El gobierno de Chubut, -más precisamente la Dirección de Políticas Pentenciarias, a cargo de Marianela Holm. convocó a jueces, fiscales, defensores y otros operadores provinciales vinculados con el sistema carcelario a debatir sobre una nueva ley de ejecución penal, el diseño de un Servicio Penitenciario (recordemos que en Chubut la custodia de las personas privadas de la libertad se encuentra a cargo de personal policial) y un Patronato de Liberados, o la institución que haga sus veces.
El encuentro se llevó a cabo el 22 y 23 de abril y las autoridades tuvieron la amabilidad (o temeridad) de invitarme a participar del encuentro, con el propósito de hacer los aportes que estuvieran a mi alcance.
La actividad se desarrolló en el nuevo edificio de la cárcel recién construida, que se emplaza a la vera de la ruta 3, entre Trelew y Puerto Madryn, en plena estepa patagónica. Y la otra particularidad es que se invitó, a quienes lo desearan, a pernoctar en la cárcel, y más concretamente en las celdas que a partir del 16 de mayo ocupará la población penitenciaria.
En forma inmediata acepté la invitación, ya que luego de más de treinta años de recorrer las cárceles del país y la región, nunca había tenido la experiencia de dormir en una celda (salvando las distancias que implica ocupar el calabozo de una cárcel que aún no se encuentra inaugurada, con lo que significa ocupar el calabozo de una prisión en funcionamiento).
Ingresé al establecimiento con el bolso en la mano y me resultó inevitable representarme la idea de internarme en las fauces de la prisión para pasar algunos años de mi vida. Desde esa perspectiva (poniéndome en el lugar del otro), comencé a mirar cosas que antes quizá no había visto, o había visto desde otro lugar, o sin el suficiente detenimiento. Lo primero que me impresionó fue la cantidad de alambrados perimetrales que separan al exterior de los edificios donde se van a alojar los reclusos. Desde la calle hasta mi nueva residencia conté un total de cinco alambrados. El primero, el de la calle, de no menos de cuatro metros de altura, todos con alambres de púas, en la parte superior, en la parte media y en la parte inferior y las respectivas torres para los guardias armados. Fue inevitable pensar en un zoológico, separando a los animales feroces de los visitantes. No solo eso. También había un playón deportivo, inexplicablemente cercado por otro alambrado perimetral. Mientras caminaba pensaba que la mayoría de las personas que se evadan de los penales lo hacen por las puertas principales.
Confieso que desde ese impacto visual mi estado de ánimo no era el mejor, pese a la amabilidad de mis “custodios”.
Llegamos al edificio (en rigor son dos), que tiene una capacidad para treinta y seis personas, distribuidas en dos plantas y dos alas de dieciocho reclusos cada una. El interior se encontraba recién pintado, muy limpio y me invitaron a que me ubicara en cualquiera de las celdas individuales (todas las celdas son individuales). Abrí la pesada puerta metálica de una de ellas y me introduje en el clásico recinto: una habitación de unos dos por cuatro metros, aproximadamente, con su clásico camastro de hormigón, una mesa de hormigón adherida a la pared y un estante de hormigón sobre la cama, sumado a un lavatorio e inodoro de acero inoxidable, ubicado en uno de los rincones. Por supuesto, almohada y colchón nuevos a estrenar.
La primera dificultad que se me presentó (nimia, si se quiere) era dónde poner mis cosas. Esto es, dónde colgar el pantalón, la campera, dónde poner las camisas, las remeras y el resto de los objetos que hacen a las necesidades básicas de la vida. No hay un lugar, como no sea ese estante o la mesa de hormigón. En mi caso iba a pasar dos noches en ese sitio, por lo que no me representaba un gran problema, pero no pude evitar pensar en el individuo que iba a tener que pasar cinco o diez años de su vida ahí. El quilombo, el desorden, la mugre es inevitable. No hay otra posibilidad que colgar toallas, sábanas, mantas y demás prendas de la puerta, de clavos, de hilos, de alambres o, simplemente, tirarlos en el piso, como habitualmente se aprecia cuando visitamos una cárcel.
Segunda cuestión que se me presentó en mi condición de ya sexagenario, acostumbrado a despertarme muy temprano (antes de las seis de la mañana) y esperar que se haga de día leyendo: la luz. La celda contaba con dos luces: una más o menos intensa y otra “de noche”, menos intensa. Pero ambas se manejan de un tablero central ubicado fuera del espacio de alojamiento. Cuando se prenden las luces se prenden para todos, y cuando se apagan se apagan para todos. Si me quiero levantar a las cinco de la mañana para estudiar, para leer, o para lo que sea, lo tendré que hacer a oscuras. Del mismo modo, si me siento enfermo y me quiero acostar a las siete de la tarde y apagar la luz para que no me moleste la claridad, no lo podré hacer.
Tercer tema, obvio e inevitable: la letrina dentro del reducido espacio que se usa para dormir, para leer o, simplemente, para estar. No es preciso abundar en detalles escatológicos que todos se podrán imaginar. En mi caso el pudor no me permitió más que orinar en ese sitio.
Podría continuar con otra serie de detalles que pude observar en esta experiencia, del otro lado del mostrador, pero que me sirvió para confirmar la naturaleza de la arquitectura penitenciaria (que, obviamente, no es exclusiva del Chubut y preside el paisaje de todas las cárceles del país y la región). Edificios que no están pensados para ser habitados por seres humanos, sino por cosas, por objetos. Cosas u objetos riesgosos y peligrosos.
No fue la idea de jugar al preso ni instalar un reality show. Muy lejos de eso. De todos modos considero que esta aproximación de funcionarios judiciales al mundo penitenciario (allí estaba un ministro de la Corte provincial, varios jueces, defensores, la propia Directora de Políticas Penitenciarias) permite, a quien tenga la sensibilidad suficiente, ver las cárceles desde otro lugar. Nuevamente, ponerse en el lugar del otro, representarse lo que significa vivir en el espacio de una institución total, como es la prisión.
Chubut (y el resto de las provincias) tienen la oportunidad de ratificar el modelo disciplinar, caracterizado por una fuerte relación jerárquica de subordinación, o pensar en un sistema diferente, donde impere el respeto, la creatividad, la noción de superación. Si optan por el primer modelo, el tradicional, este establecimiento que hoy luce limpio y prolijo, en pocos meses estará convertido en un basural al que nadie le importa. Si opta por la segunda posibilidad puede abrirse un terreno para la esperanza.
Finalizando, rondan mi cabeza las palabras de Luis “el Negro” Parodi, cuando se hizo cargo de la dirección del establecimiento de Punta de Rieles, en Montevideo. Sus palabras a la población penitenciaria fueron las siguientes: “Vengo a asumir un compromiso, que en este lugar nunca más se ofenda la dignidad de las personas”.
Ojalá todos pudiéramos asumir este mismo compromiso cuando entramos a una cárcel.
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