Paula Barquet – El País Uruguay.-
Entre la parroquia y la casa donde vive el cura Vittorio hay una puerta de chapa blanca que conduce a un sótano. Vittorio pasa la llave, abre y baja la escalera ni muy ágil ni muy ceremonioso. Enciende la luz blanca que proviene de un tubolux y de una bombita de bajo consumo. El desorden queda a la vista: herramientas, maderas, clavos, alambres, cables, una garrafa, bicicletas desarmadas y artesanías de yeso a medio pintar. Es una suerte de taller y depósito que huele a humedad y a portland. En el centro y sin motivo aparente, una silla y una frazada vieja. El único cuadro colgado, un paisaje de un campo de flores amarillas con un mensaje de fe, está medio tapado por una foto de la selección de Óscar Washington Tabárez. Después de unos segundos mirando todo en silencio, Vittorio suelta:
—Parece que este era el lugar de la oscuridad.
El cura Vittorio tiene 75 años y dedica su vida a Dios desde los 12. Es italiano, de Vicenza. Pertenece a la congregación Pobres Siervos cuyo fundador, San Juan Calabria, era amigo de su familia. Siempre le tocó servir en ciudades —Roma, Milán, Buenos Aires, Ciudad del Este—, hasta que en 1983 lo mandaron a Colonia Lavalleja, un conglomerado de pueblos al norte de Salto. Cuando llegó pensó que era “un cementerio” y que no aguantaría más de un año, pero al final se quedó cinco. Luego trabajó en otras ciudades. Y en 2013 regresó.
Hace 30 años la situación económica de Lavalleja era peor que ahora pero la vida espiritual era mejor, cuenta Vittorio. Entonces el sótano era una habitación prolija con varias camas en las que dormían los fieles que hacían retiros. En ese mismo lugar, un señor llamado Víctor abusó de niños y adolescentes varones hace no más de 15 o 20 días.
Era un hermano consagrado; un argentino de Corrientes, 45 años, corpulento y de rasgos indígenas, que vivía en la casa parroquial desde 2009. Administraba el dinero, regaba las plantas, organizaba el baby fútbol, pintaba imágenes religiosas de yeso y arreglaba las bicis de los chicos del pueblo. Pasaba demasiado tiempo solo con los chicos.
El 25 de junio el juez Guillermo Reyes lo procesó por “reiterados delitos de retribución a personas menores de edad para que realicen actos sexuales, tres de ellos en concurrencia fuera de la reiteración con tres delitos de violación en calidad de autor”. Está preso en la cárcel de Salto, que es de baja seguridad.
El auto de procesamiento —absoluta e inusualmente explícito— cita las declaraciones de cinco menores de 11, 13, 14, 15 y 16 años, que contaron los detalles a la Policía. Fueron interrogatorios largos, de varias horas y delante de sus padres. El de 13 relató que un día fue a pedirle al hermano Víctor un permiso para jugar al fútbol y este “lo hizo pasar para adentro y le llevó la mano a la bragueta”. Le cambió el permiso por media hora de sexo oral. La escena se repitió dos veces más pero con otros participantes: amigos que también fueron abusados. Una vez los retribuyó con “dulce de membrillo y galletitas”.
El de 14 años declaró que Víctor lo invitaba a jugar al pool y entonces abusaba de él. Una vez le ofreció “hacer de mujer” a cambio de un celular, pero él no aceptó. Otra vez la propuesta fue invertir los roles, y entonces sí aceptó.
El hombre pagaba $ 50 por sexo oral y $ 150 por el acto sexual, según las declaraciones de los adolescentes. Al de 16 años le preguntaba por Whatsapp “si pintaba algo”. Al de 15 le mostraba videos pornográficos “de hombres grandes con otros hombres grandes”. Algunos dijeron que usaban preservativos y otros declararon lo contrario. El de 11 años dijo haber participado de orgías con Víctor y otro menor. Los abusos fueron dentro de la parroquia, en su cuarto y en el sótano.
Primero, ante la Policía, Víctor negó todo, se mostró frío e indiferente. En el calabozo donde pasó la noche del martes 22 y el miércoles 23 rezó una y otra vez con un rosario que solía llevar en el cuello. Mientras, los oficiales le gritaban que “ni 300 rosarios” lo salvarían. En la sede judicial terminó admitiendo parte de lo que habían denunciado los cinco menores pero les echó la culpa a ellos y aseguró que lo extorsionaban para poder pagarse las fotocopias del liceo. Dijo que ocurría desde setiembre de 2014 y reconoció haber “caído en la debilidad”. Finalmente declaró que nunca le había contado a nadie de la comunidad de Lavalleja acerca su “tendencia sexual”.
