Julia Muriel Dominzain – Cosecha Roja.-
“Escucho la puerta y ya me levanto. Huelo la comida. Cuando me viene el agua no sé si es meo. Me siento perseguido. Tengo miedo porque sé que algún día me van a volver a cagar a palos”.
Lo dijo Brian Núñez desde una celda en Ezeiza. En junio la Justicia declaró culpables a cuatro penitenciarios que lo habían torturado en 2011 hasta dejarlo en silla de ruedas. Fue la primera condena a miembros del Servicio Penitenciario Federal. Ni bien terminó el juicio, a Brian le pusieron las esposas y volvió a prisión. Allí el maltrato es silencioso: no le dan la medicación, no lo dejan salir al patio, le llevan la comida en camilla y fría. Tampoco puede cursar el secundario ni trabajar. “‘Ese es Núñez, el que tiene los penitenciarios presos’, me señalan. Por culpa de eso no puedo hacer un montón de cosas”, contó.
El relato de Brian lo relevó, en una de sus visitas semanales. la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional. Víctor Hortel, ex director del Servicio Penitenciario Federal y militante por los Derechos Humanos, acaba de sumarse a Carlos Casal y Daniela Marconi en el equipo que trabaja con casos de violencia penitenciaria. Hortel siguió el de Brian desde el principio y logró que no fuera el propio servicio penitenciario el que defendiera a los acusados.
Brian está preso desde 2009. En 2011 lo torturaron física y psicológicamente. Quedó sordo de un oído y pasó 40 días en una silla de ruedas. El 15 de junio el TOC 1 de San Martín sentenció a tres penitenciarios a penas de entre 8 y 9 años y a un cuarto a dos de prisión en suspenso. Ni bien volvió a la cárcel, Brian dijo a Cosecha Roja: “Es una victoria, un logro que va a quedar marcado en la historia: la próxima vez que unos penitenciarios le peguen a un pibe dirán ‘che, mirá que a tales los condenaron’”. Desde entonces y por pedido del juez, lo filman las 24 horas. Hicieron un agujero en la pared, instalaron una cámara y le pusieron un vidrio.
La medida de resguardo se convirtió en un arma de doble filo: como no puede salir de la mirada de la lente, no lo dejan ir al patio ni a trabajar, estudiar o charlar con otros. Los detenidos se asoman por la ventana. “Los pibes me segundean, saben que estoy solo y me vienen a hablar y piden que me saquen”, contó. Brian está desanimado y come poco porque la bandeja en la que le sirven la comida es una camilla. “Ahí podría haber estado un amigo mío, un chico con tuberculosis o un pibe con una puñalada”, dijo.
También perdió el trabajo porque no firmó la planilla entre febrero y junio: “Estaba en el juicio, no fue de vago”, contó. Desde entonces no cobra y no puede pasarle dinero a su mamá. Ella lo visita, le lleva comida y fue la primera que denunció el maltrato penitenciario. El miércoles que viene se cumplen cuatro años de las torturas.
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El 8 de julio de 2011 -una semana antes de cumplir años- los penitenciarios le prometieron a Brian un regalo. “Es hermoso, nunca te lo vas olvidar”, le dijeron. La familia consiguió permiso para festejar sus 20 en el penal Marcos Paz. Los papás, las dos hermanas y sus sobrinos estuvieron con él durante dos horas: un tercio del tiempo que les cuesta visitarlo -tres horas de ida y otras tres de vuelta-. Liliana, la mamá, se ocupó de comprar los sandwichitos, las gaseosas y una torta en un lugar en el que le dieran ticket. Sabe que si no presenta el papelito, la comida no entra al penal.
Al día siguiente, Liliana volvió a ir porque le faltaba llevar lo que su hijo necesita todas las semanas: milanesas, fideos, ensalada de papa y huevo, jabón para el cuerpo, otro para lavar la ropa, fiambre, frutas. Cuando estaba llegando vio que había mucho movimiento, gente que corría y humo.
– ¿Qué pasa acá? ¿Qué festejan? – le preguntó al hombre que manejaba la combi que entra al complejo.
– Hoy es el día del servicio penitenciario.
– Ah, felicitaciones – respondió Liliana con desgano y algo de ironía.
