La seguridad pública es uno de los temas que desvela a la clase dirigente y a la ciudadanía en general. Y hay buenos motivos para esa preocupación. Sin embargo, pasa el tiempo (se nos escurre entre las manos) y no se aprecian respuestas distintas e innovadoras, diferentes de las que no han demostrado resultados concretos: incremento de efectivos y móviles policiales, copamiento territorial de determinados sectores de las ciudades, vigilancia por monitoreo, retenes en sitios estratégicos, etcétera.
Quizá haya llegado el momento de levantar la nariz del ombligo y ver qué es lo que ocurre en otras ciudades que, con estrategias diferentes, han logrado mejorar en forma sustancial su calidad de vida desde una concepción diferente de la seguridad pública.
Medellín (Colombia), entre otras ciudades de la región, es uno de los mejores ejemplos.
A comienzos de los 90 (ayer nomás) Medellín era una de las ciudades más violentas del mundo. Había alcanzado tasas de 400 homicidios cada 100.000 habitantes. Para esos entonces tenía la tasa de homicidios más alta del planeta. 6.809 muertos en 1993. Más muertos que el total de soldados estadounidenses que perdieron la vida en la Guerra de Irak a lo largo de 10 años.
Con la confluencia de una serie de factores que sería largo de explicar en una columna periodística, pero apelando a políticas sociales de integración, urbanización y recuperación de derechos, Medellín logró reducir las tasas de homicidios en forma brusca: 34/100.000 en 2007; 52/100.000 en 2012; 38/100.000 en 2013; 28/100.000 en 2014 y menos de 20/100.000 en 2015.
En 25 años la ciudad redujo la tasa de homicidios en un 90%. Entre el 7 de junio de 2014 y el 6 de julio de 2014 no se registró ningún homicidio (recordemos que Medellín tiene unos tres millones de habitantes).
En 2013 Medellín fue elegida la ciudad más innovadora del mundo, ganando el concurso “City of the Year” entre más de 200 ciudades, entre las que se encontraba Nueva York, San Pablo y Tel Aviv. Uno de los elementos que permitió el triunfo fue el aumento de la seguridad, traducido en la disminución de la tasa de homicidios.
Uno de los factores explicativos de la violencia que reinaba en Medellín era “la ciudad excluyente”. Ana María Jaramillo define a la ciudad excluyente de la siguiente manera: “La violencia urbana sería la resultante de una acumulación histórica de problemas no resueltos de exclusión e inequidad, que dieron lugar a la existencia de una ciudad dividida y heterogénea en todos sus aspectos, en la cual no ha cuajado un proyecto incluyente y colectivo ciudadano. Expresión de ello sería la separación del centro y la periferia: de un lado una Medellín estética y bella a nivel arquitectónico, de grandes inversiones y prósperos negocios (legales e ilegales), contrapuesta a una ciudad con graves problemas de desempleo, hambre, drogadicción, prostitución, violencia delincuencial o política; donde la ausencia del Estado es evidente en vastos sectores poblacionales”.
Medellín nos marca un camino. Que es posible lograr sociedades menos violentas, no utópicas ni ideales. Menos violentas, sin necesidad de recurrir al uso indiscriminado de la fuerza, al copamiento territorial, al endurecimiento de la legislación penal.
Medellín no es un modelo para exportar de modo acrítico ni para exaltar en forma ingenua. Pero es una experiencia a tener en cuenta a la hora de pensar en la construcción de sociedades más seguras asentadas en bases democráticas.
Mientras escribo este comentario (que en forma resumida compartí en las redes sociales), un amigo argentino que por estas horas se encuentra visitando Medellín me dice: La Medellín de hoy es otra. Es maravilloso el orgullo de sus habitantes por una ciudad integrada con su cultura metro. Hoy al bajar del metro cable una niña nos dijo: “estoy orgullosa de mi ciudad”.
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