La nota “La Lucha por ser dueñas de su cuerpo” de Daniela Rea (publicada el 5/10/2014 ganó el tercer lugar en la categoría Texto del XI Premio Nacional Rostros de la Discriminación “Gilberto Rincón Gallardo”.
A continuación reproducimos el reportaje.
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Daniela Rea – Domingo / El Universal.-
Guerrero ocupa el primer lugar en muerte materna en México. También el segundo con mujeres al frente del hogar. Algunas de estas mujeres indígenas libran una batalla por el respeto al ejercicio pleno de su sexualidad. Comienza en territorio propio: su cuerpo. Domingo presenta sus testimonios, registrados por la Red de Periodistas de a Pie y la CMDPDH
Ella posa sus manos sobre ese vientre voluptuoso y lo toca apenas. Palpa esa redondez y le traza una cruz que lo divide en cuatro, mientras murmura estas palabras: “Protégelos. Dales fuerza para su camino, que lleguen bien en su parto. Niño dame permiso de revisarte que todo esté bien”.
Ella, Hermelinda Roque García, reza y posa sus manos como mariposas sobre el vientre de Sonia que espera a su segundo hijo. Sonia, acostada en una cama de la Casa de la Mujer Indígena Neli Palomo Sánchez, en San Luis Acatlán, en la costa chica de Guerrero, mira al techo y se deja tocar. Sus puños se aprietan a los lados. Este segundo embarazo inició con una amenaza de aborto y esta mañana de agosto, un dolor agudo en el abdomen la trajo aquí.
Aunque hay una clínica a pocas cuadras, Sonia prefiere estar con las suyas, se siente cómoda y cuidada.
Hermelinda Roque le toca el abdomen, hunde sus dedos, palpa al bebé y se da cuenta que lo tiene atravesado, casi en horizontal. Entonces hace un juego con sus manos como si fuera una maga y lo acuna en el vientre, mientras Inés Trinidad Rosario, su compañera, checa los signos vitales de Sonia.
Que Hermelinda esté aquí atendiendo a otras mujeres no es casualidad. Se estrenó con su propio parto: una mañana estaba en casa cuando sintió unos dolores fuertes, se agarró de las cercas del corral y su hijo nació, lo envolvió en las enaguas, después recibió su placenta y así estuvo hasta que su cuñada llegó a auxiliarla. Con el cuarto le pasó lo mismo y para el quinto, pensó “es re fácil, yo puedo ser partera”.
Que Inés Trinidad esté aquí, tampoco es casualidad. Ella estuvo a punto de morir al final de su tercer embarazo porque en la sala de urgencias, la noche que llegó con dolores, los doctores le hicieron esperar más de tres horas. Quien no se salvó fue su tercer hijo, que murió en su vientre.
Desde la entraña
La Casa de la Mujer Indígena Neli Palomo Sánchez, donde trabajan Hermelinda Roque e Inés Trinidad, nació en el 2011 como una respuesta a la sentencia de muerte en que se convierte el embarazo para las indígenas de Guerrero. La entidad ocupa el primer lugar nacional con la mayor tasa de muerte materna, con 91.4 muertes por cada 100 mil nacidos vivos, cifra que duplica la tasa nacional, de 43.2, según datos del Observatorio de Mortalidad Maternal.
En este estado, el aumento en el acceso a servicios de salud en los últimos 10 años, al pasar de una cobertura del 21 a 54 por ciento de la población, según el Coneval, y por tanto, el aumento de partos atendidos por personal capacitado de 64 a 79 por ciento, no se tradujo en una disminución de la incidencia de muerte. Aumentó de 88.5 a 91.4, siendo uno de los siete estados con incremento. El Observatorio de Mortalidad Materna contó desde el año 2002 al 2011, 716 mujeres muertas al dar a luz. Una de ellas pudo haber sido Inés Trinidad.
“A mí me pasó. Me llevaron a Urgencias, estaba embarazada de mi niño y murió. La de urgencias no me atendió, de luego los doctores se fueron a dormir, me dejaron solita y yo digo ¿por qué, si es urgencias? Si es urgencia se supone que uno va porque urge que lo atiendan, que lo vean, que se salve la vida que tiene ahí adentro.
“Llegué con dolores y me dejaron dos horas esperando, yo le dije a la enfermera ‘oiga usted no sólo quiere matar a mi hijo, a mi también me quiere matar’ entonces fue a despertar a los doctores. En ese momento yo sentía la muerte para mi y para la criatura que llevaba a dentro. Reclamaba a Dios. Para mi fue mi hijo, a ellos no les interesó la vida humana que iba a perder porque no era su sangre, me dijeron que el niño nació enfermo. Por eso me decidí yo entrar aquí, porque a mi me trataron muy mal”.
