Por Marta Sandoval – Cosecha Roja.-
Lo vi venir por el espejo retrovisor del carro. Entonces me di cuenta: estaba en la misma calle donde unas semanas antes me habían robado. Por inercia metí la mano dentro de la cartera buscando el celular. El tipo se levantó la chaqueta y me mostró la culata de una pistola sostenida por el elástico de sus calzoncillos. No hizo falta que dijera nada: le entregué el tercer móvil del año. A la ciudad todavía no habían llegado los espantacacos.
La idea fue del movimiento Jóvenes contra la violencia. Esteban Escobar, uno de los integrantes del grupo que -como anuncia en su página web- “impulsa proyectos innovadores y creativos orientados a la Prevención de la Violencia”, propuso hacer algo para llamar la atención acerca de lo que estaba pasando. La idea se terminó de gestar en una agencia de publicidad. Los creativos le dieron vida a diez espantacacos: unos muñecos de trapo y paja, vestidos con uniformes de policía, sosteniendo un cartel que dice “Ojo, aquí asaltan”.
Los impulsores de la iniciativa también habían experimentado ese nuevo código social instaurado en Guatemala: basta un golpe en el vidrio y el conductor sabe que se quedó sin teléfono. No hace falta mediar palabra, a veces ni siquiera es preciso mostrar el arma. Todos saben dónde roban, cuáles son esas calles tan peligrosas como ineludibles. Esas calles donde nadie se baja, donde los vidrios siempre van a tope aunque el calor asfixie. En la capital el año pasado se reportaron cerca de 30 mil teléfonos robados.
Un estudio reciente elaborado a petición de las cámaras empresariales de Guatemala da cuenta que no sólo los barrios donde roban son ampliamente conocidos por los guatemaltecos sino también los ladrones. El informe dice, por ejemplo, que en la zona 10 opera un joven gordo, que en la zona 9 tres hombres en motocicletas negras se dedican a robar a carros con los vidrios entintados o que en el Boulevard Liberación asaltan siempre entre las 17 y las 19.
La primera vez que me dejaron sin celular quise saber a dónde podría ir a parar mi teléfono. Pregunté y me sugirieron dos sitios: la improvisada feria que funciona en las afueras del Teatro Nacional y el Mercado La Presidenta. Las aceras estaban atestadas de aparatos, había de todas las marcas y estilos; y los precios -no hace falta decirlo- eran mucho más bajos que en las tiendas. Me sorprendió la tranquilidad con la que se venden. Dos guardias de seguridad pasaron y nadie si inmutó. Donald González, vocero de la Polcía Nacional dice que si los desalojan hoy, mañana vuelven y “para que no se reinstalen habría que disponer de agentes las 24 horas y no tenemos suficientes”. Según él, más de una vez han hecho operativos para capturar a los vendedores, pero siempre que ven llegar las patrullas corren a los almacenes cercanos. Para que ellos puedan ingresar en una tienda necesitan de una orden de allanamiento.
El Diputado Francisco Contreras calcula que allí se venden unos 15 mil teléfonos cada mes. En Guatemala hay registrados 18 millones 528 mil teléfonos móviles para una población de 14 millones de personas. Contreras, que tiene 30 años,intenta que se apruebe una ley con la que se obligaría a las empresas de telefonía a registrar todos los teléfonos móviles para que sólo su dueño pueda utilizarlos. Además impone penas de prisión para aquel que active un celular de dudosa procedencia. De momento casi en cualquier venta de móviles se puede desprogramar un teléfono para usarlo con otro número. Su proyecto no ha tenido eco entre los congresistas a pesar de que la apoyan más de 35 organizaciones sociales.
Además del jugoso mercado de la reventa, los celulares robados sirven para extorsionar. El Ministerio Público recibe unas 800 denuncias mensuales. Llaman a alguien azar, averiguan el colegio al que van sus hijos o la zona donde viven y luego la amenazan con matarlos a menos que paguen. Para conseguir sus víctimas se valían hasta hace poco de la guía telefónica, por eso desde el año pasado dejaron de publicar números particulares.
Jóvenes contra la violencia es una asociación creada y financiada por la cooperación estadounidense en Guatemala. La integran sólo seis chicos y los demás son voluntarios. Unos días antes de sacar a luz los espantacacos invitaron por Facebook a los jóvenes que quisieran apoyarlos en el proyecto. Respondieron cincuenta, pero al final llegaron diez. Los días que esos espantapájaros vestidos de policía coparon las calles, los robos disminuyeron.
Al principio los guatemaltecos tenían miedo. Muy pocos bajaban los vidrios para recibir los volantes que entregaban un grupo de voluntarios con camisetas de colores. Menos eran los que preguntaban de dónde había salido ese bicho raro. Pero a medida que corrió la noticia por los medios y las redes sociales, la reacción cambió. Se bajaban de los autos para sacarse fotos, pedían que los espantacacos estén también cerca de sus casas, agradecían la iniciativa.
– Hasta el Ministro de Gobernación nos felicitó- dice Jessica Guerrero, otra de las integrantes del grupo.
Costaba creer que una idea tan simple aportara un principio de solución al problema que ha quebrado la cabeza de expertos. Una columnista en un periódico escribió “nos sentimos menos solos”. Y una lectora envió una carta a la página de opinión: “pongan más espantacacos, eso nos está ayudando”.
Una semana después la policía no había montado ningún operativo en esas calles. “Estamos mapeando la ciudad, con técnicos y expertos para determinar las zonas rojas” dijo Willy Melgar, vocero del ministro de gobernación, “puede que haya puntos de coincidencia con los que mostraron los jóvenes, pero nosotros ya teníamos un proceso previo de mapeo en el que seguimos trabajando”.
Los espantacacos ya se fueron. Y se los extraña. La calle volvió a estar igual de triste y de miedosa que siempre. Aunque la próxima semana los Jóvenes van a empezar una segunda fase del proyecto. Muchos quieren de nuevo a esos muñecos de paja que extrañamente les hacen sentir más seguros. A los jóvenes del grupo eso les provoca una mezcla rara de sentimientos: están contentos de ayudar, pero es es fuerte darse cuenta de que la gente está tan desesperada que piensa que un muñeco la puede salvar.
– Hay que recordar que los espantacacos no son Superman -dice Esteban-. Logramos frenar los robos porque estábamos juntos, porque nos unimos. El muñeco solo no hace nada.
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