varias ocasiones, pero su dinero la ayudaba a sobornar a las guardias de las cárceles de mujeres para que pudiera recibir visitas cuando quería, a policías que la ayudaban a escapar o a jueces que la liberaban. Pasar algún tiempo en prisión no le impedía seguir manejado su negocio.
La Chata fue detenida por última vez el 3 de abril de 1957. Una y otra vez negó cualquier vínculo con el narcotráfico y se declaró sin posibilidades económicas de pagar a un abogado, pero las drogas, millones y armas encontrados en su mansión la condenaron a pasar sus últimos días en la Cárcel de Mujeres, en donde dos años después murió por problemas en el corazón.
El día de su captura, el diario La Prensa anunció, con candor y optimismo: “Fin al tráfico de drogas en México”.
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Sandra Ávila Beltrán se volvió tan famosa que hasta le compusieron corridos. En las canciones la llamaron “Reina de reinas” y “la Mafiosa”, pero pasará a la historia del crimen organizado con el apodo de “la Reina del Pacífico”.
Nacida el 11 de octubre de 1960 en Mexicali, Baja California, Ávila Beltrán fue detenida en 2007, cuando salía de un lujoso restaurante de la Ciudad de México. Tenía 45 años y estaba acusada de ser una pieza fundamental en el manejo financiero del cártel de Sinaloa. La policía mexicana la identificó como colaboradoracercana de Joaquín “el Chapo” Guzmán, quien entonces todavía era el capo más buscado del mundo. Ella negó las acusaciones y, entre sonrisas, aseguró que se dedicaba al hogar y a la venta de ropa y de casas. Ese mismo día, en la misma ciudad, también fue capturado su novio colombiano, Juan Diego Espinosa.
En medio del furor mediático que desató la historia de una mujer joven, bella, educada y relacionada con el sórdido mundo del narcotráfico, el gobierno mexicano la acusó de ser un vínculo crucial entre cárteles mexicanos y colombianos, pero jamás pudo probar las acusaciones de narcotráfico, delincuencia organizada y lavado de dinero que trató de imputarle. Después de años de pleitos judiciales y en contradicción con lo que habían fallado tribunales mexicanos, el gobierno autorizó en agosto de 2012 la extradición de Ávila Beltrán a Estados Unidos, en donde permaneció solo un año, ya que un juez de Miami dio por cumplida su condena por un único y menor delito: ayudar con dinero a un narcotraficante. La realidad derrumbó la leyenda de una reina que, quizás, no llegaba ni a princesa.
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