La Casa de la Mujer es una construcción de tres cuartos para revisar a las embarazadas y atender el parto de manera tradicional: respetando la posición vertical, los tiempos de trabajo que pueden prolongarse por horas, los rituales que la familia quiera hacer con la placenta como enterrarla, dejarla ir en el río o colgarla en la cresta de un árbol para bendecir la vida del niño, a diferencia del hospital “donde la echan a la basura para burros o zopilotes”.
Coordinados por Apolonia Plácido, trabajan 15 personas entre promotores comunitarios y parteros —hay dos hombres— que, además de atender el nacimiento (desde 2011 han nacido alrededor de 180 niños), dan pláticas en escuelas y comunidades sobre la salud materna y los derechos sexuales de las mujeres. Por su trabajo, reciben un apoyo económico, simbólico, de 900 pesos al mes.
La casa funciona también como un espacio de reposo y cuidado cercano a la clínica de salud para aquellas que llevan un embarazo de alto riesgo y que son devueltas a sus casas, en las entrañas de la montaña, por la falta de espacios en el hospital.
Alrededor de la mesa de la Casa, Hermelinda Roque, Inés Trinidad y Apolonia Plácido tejen bordados para completar sus ingresos, mientras en la estufa burbujea el caldo de camarón que alimentará hoy a ellas y a quienes lleguen a revisión del embarazo. Sobre la mesa, junto a los hilos de colores, hay un periódico del día que publica palabras del secretario de Salud estatal: “En la primera mitad de año murieron 26 mujeres embarazadas”, dos más que el mismo periodo de 2013.
¿Por qué una mujer embarazada tiene tanto riesgo de morir en Guerrero? Una a una responde lo que, desde su experiencia, convierte en sentencia.
Hermelinda Roque: “A veces la mujer es necia y no quiere bajar al hospital
—¿Cómo que son necias? —le pregunto.
—Ah, es que les da vergüenza que el doctor las abre mucho, a cada rato les revisan sus partes, las lastiman y no quieren porque les meten dedo, tampoco les gusta que les quitan toda la ropa y las dejan así, de piernas abiertas, y todo mundo pasa. No gusta que obliguen a bañarse al llegar a consulta porque le dice que huelen feo; que les ponen anticonceptivos sin su permiso.
Inés Trinidad, añade: “Fuimos a atender a una mujer ardiendo de calentura y hombre se puso bien bravo, que si la veía el doctor, él ya no la iba a recibir, que se quedara con él. Celoso, pues. Hombres son bien opuestos, hay mucho machismo”.
Y Apolonia Plácido completa el panorama: “Porque no hay buenos caminos, porque el dinero para bajar a la clínica no alcanza, luego cuando baja las regresan a su comunidad porque se acabaron las fichas o tardan en atenderlas o no hay medicamento. Discriminan, no las ayudan, no les tienen paciencia porque no hablan español; médicos no son sensibles, les ponen el dispositivo a fuerza. Luego les dicen que se callen, ¿así gritaste cuando te agarraba tu marido? Y pues sí, uno grita, primero es gusto, luego susto (ahora las tres mujeres sueltan una carcajada cómplica ) Aunque uno sea triste y feo, no se vale que trate así. La muerte materna no es porque se le ocurrió morir, es una cadena de cosas: desnutrición, pobreza, la actitud de los médicos”.
Lina Rosa Berrio, integrante de Kinal Antzetik, organización no gubernamental que asesora a las mujeres de la casa, plantea un antecedente: primero hay que revisar cómo se producen los embarazos.
Suelen darse a muy temprana edad, consecutivos cada 1 o 2 años y con altos índices de desnutrición, que se traducirán en complicaciones para ellas y sus hijos, como bajo peso al nacer, anemia, menores condiciones para su desarrollo físico, motriz. La forma en que nazcan, dice, marcará la forma en que crezcan, y también, en que probablemente se convertirán en padres.
Por el hecho de parir y nacer en Guerrero la esperanza de vida será 3 años menos que el resto del país y se desarrollará con múltiples carencias: el 70 por ciento en pobreza, el 40 por ciento sin recursos para comer, el 60 por ciento sin servicios básicos en su casa y el 46 por ciento sin acceso a servicios de salud, según Coneval.
Paradójicamente, agrega Lina Berrio, en esta falta de acceso a la salud se ha dado la hipermedicalización del parto que conlleva al abandono del conocimiento tradicional de las parteras, como Hermelinda e Inés, dejando a las mujeres entre dos fuegos.