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Desde la ciudad de Salto al núcleo urbano de Colonia Lavalleja hay unos 100 kilómetros que se recorren por la ruta 31, donde algunos tramos están lisos y otros cascoteados. El paisaje a los costados está conformado casi exclusivamente de vacas y ovejas, algún ñandú, algún caballo y algún árbol. De vacas y ovejas viven la mayoría de los 2.200 habitantes de Lavalleja.
Es mediodía, está frío pero despejado. En la entrada al almacén conversan dos hombres de campo que interrumpieron sus quehaceres y aprovechan los rayos de sol que se cuelan por la puerta. El tema excluyente es que los perros le mataron 20 corderos a uno de ellos. El almacenero, un hombre pequeño de complexión, atiende la conversación detrás del mostrador. Llegan dos niños a comprar una bolsita de sal y se llevan caramelos.
—Lo que pasó, pasó. La Policía ya hizo lo que tenía que hacer.
Dice el almacenero, padre de uno de los niños denunciantes. No quiere fotos ni demasiadas preguntas porque le preocupa que “los gurises se traumen” si salen más noticias del tema.
—Mejor callar, no seguir armando revuelo —agrega.
Su hijo “está bien” porque, sencillamente, “es gurí de campaña” y parece que eso debería ser suficiente para dar vuelta la página rápidamente. Igual, la doctora Dorcas —la única que hay— fue a su casa hace unos días para ofrecerles ayuda de un psicólogo que atiende los jueves en la policlínica. Su esposa le dijo que sí, así que ahora, que ya está todo un poco más tranquilo, lo llevarán a conversar con él.
Llega un tercer gaucho, se saca la boina y se acerca al mostrador. El almacenero cumple con el ritual sin preguntar: saca una caja de vino rosado, la abre y le sirve un vaso. Luego vuelve al tema y no baja el tono de voz porque “ya saben todos, no tiene sentido taparlo”.
En el pueblo dicen que había una mujer mayor de edad que tenía sexo con los chicos menores, les cobraba y los filmaba. La Policía investigó pero no pudo comprobar nada. Para el almacenero, eso era preferible a lo del hermano Víctor: “Por lo menos era mujer”. Sugiere que a Lavalleja le falta un prostíbulo para que los adolescentes que andan en “edades complicadas” canalicen sus energías.
Los adolescentes —que son unos cuantos— están de vacaciones y por eso caminan en barra por el pueblo ya a oscuras. Son las seis de la tarde. Todas las casas están cerradas y los fuegos de las estufas, prendidos. Ellos no tienen nada más divertido que ir y venir, conversar, jugar con sus celulares, perder el tiempo.
En una de esas casas una mujer de 57 años lamenta lo que sucedió. A ella se le ha juntado todo: hace un mes falleció el marido y ahora se viene a enterar que mientras ella pensaba que su hijo más chico estaba a salvo, sucedía eso que ella no puede ni quiere verbalizar.
—Fui a la comisaría, me llamaron a una pieza aparte. Me preguntaron si mi hijo concurría ahí y a qué iba. Les dije que siempre me pedía para ir a jugar al fútbol con otros niños y que lo dejaba ir con total confianza. Como era una iglesia… ¿Qué mejor que ir ahí? Me dijeron: ¿Me permitís tomarle declaración a tu hijo? Dije: Sí, ¿por qué no?. Y ahí mi hijo empezó a contar todo, adelante mío. No lo podía creer. Yo lo mandaba a jugar. Contó todo lo que hacía el hombre con él ahí, en un sótano al que los hacía pasar —dice, mientras estruja sus manos en los bolsillos y pierde la mirada en la pared turquesa del living. Cuatro de sus seis hijos espían la conversación.
Lo bueno parece ser que fue solo dos o tres veces y después no quiso ir más. Lo malo —lo peor— es esa sensación de engaño que siente. Repite que “no estaba enterada de nada”, que el hombre “parecía un tipo bien”, que todos lo llamaban hermano, entonces, ¿qué mejor que estuviera ahí con él?
Su hijo menor —el abusado— la escucha hablar con un gesto de asombro y timidez; ni un atisbo de rabia o tristeza. Una de sus hermanas observa la entrevista con los ojos rabiosos, como si tuviera ganas de matar.
