Cosecha Roja.-
La identidad de la autora se preserva por cuestiones de seguridad.
Fui una mujer golpeada. Lo sé hace poco. Yo antes pensaba que mi exnovio era solamente muy celoso y un poco violento. “Poco” porque nunca me había mandado al hospital. Minimizaba porque nunca había pensado en denunciarlo. Tampoco sabía que la violencia tiene otras formas, no sólo la de un golpe. Pero hoy lo sé: fui una mujer golpeada.
Me prohibía ver a mis amigas “porque son todas putas”. No me dejaba ir a recitales porque “hay mucha gente junta”, ni hacer planes sin él porque “vos querés ir a cagarme sin que yo me entere” o “van a pensar que sos soltera”. No salía porque “vos no la pasás bien conmigo entonces querés salir de joda”. Me alejé de mis amigos “porque no existe la amistad entre el hombre y la mujer”. Ciertas prendas sólo podía usarlas con él y, si alguien me miraba por la calle, pensaba que yo lo había provocado o que era mi amante. Si me veía con algún compañero del colegio, aparecía de golpe y hacía que me quedara con él. Una vez me mandó un mensaje desde un teléfono desconocido simulando ser otro chico.
—Hola, linda. ¿Cómo estás? Te extraño.
—¿Quién sos?— respondí.
—¿Ya te olvidaste de mí?— insistió.
Él mismo se había encargado de aislarme del mundo y ahora quería comprobar su eficacia. Aunque no respondí el segundo mensaje, la curiosidad que demostré con mi pregunta no le gustó. El silencio, tal vez, hubiera sido la mejor respuesta, pero mi pregunta significó que podía haber alguien más.
El resto fue una lucha para tratar de comprobar mi inocencia.
Él salía con sus amigos, pero yo ya no podía hacerlo: de a poco me había alejado de las mías porque eran “todas putas” y “me llevaban por el mal camino”. Mi mamá me preguntaba por qué no salía y yo le respondía que no me gustaba, que prefería leer o mirar una película. Entonces, me iba a la cama y lloraba. Me sentía vieja a los veinte. Después engordé unos kilos, y eso sirvió para ganarme más insultos. Entonces, también me sentía fea.
Ya no era yo. Si miraba un programa de televisión era porque me calentaba el conductor, si escuchaba música me decía que era una mierda o que me hacía acordar a alguien. Ya no me vestía como de costumbre, ni hablaba como lo hacía antes. Todos mis movimientos eran falsos y cuidados para que no se enojara. Evitaba lugares, personas y situaciones con tal de no hacerlo dudar.
Cuando llegué de mi pueblo a Buenos Aires para estudiar una carrera universitaria, la relación se puso peor. Conocí gente, estaba en una ciudad gigante, imposible para su monitoreo, llena de hombres y de atracciones que quedaban fuera de su control. Si hablábamos por teléfono y escuchaba algún ruido, me preguntaba con quién estaba y no me creía si le decía que estaba sola. Después, con tal de que no se enojara, no me movía mientras hablaba.
Mis compañeras de la facultad también se volvieron putas, las calles de la Capital peligrosas y la violencia psicológica, física.
Empecé a hacer terapia y a animarme a mentirle: a veces me llamaba, yo le decía que estaba estudiando, pero en realidad estaba con una amiga a quien empezaba a recuperar. Ese fue el comienzo de un largo final.
Cuando empecé a querer dejarlo y él notó mi rebeldía, vinieron los golpes. Volvía a mi ciudad con la intención de dejarlo y no podía. Me agarraba del cuello, de los brazos, de los pelos. Me arrancó collares, me arrinconó contra paredes, me escupió la cara y eso me dolió más que una patada en la boca que me desmayó. Rompió celulares, golpeó puertas, condujo autos a toda velocidad por la furia de haber perdido el control sobre mí. Una vez lo encontré en la puerta de mi edificio: había viajado y me estaba espiando. A veces intentaba acercarse a mí con un ramo de flores o un dulce, pero para entonces yo ya había comprendido que para él eso o una piña significaban lo mismo: “amor”.
Muchas veces he tenido sexo sin ganas e incluso obligada. Lloraba mientras tanto, pero no pensaba que estaba siendo violada. Sólo sentía asco. Ahora sé que por más que el hombre que tenés encima te diga que te ama, si no querés y de todos modos lo hace, es violación.
Una vez, después de descubrirme un moretón en el cuello —y sospecho que después de haber visto otros— mi papá me dijo: “Si yo me llego a enterar que X te hace eso, lo mato”. Yo se lo dije a X, pero no le importó. Al contrario, me echó la culpa por no haber ocultado bien la marca.
Pasaron cinco años desde que lo dejé definitivamente, después de diez de haberlo conocido. Cuando le conté a mi abuela que me había peleado, se lamentó.
—Era un buen chico—, me dijo.
—Sí— respondí, y preferí dejarlo así durante todo este tiempo. Si alguien pensaba que era un buen chico, no me molestaba. Me bastaba con haber podido terminarlo. Me sentía tan fuerte.
Y ahora eso no me alcanza porque me di cuenta de que aún sufro réplicas del maltrato y el terror crece entre mis grietas como maleza: nunca más estuve de novia. Alguien me amó y yo no pude. Me cuesta creer que una relación puede ser sana. Hasta hace poco no sabía por qué no puedo mirar a ningún hombre a los ojos, ni confiar o proyectar nada con ellos. Hasta hace meses había perdido el placer de sentirme plenamente mujer: linda, femenina, libre, liviana. Hasta hace unos días todo esto que cuento era un sedimento, y ahora estoy revuelta. Por eso vomito, purgo y no dejo de pensar. No sé por qué no morí, me estremece ver que podría haber sido yo una de las mujeres por las que la sociedad se levanta hoy.
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