¿Qué es ser mujer aquí?
Además de ser el estado con el mayor índice de muerte materna en el país, Guerrero encabeza la tasa de letalidad por aborto, con 115 muertes por cada 100 mil egresos hospitalarios, una cifra dos veces y media mayor a la tasa nacional. Entre 2002 y 2010, en la entidad han muerto 43 mujeres por esta causa.
¿Qué nos dicen ambas cifras sobre la concepción que el Estado y la sociedad tienen de la mujer? Por un lado, no se respeta su derecho a decidir sobre su propio cuerpo, sobre querer o no querer tener hijos; por otro, cuando la mujer está embarazada no se le protege para ejercer su maternidad en condiciones de salud y respeto que le permitan tener un embarazo y un parto sano. Entonces, ¿qué es ser mujer aquí?
Se trata, dice María Luisa Garfias, de un control del primer territorio de la mujer, su cuerpo. Ella pertenece al colectivo Nosotras y es miembro de la Red de Mujeres Indígenas que, como Inés, Hermelinda y Apolonia trabajan con sus propios medios por atender, ahí, donde el Estado no lo hace. Desde esas organizaciones se ha impulsado el derecho a una sexualidad sana.
“Para que las mujeres podamos ejercer nuestros derechos ciudadanos, lo primero que necesitamos es ser dueñas de nuestro cuerpo, nuestro territorio, nuestras decisiones. Si no defiendo mi cuerpo, mi territorio, ¿cómo puedo participar en salud, educación, política, economía?”, plantea Garfias.
Entonces trae a la memoria la historia de Adriana Manzanares Cayetano. La escena, según registraron los medios de comunicación, fue más o menos así: una mañana del 2006, en la comunidad El Camalote, Guerrero, las campanas del pueblo repiquetearon para llamar a los vecinos a juzgar a Adriana, acusada de aborto, producto de una infidelidad. Los 30 hombres miembros del comisariado ejidal, y otros vecinos, llegaron, rodearon a la mujer de 21 años a quien había acusado su propio padre, y a gritos y escupitajos le exigieron que revelara dónde enterró a su hijo y quién era el padre. En esta comunidad, tres décadas atrás, 14 indígenas fueron esterilizadas sin su consentimiento, por una brigada de salud estatal.
Primero en un juicio popular y después en uno judicial, Adriana fue acusada de infidelidad y de matar a su hijo. Fue sentenciada a 22 años de prisión. Organizaciones civiles tomaron su caso como bandera de la violencia estructural que opera alrededor de las mujeres, lo llevaron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y en enero de este 2014, luego de pasar 7 años presa, se ordenó su liberación. A todas luces la víctima había sido ella: se violaron sus derechos de defensa adecuada y debido proceso, al rendir declaración no hablaba español y fue presionada para auto incriminarse.
Alrededor de la vida de las mujeres operan muchas violencias que encasillan su vida, explica Lina Berrio: una violencia institucional, relacionada con la falta de garantía de sus derechos; violencia comunitaria, pues a diferencia de los hombres no tienen acceso a la tierra, ni a la toma de decisiones; violencia de inseguridad; violencia familiar que implica maltrato y un condicionamiento económico muy legitimado; violencia sexual, pues hay una vigilancia exagerada en torno a su cuerpo, hecha no sólo por hombres, también por otras mujeres como las suegras que se consideran con derecho para opinar sobre el embarazo o el uso de anticonceptivos.
Desde 2007 y hasta la fecha, las mujeres de Guerrero emprenden una batalla más: lograr la despenalización del aborto hasta la doceava semana de gestación, como ocurre en el Distrito Federal, además de garantizar la educación sexual en el nivel básico y el acceso a métodos anticonceptivos. Todo ello, explica María Luisa Garfias, como parte de un cobijo a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Dueñas de su cuerpo
Hermelinda Tiburcio, al igual que la partera Hermelinda Roque, está en esta lucha porque las mujeres sean dueñas de su cuerpo.
Lo primero que uno identifica en Hermelinda Tiburcio es esa forma agreste de ser, de pocos amigos, que repele a quien se le presenta. Ni se diga de sus ojos, oscuros y penetrantes, cual dos balazos. Cuando uno la trata un poco más y observa esa cercanía y complicidad con las mujeres, piensa entonces que quizá esa aspereza es un traje metido a la fuerza para ganarse el respeto de los hombres de las comunidades, ante quienes se planta para decirles que dejen de maltratar a sus esposas, de obligarlas a tener relaciones sexuales, de descuidarlas en el embarazo. Y si eso no funciona, entonces esa rudeza le servirá para llevarlos a los tribunales y aún más, aguantar amenazas de muerte que recibe por ello.