—¿Y él cómo está?
—Él… no dice nada.
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Cuando Vittorio regresó al pueblo, hace dos años y medio, Víctor vivía allí hacía cuatro. Lo conocía de vista de algún encuentro de la congregación, pero nada más. Supo que había sido albañil y se alegró porque juntos podrían levantar las capillas que se habían caído en los 30 años de su ausencia.
Pero Víctor no fue el compañero que él hubiera querido. Un par de veces empezó las obras y abandonó. A recorrer los pueblos con él nunca quiso ir; “siempre decía que tenía mucho que hacer”, dice el sacerdote. Podía contar poco con él. Y además, debía medir sus palabras con cautela porque Víctor “era un poco violento” y “fácilmente reaccionaba mal”.
Un hermano consagrado debe hacer los mismos votos que un cura: pobreza, obediencia y castidad. La diferencia principal es que el sacerdocio implica mayor formación espiritual y teológica. Vittorio desconocía qué tan cerca estaba Víctor de Dios, pero no sospechaba porque a pesar de su carácter, casi siempre lo veía cumplir con sus rezos diarios.
—Lo único con lo que me ayudaba, es verdad, eran los cantos de la misa. Pasaba los audios en un reproductor. Servía… alguito —dice Vittorio buscando las palabras que aún le cuestan del español.
—Más allá de esa actitud rebelde, ¿había algo que a usted lo hiciera desconfiar?
—Había cosas que no me gustaban de él, pero yo nunca podía desconfiar. Él salía a pescar, pasaba mucho tiempo solo, a veces llevaba a algún chico. A veces llegaba a casa y veía que estaba con un chico mirando la computadora. Cuando llegaba yo, se quedaba un ratito y se iba. Pero yo no podía desconfiar.
Nadie en el pueblo dudaba de él: Víctor se había ganado la confianza y el cariño de todos. Según el exalcalde Aureliano Dutra, “era un hombre respetado, que siempre estaba colaborando con las instituciones”. En especial con el baby fútbol.
Cuentan los funcionarios del municipio de Lavalleja que Víctor fue el principal motor para que los niños y adolescentes del pueblo pudieran patear la pelota. Enviaba notas a la intendencia pidiendo que les cedieran un espacio para hacer una cancha, y argumentaba que así los jóvenes “no caerían en vicios”. Pedía “colaboración para que los chicos estuvieran ocupados”, recuerda Dutra.
A principios de 2014 el superior de la congregación anunció que enviaría a Víctor a otra misión porque ya llevaba varios años ahí, pero se presentó un grupo de madres del baby fútbol a pedir que el hermano se quedara. Temían que la actividad decayera sin él. El superior accedió a dejarlo por un año más.
Ese fue justo el año de los abusos.
Las mismas madres fueron las primeras en escuchar los rumores que circulaban entre sus hijos. Y las primeras en enfrentar a Víctor. Pero él negó todo y acusó a los niños de mentirosos.
No fue por esos rumores que la Policía logró incriminarlo. En realidad, la investigación comenzó cuando el propio Víctor denunció, en febrero, que le habían robado un rifle. Unos fueron señalando a otros hasta que encontraron a los posibles “culpables”. Cuando preguntaron en qué circunstancias había faltado el arma (que Víctor usaba para cazar), la verdad empezó a emerger.
El martes 23 a las ocho menos cuarto de la mañana, Vittorio y Víctor rezaban la oración de la mañana. El cura escuchó un ruido fuerte que creyó que era viento, pero luego sonó con más fuerza y se dio cuenta de que era alguien golpeando la puerta. Abrió, y ahí estaban tres policías. Querían la autorización para llevarse a Víctor, no explicaban por qué. Entraron a la casa parroquial y revisaron todo lo que había en el dormitorio del argentino. Le hacían preguntas y él respondía con extrema tranquilidad. Esa fue la primera vez que Vittorio pensó para sus adentros en la posibilidad de que su compañero fuera un abusador. Al salir, mientras metían a Víctor en la camioneta, uno de los oficiales se lo confirmó.
Al cabo César González, de la seccional 10ª de Salto, le encantaría contar los detalles del procedimiento. “Yo fui el investigador”, se enorgullece. Pero hace una llamada a la jefatura y confirma lo que ya sabía: no está autorizado porque el caso está “en presumario investigativo”. El hombre ya está preso —”represo”, sonríe González— pero 19 personas pasaron por el juzgado de Salto en los últimos días y aún es posible que surjan más novedades.