Ese día vio a su hijo contento porque había conseguido permiso para ver el partido Argentina-Uruguay por la Copa América. Los agentes les pidieron a los familiares que la visita terminara antes que lo previsto. Liliana se fue cerca de las cinco con una fea sensación: por el vidrio a través del que controlan las visitas había visto a dos penitenciarios tomando vino. En el viaje de vuelta le agarró taquicardia, se le secaba la boca, se puso pálida y le tuvieron que ceder el asiento. Algo andaba mal.
“Me llevaron en el aire, me pusieron contra la pared y me hicieron el famoso pata-pata. Estaban todos en pedo porque era el día del penitenciario y habían tomado. Me pegaron en la planta de los pies. Se secaban la frente, tomaban tereré y me seguían pegando. Me engancharon los pies con las manos en posición de chanchito. Se acercó uno y me puso un encendedor. ‘Esto es para vos’, me dijo mientras mantenía la llama prendida. Me dieron palazos. Yo no sentía las piernas. Solamente trataba de seguir respirando.
Después me alentaban para que me parara y me abuzone. Tenía que caminar un trayecto de casi dos cuadras. Lo llaman la carrera del toro: me pusieron la frente contra el piso y me llevaban, para que me duelan más las piernas. Me desvistieron y me mandaron a duchar. ‘¿Cómo hago?’, pensé. Me empecé a arrastrar sentado y haciendo con las manos como si fueran un remo hasta que llegué a la ducha. (…) Me tiraron como una bolsa de basura. Yo seguía sin sentir las piernas. Insulté, grité y me puse en posición fetal bajo la ventana” [Relato de Brian a Cosecha Roja]
Al día siguiente había visita y Brian no sabía qué hacer. En general, solía mentir cuando los penitenciarios lo golpeaban.
– ¿Qué te pasó?
– No, nada, es que jugamos al fútbol.
No le quería decir a su mamá que, antes de cada visita, lo molían a palos. “Cuando me enteré me arrepentí de ir a verlo. Pobre, era un suplicio para él”, dijo Liliana a Cosecha Roja. Brian estaba amenazado: si contaba, le pegaban más. Entonces se bancaba los bastones en los tobillos, las manos y la cabeza. Se bancaba que lo pusieran contra la pared y que presionaran hasta que gritara que no tenía más aire. Pero ese día fue el peor.
– Soy yo, mami- dijo Brian.
Liliana lo miraba. No lo reconocía: el joven de la silla de ruedas, la cara desfigurada, los ojos ensangrentados y la boca rota era su hijo. Le daba miedo tocarlo, no quería que le doliera. Pero no aguantó y lo abrazó. “¿Qué pasó, hijo?”, le dijo al oído. Él bajó la mirada. No podía decir nada porque un agente del servicio penitenciario controlaba la conversación.
“No me entraban las zapatillas. Tenía el pie rojo, azul, amarillo, negro. Tenía coágulos de sangre, quemaduras, ampollas. Los ojos los tenía oscuros de las patadas que me dieron. No sabía qué decirle. Entonces me quedé callado y ella me empezó a revisar” [Relato de Brian a Cosecha Roja]
Liliana hizo la denuncia y Brian logró llevar a juicio a los oficiales que lo torturaron. Contó todo lo que había pasado y las fotos de las heridas lo comprobaron.
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El fallo del 15 de junio fue histórico: por primera vez los agentes del SPF fueron condenados por torturas. Durante la audiencia Brian estuvo acompañado por la mamá, los familiares, amigos y el Movimiento Evita, Nuevo Encuentro y la Campaña Nacional contra de la Violencia Institucional. Leonardo Grosso -diputado Nacional del FPV y coordinador la Campaña- dijo: “Necesitamos seguir trabajando como se viene haciendo desde el Gobierno Nacional en políticas que permitan que los pibes que llegan a situaciones de encierro tengan una nueva oportunidad”.
Juan Pablo Martínez, Roberto Fernando Cóceres y Víctor Guillermo Meza, quienes lo torturaron, fueron condenados. A Juan José Mancel le dieron dos años de prisión en suspenso por encubrimiento. A Martín Vallejos, Javier Enrique Andrada y Juan Fernando Moriñigo los absolvieron. El tribunal inhabilitó a los penitenciarios condenados a ejercer cargos públicos.
Brian lloró al escuchar la sentencia, su novia Cecilia también. Liliana, la mamá, se puso contenta cuando vio que los penitenciarios salían del recinto esposados.
Foto: Facundo Nívolo
[Nota publicada el 10/7/215]
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