En una región donde el cuerpo se relaciona con objeto, la sexualidad es sinónimo de vulgaridad y la mujer de pertenencia, el trabajo de estas mujeres es más difícil que arar entre rocas.
Esta mañana de agosto, Hermelinda Tiburcio está en la azotea de un hotel de Ometepec dirigiendo el taller “Platícale a mi marido”, que se le ocurrió luego de escuchar el auxilio de mujeres para hacerles entender a sus esposos lo que su violencia, tan interiorizada, les afectaba, como aquella que le preguntó alguna vez mientras le enseñaba la entrepierna con moretones de tanto golpe: “¿cómo le hago para que mi marido no me esté violando cada que él quiere?”; o la otra mujer que llegó “chancleada” por servirle tortillas frías a su pareja; o las beneficiarias del programa — hasta hace unas semanas se llamaba Oportunidades— en que se ponen inyecciones anticonceptivas a escondidas, para no embarazarse, por necedad del hombre y falta de protección —o presión según denunciaron mujeres en Metlatónoc el pasado 4 de septiembre del 2014— del programa federal.
En la terraza aún en obra negra, entre las mujeres sentadas en el piso para amainar el calor y los niños que juguetean con botellas o papeles, hay un par de hombres acunando a sus hijos entre brazos.
Todos escuchan atentos al equipo en turno, tres maridos que escribieron en cartulinas qué pasa con la familia cuando el esposo es alcohólico, ausente o violento. En muchos casos hablan de sus propias historias.
“A pesar de estar físicamente en casa, estoy ausente porque no me estoy involucrando en la educación de mi hijo, todo se lo dejo a mi esposa”, dice el más joven de apariencia.
“Muchas veces el hombre es discriminado, la mujer lo hace a un lado, aparte, agarran la delantera y no lo involucran”, interviene un hombre mayor para defender a su compañero.
“Pero es nuestra culpa que nos hacemos aparte, yo tengo que reconocer que ni sé cuando nacieron mis hijos”, reconoce también.
Guerrero, de nuevo encabeza otro de los rankings nacionales, se mete al segundo lugar con los hogares comandados por mujeres.
“Este es como un semillero, ponemos semilla, no sabemos si va a florecer o no”, dice Hermelinda Tiburcio. Florecer significa que luego de estas charlas los hombres motiven a sus compañeros a cambiar el trato y respetar a las mujeres.
Hermelinda Tiburcio sabe que contra el machismo se juega el primer round para ganar el territorio de la mujer, y no sólo como un “problema cultural” —hoy el argumento favorito de quienes tienen en sus manos el manejo de la política pública—, sino como un mal que germinó en las fértiles tierras del régimen político.
“No hay un programa que le diga a los hombres alto. Oportunidades exige a las mujeres llevar a los niños a la escuela y asistir a todos los talleres, a los hombres nada. Luego Procampo sólo entrega el dinero al hombre sin responsabilidad. Como los hombres son el gobierno, no hay un programa que le diga ‘a ver tú, ven acá’. Hay un machismo de un gobierno, desde quien hace la política”. De nuevo los ojos de Hermelinda, esos balazos, penetran certeros.
Las consecuencias
La defensa de su primer territorio les ha costado seguridad. Todas ellas, mujeres que desde sus trincheras abrazan a otras mujeres, enfrentan amenazas, falta de apoyo del gobierno y rechazo de la sociedad.
Su hogar es el primer lugar donde las enfrentaron. A Inés Trinidad, su esposo le reclamó que lo dejara una semana al mes para irse a la Casa de la Mujer a trabajar: “¿Por qué vas a perder tiempo ayudando a mujeres? Sufro yo por comer aquí, me dejas sin comer y tu allá perdiendo el tiempo”. Y así pasó los días reclamando, hasta que una madrugada agarró sus cosas y se fue, “dejándola sola” con los 4 hijos.
Apolonia Plácido, que coordina la Casa de la Mujer Indígena, refiere que en dos ocasiones han entrado al espacio para intimidarlas y obligarlas a que la cierren.
Una vez entraron a todos los cuartos para hacer sentir su presencia, y en otra ocasión, de madrugada se subieron por los techos a patear y gritarles groserías. Seis mujeres abandonaron el barco y otras tuvieron que tomar talleres contra el miedo, “para no traerlo metido en la cabeza”. Apolonia presiente que es una afrenta personal, pues por su activismo en las comunidades la tachan de “mala mujer”.