Ahora que Vittorio abre las puertas de la iglesia, de su casa y de los lugares de la oscuridad; ahora que ha juntado coraje para hablar, procura no dejar ni una pregunta sin responder. No sea cosa que alguien piense que él sabía o estaba involucrado en el horror.
—¿A usted cómo lo afectó esto?
—¿A mí? A mí esto me mató. Mire, nunca había sentido una tristeza tan profunda. Me dan ganas de llorar.
En efecto, en las dos misas que dio después de la detención, el cura lloró y no pudo terminar la homilía.
En la casa donde ahora vive solo todavía están las artesanías de Víctor y su cama a medio hacer. Un cuadro proyecta la imagen de Jesús desde una perspectiva y la de la Virgen María desde otra. Al cura le duele, dice, por los chicos, por sus familias, y por todo lo que esto afectará la vida de fe de Lavalleja. El hombre era “un representante de la vida consagrada a Dios”, y lo que menos necesita la Iglesia hoy son malos ejemplos.
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El sacerdote Vittorio accede a mostrar el sótano, uno de los lugares donde su excompañero, el hermano Víctor, abusaba de niños y adolescentes varones. Vittorio abre las puertas de la casa y de su alma, y confiesa que nunca había sentido una tristeza semejante a la que lo inundó tras la detención de Víctor. “Yo no podía desconfiar”, dice una y otra vez. Lo veía rezar y comulgar, lo que para él era una señal de que estaba “en paz con Dios”. Aunque no le gustaba que pasara tanto tiempo solo y que no lo acompañara en sus recorridas, jamás imaginó que Víctor era un abusador.
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El padre Vittorio escribió una nota para la revista diocesana “Algo Nuevo”, que se publicará en los próximos días. Allí relata los hechos y su dolor, y aclara que no tenía “la mínima sospecha de lo que estaba ocurriendo”. Opina que lo sucedido debe motivar “a todos a tener mucha atención en la fidelidad cristiana, y a los padres a estar cerca de sus hijos para conocer cómo ocupan su tiempo, cuáles compañías tienen y qué miran en los medios”. También dice que se inició el proceso canónico que excluirá al hermano Víctor de la congregación Pobres Siervos; esa es la máxima sanción que prevé la Iglesia.
Cuando salió la noticia del procesamiento del hermano Víctor, el obispo de Salto, Pablo Galimberti, declaró a radio Monte Carlo: “La Policía intervino, la Iglesia apoyó con transparencia el enjuiciamiento, ahora hay que ayudar a la gente y sobre todo a los menores involucrados”. También enfatizó que el párroco es una “excelente persona” y que sale “perjudicado” por el “desastre” que protagonizó Víctor.
El papa Francisco ha dado señales de querer retomar la política de “tolerancia cero” con los abusadores, iniciada por su predecesor. En febrero escribió una carta a los presidentes de las Conferencias Episcopales y a diversas autoridades eclesiásticas de todo el mundo, en la que llama a todos a comprometerse para “erradicar de la Iglesia el flagelo del abuso sexual de menores y abrir un camino de reconciliación y curación para quien ha sufrido abusos”.
Francisco pide a todos los religiosos que colaboren con una comisión que se creó en 2013 para “ofrecer propuestas e iniciativas orientadas a mejorar las normas y los procedimientos para la protección de todos los menores y adultos vulnerables”. La comisión la conforman expertos de todo el mundo y víctimas de abuso.
Consciente de que en el pasado la jerarquía de la Iglesia muchas veces encubrió a sacerdotes culpables de abusos sexuales, trasladándolos a otras diócesis para proteger ante todo la imagen de la institución, Francisco expresa que esto ya no puede ocurrir. “No se podrá dar prioridad a ningún otro tipo de consideración, de la naturaleza que sea, como, por ejemplo, el deseo de evitar el escándalo, porque no hay absolutamente lugar en el ministerio para los que abusan de los menores”, dice la carta.
En el caso de Colonia Lavalleja, el cura Vittorio se comunicó con su superior y con la diócesis de Salto apenas detuvieron al hermano Víctor. Una delegación fue a apoyar al párroco italiano, que visitó casa por casa ofreciendo ayuda psicológica y se disculpó con los padres del baby fútbol, que en su mayoría se mostraron comprensivos.
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