Por Luis González González- Cosecha Roja.
Se ‘ta quemando la celda. Nos ‘tamos quemando viejo. Eran los gritos de siete jóvenes que purgaban condenas por asalto o posesión de arma de fuego en el Centro de Cumplimiento de Tocumen. Suplicaban que les abrieran la celda para no quemarse. Los policías y custodios apostados en el patio reían mirando la ventana por donde salía humo y candela alborotada.
Las escenas grabadas el 9 de enero de 2011 y transmitidas por la TV local en alertas de último minuto, impactaron a todo Panamá. Cuando los dejaron salir, las imágenes los mostraron con el pellejo derretido. También se vio el garrotazo que un custodio le dio a uno. Incluso, antes del fuego, se ve a un policía colar por la ventana una bomba lacrimógena y luego se oye un hombre responder a las súplicas: ¡Muérete!
Ese día los menores de otras celdas se habían amotinado porque no tenían agua ni comida. Los chicos quemados de 16 y 17 años fueron llevados al hospital. Cinco murieron. Dos sobrevivieron. Unas 30 personas, entre policías, custodios, funcionarios y la directora del centro fueron acusadas inicialmente por homicidio, vejámenes y violaciones a los derechos.
Los abogados de los policías detenidos alegan que no fue la bomba la causa del fuego. Pusieron recursos contra las pruebas de los peritos de la Fiscalía y recusaciones que mantuvieron hasta el jueves pasado el expediente en la Corte. Tras casi un año se espera que se llame a juicio.
Durante meses he seguido el caso: videos, informes, noticias en los diarios. Trabajo en esta historia desde marzo, cuando realicé en El Salvador el seminario de cobertura de temas de justicia Juvenil restaurativa en Centroamérica organizado por el Sistema de Integración Centro Americana (SICA), UNFPA y la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata.
Conocí personas como Eric Batista, un ex sicario que ahora salva pandilleros en Panamá y otros países y quien es el padre de Alexis, el primero que murió quemado. Teresa Rentería, madre de José Frías, el tercero en perder la vida. Marquesa Bersal, madre de Omar Ibarra, el cuarto. Y hasta el propio David Ríos, uno de los sobrevivientes, y su hermana, a quien entrevisté antes de que David volviera a tener problemas con la ley.
Me adentré al Panamá recóndito, de más de tres millones de habitantes, que crece silencioso de la mano con la pobreza y la delincuencia. Un país donde cada hogar –en el que por lo general falta el padre– establece o no sus reglas para criar a los hijos. Donde las madres les suelen advertir a los chicos que si se portan mal los llevará a Chapala, una correccional que en realidad enseña oficios técnicos.
Me perdí en Villa María, en el distrito de San Miguelito, donde el horizonte es un sin fin de techos. En el retorno tras dar con la casa de Teresa y charlar con ella, el fotógrafo Manuel Buenaventura, doña Marquesa y yo, nos desorientamos. Estando más o menos en el lado norte de la capital, habíamos tomado hacia el extremo este y de no maliciar habríamos llegado al Aeropuerto de Tocumen. Paré el auto. Una doña que iba a nuestra ruta se ofreció a guiarnos. En el camino angosto con huecos, fango, lluvia, choqué el auto. ¡Tran! El golpe atrás nos remeció. Era un bus que salía de una intersección a nuestra derecha.
El sábado 17 de diciembre, a un día de publicar la primera de las cuatro entregas de la tragedia, aún me faltaban piezas. La tercera no tenía final, la última era sólo un esqueleto. Había acordado con el abogado de los policías acusados hablar en su oficina. Me presentaría pruebas. Llegué temprano, toqué timbre sin respuesta. Tras media hora lo contacté a su celular.
– Espéreme, ya llegó.
Una hora más me crecía la barba, su celular apagado. Llamé de nuevo. No vendrá a atenderlo, dijo la secretaria y cortó.
En la capital panameña todos los meses hay tranques. Construcción del metro, calles cerradas, choques, taxis que no van, buses llenos, compras navideñas. Ese sábado, cuando aún me faltaba mucho por escribir, llegué exhausto al apartamento, tiré el suéter, quedé en la cama. Cerré los ojos. Me despertó el celular.
Era la madre de mis hijos. Luis de 11 años se había caído y golpeado la cabeza en la piscina de la casa de un compañerito, muy lejos de la ciudad. Me pareció una ironía. No supe qué hacer. Fui a su apartamento, a cuadras del mío. Lógico, no estaban, caminé a la iglesia. Me ví en las historias de las madres de los quemados. Pero todo salió bien. Me volvió el alma.
El domingo fui con Batista, el ex sicario, a las entrañas de Curundú, uno de los guetos capitalinos, y el lunes terminé de escribir la tragedia.
Foto: Archivo La Estrella
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Las crónicas de la tragedia que escribió Luis González González para La Estrella
“Me salvé porque me metí en la tumba”
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