“Hay amenaza y también hay crítica —relata Apolonia—, yo estudié hasta sexto de primaria y hombre tu hablas mucho de derecho, pero ni siquiera sabes en qué artículo está. Es importante seguir defendiendo los derechos para que hijos, nietos, bisnietos, no vivan como una lo vivió. No podemos cambiar la vida de todas, pero que conozcan sus derechos y tomen decisión, que ya no sean las de antes, de que todo lo decide el marido. Ya no”.
A Hermelinda Tiburcio las amenazas la persiguen los últimos 5 años. En el 2009 comenzaron con llamadas telefónicas donde le decían groserías, en el 2012 llegaron a su casa y mataron a su perro y sus gallos. En julio del 2013 le balearon la camioneta, en enero de este 2014 llegó una amenaza a su casa. El Mecanismo de Defensores de la Secretaría de Gobernación, poco ha servido pues de 4 policías que tenían que cuidarla, solo queda uno. Ella cree que las amenazas son por las denuncias que ha puesto contra hombres violentos en la Costa Chica de Guerrero.
“Para mí la satisfacción de las mujeres vale todo. Hemos encontrado muchas mujeres que no encuentran apoyo más que nosotros. En 2012 los del gobierno me dijeron que me fuera del estado por mi seguridad, pero al mes me regresé.
“Lo primero que hacen con defensores es que los sacan del país para que no estorben, y yo dije no, me apoyan o no, yo me regreso a mi casa”. Y aquí sigue Hermelinda Tiburcio. Desde entonces, sin importarle las amenazas.
A María Luisa Garfias la campaña por la despenalización del aborto le valió amenazas. En el 2012 ella y su compañera Silvia Castillo tuvieron que cerrar la oficina donde asesoraban legalmente a mujeres, que esperan abrir en estos meses; incluso Silvia debió abandonar Guerrero porque no pudieron —o quisieron— garantizar su seguridad. El 20 de junio del 2014 unas personas pusieron dos cartulinas de colores en casa de María Luisa donde la acusaban de delincuencia organizada y le insultaban así: “Puta, perra, sidosa tienes atole en las venas”.
“Detrás de las amenazas está el que dejemos de estar hablando sobre el aborto, nos quieren callar —dice María Luisa— Porque reconocer el derecho al aborto es reconocer que las mujeres somos dueñas de nuestro cuerpo y, por lo tanto, de nuestras decisiones”.
En común
Hay algo que todas ellas comparten. El trabajo que realizan, además de permitirles tomar rumbo con su organización, les permite repensar sus propias experiencias: la muerte del hijo de Inés Trinidad por negligencia de los médicos, la muerte del hijo de Apolonia Plácido por su embarazo adolescente, y las muertes de mujeres de la familia de Hermelinda Tiburcio, por partos mal atendidos.
“Lo que las tiene aquí es una experiencia personal que ellas quieren transformar para las siguientes mujeres. El trabajo que hacen les ayuda a dar un nuevo significado a sus experiencias y a saber que no son ineludibles, que se pueden cambiar en ellas y en las mujeres a su cargo”, dice la promotora Lina Berrio.
Este encuentro de complicidades posibilita que espacios como la Casa de la Mujer Indígena Neli Palomo Sánchez, en San Luis Acatlán, a cargo de Apolonia Plácido, el despacho de asesoría jurídica en Chilpancingo, bajo el mando de María Luisa Garfias y Silvia Castillo, y los talleres en distintas comunidades de la Costa Chica que comanda Hermelinda Tiburcio, defiendan los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, mientras el Estado sigue ausente, omiso.
“Mi abuela murió de parto, mi tía murió de parto. Me he enfocado en trabajar el tema porque es la esencia del ser humano. Si no hay existencia, ¿de qué sirve tener alcantarillado, de que sirve tener carretera? Es la esencia del ser”, dice Hermelinda Tiburcio.
La batalla que estas mujeres emprendieron comenzó en su propio territorio, su cuerpo.
Fotos: Prometeo Lucero
(Este trabajo se realizó con el apoyo de la Red de Periodistas de a Pie, en colaboración con la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derecho Humanos A.C. (CMDPDH), como parte del proyecto de protección de los defensores de derechos humanos financiado por la Comisión Europea. El contenido no refleja la posición de la UE.)
DANIELA REA es reportera independiente. Obtuvo el premio de periodismo “Género y Justicia” 2013 que otorga la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por el reportaje “A Érika la mató la indiferencia”, publicado también en este semanario. En Twiter es @danielarea
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